martes, 30 de junio de 2020

Acercamientos entre el gobierno, Ciudadanos y el PP

A los pocos días del último post parece que el movimiento estratégico de Ciudadanos está teniendo alguna consecuencia. Se publican rumores de que el gobierno se halla dividido entre los que quieren continuar contando con los apoyos de los grupos que facilitaron la investidura, y los que se abren a pactar con Ciudadanos los presupuestos para mantener la senda de la ortodoxia que representa Calviño. Por otra parte, parece que se están abriendo puentes entre el gobierno y el PP. La intervención conciliadora de Ana Pastor en el Congreso dirigiéndose a Illa así lo confirma, al igual que el apoyo del PP al decreto de nueva normalidad. Entiendo a Sosa Wagner cuando hace unos días declaraba en una entrevista la enorme decepción que le produjo la inutilidad de Albert Rivera. Es fundamental que PP y PSOE regresen a la concordia, a pensar en el interés de España, y si Ciudadanos contribuye a ello demostrará que es un partido útil e incluso necesario.

jueves, 25 de junio de 2020

La crisis política española: causas y vías de solución

Como si de un temerario capitán de submarino se tratara, Sánchez está llevando nuestra democracia a zona de aplastamiento, a ese nivel donde las paredes se comban sin que sepamos a ciencia cierta cuánto serán capaces de aguantar. Son muchos los ejemplos de cómo estamos forzando las costuras del sistema político nacido de la Transición. Con un lenguaje que recuerda al de finales de la II República, Iglesias acusa maliciosamente a Vox de desear un golpe de Estado sin importarle lo más mínimo que él sea vicepresidente gracias a los golpistas -condenados no por sus intenciones, sino por sus actos- de ERC. Observamos como se suceden escándalos políticos que no se saldan con la dimisión de Ábalos -en el caso Delcy- o de Marlaska -mintiendo en sede parlamentaria sobre el cese de Pérez de los Cobos-. Cada semana asistimos a las comparecencias televisivas de un presidente que pretende camuflar su criminal gestión de la crisis del coronavirus con una bochornosa publicidad institucional mientras presume de medidas cuyo único mérito consiste en gastar un dinero que nos prestan. A la evidente politización del Tribunal Supremo, sacándose de la chistera la teoría de la “ensoñación” para blanquear el golpe del “procés”, es posible que se sume el Tribunal Constitucional con una próxima renovación que facilite una mutación constitucional a la medida de los independentistas. La Fiscalía pretende ser tomada al asalto con el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General del Estado para que siga la senda gubernamental que ya transita la Abogacía del Estado. Por si todo esto no fuera suficiente, la monarquía se halla en serios apuros tras las inquietantes noticias sobre el latrocinio cometido por Juan Carlos I, y la economía amenaza ruina con un más que probable rescate que exigirá subir los impuestos y recortes drásticos en una situación de pobreza no vista en décadas. Incluso la amenaza que representa la “mesa de diálogo” acordada entre el gobierno y los independentistas llega a parecer un problema secundario. El panorama es verdaderamente desolador, y todavía se oscurecería más si examináramos de cerca algunas características de nuestra sociedad. En este post me centraré en la crisis política exclusivamente, en sus causas y los posibles caminos para superarla.

Como es natural, no hemos llegado a este punto de un día para otro. La crisis se venía larvando desde hace más de una década, concretamente desde la llegada al poder de Zapatero. Con él comenzaron las políticas de la discordia que han terminado por conducirnos a esta situación. Esas políticas se concretan en la reforma del Estatuto de Cataluña en 2006 sin el apoyo del PP, y en la elaboración de las leyes orientadas a la “recuperación de la memoria histórica”. Esas medidas supusieron la revisión de los grandes acuerdos nacionales forjados en la Transición, y fue lo que provocó la aparición de nuevos partidos minoritarios de ámbito nacional.

Desde el triunfo del PSOE en 1982, que puede verse como el final de la Transición y el comienzo de una fase de estabilidad, la política española se había caracterizado por la presencia de dos grandes partidos hegemónicos a la izquierda y a la derecha del panorama político, el PSOE y el PP. Es verdad que tanto la IU liderada por Anguita como el CDS de Suárez alcanzaron buenos resultados en algunas elecciones, pero el CDS terminó desapareciendo en 1993 e IU fue perdiendo apoyos a partir del año 2000. Ninguno de estos partidos desempeñó un papel decisivo en la gobernabilidad de España en aquellas ocasiones en que ni el PSOE ni el PP alcanzaron mayoría absoluta, y hay que recordar que el apoyo que recibieron los dos grandes partidos nunca bajó de los 150 escaños para el ganador ni de 110 para el perdedor (el PSOE en las elecciones de 2011). En aquellos casos en que el partido que ganaba las elecciones no contaba con mayoría absoluta la gobernabilidad dependía del apoyo de partidos nacionalistas. Así sucedió en las elecciones de 1993, 1996, 2004 y 2008. Este permanente chantaje del nacionalismo es lo que me llevó a considerar esencial una reforma del sistema electoral que permitiera que volvieran a entrar en el escenario político partidos minoritarios de ámbito nacional que pudieran sustituir a los nacionalistas como socios de gobierno de PP y PSOE. Sin embargo, todo comenzó a cambiar con Zapatero y el resultado de las elecciones de 2011 ya permitió vislumbrarlo. Merece la pena detenerse a analizar lo que reflejaron las urnas ese año.

España se hallaba inmersa desde 2008 en una crisis económica pésimamente gestionada por Zapatero. Una errática política de gasto público para estimular la economía seguida de recortes (a partir de mayo de 2010) fueron la razón principal de la debacle electoral del PSOE en 2011, pero no la única. Las políticas de la discordia impulsadas por Zapatero empezaron a cuestionar algunos de los pilares básicos en los que se asentaba el pacto de la Transición. En lugar de ver la reconciliación entre españoles de ambos bandos de la Guerra Civil como un logro, se decidió que había que condenar el franquismo y designar a uno de los bandos como superior moralmente. La II República se presentó como un régimen democrático -sin tener presente todo lo vivido a partir de 1934-, y lo que para muchos españoles fue un levantamiento militar justificado se empezó a calificar como “golpe de Estado”. Se insistió en reivindicar la memoria de las víctimas del bando republicano, que se entendió que habían sido injustamente olvidadas por el régimen franquista y por una Transición que adoptó una posición de inaceptable equidistancia. Las consecuencias de esa política son fácilmente visibles en nuestros días, y no hay que referirse únicamente para ello a la exhumación de Franco del valle de los caídos. La descalificación del régimen del 78 ha ido en aumento desde la irrupción de Podemos.

El otro gran factor que generó una gravísima discordia fue el cuestionamiento de la nación española como fundamento del orden constitucional. El PSOE de Zapatero aprobó una reforma del estatuto de Cataluña sin contar con la aprobación del PP. El texto del estatuto dio una vuelta de tuerca más en la consideración de Cataluña como una nación, lo que, en consecuencia, permitía referirse a España como un Estado plurinacional. Zapatero, en un acto más de absoluta irresponsabilidad, admitía que la nación era un concepto “cuestionado y cuestionable”. El nacionalismo catalán aprovechó la sentencia del estatuto dictada en 2010 como pretexto para consumar la deslealtad y comenzar a transitar la vía hacia la independencia. Los resultados de ese camino son hoy también claramente visibles: el “procés” ha sido un golpe al orden constitucional que ha conducido a los dirigentes independentistas a la cárcel por sedición y a la huida de España del presidente de la Generalitat que promovió la declaración de independencia de Cataluña. Por otra parte, el discurso de Podemos sostiene sin ambages que la solución para el problema catalán es la autodeterminación en el marco de la consideración de España como un Estado plurinacional. Pero aparquemos también esta cuestión y regresemos a 2011.

Con esas políticas en marcha, el PSOE se presentó a las elecciones de 2011 cosechando una estrepitosa derrota, pese a que su candidato era el moderado Rubalcaba. Obtuvo poco más de siete millones de votos y 110 escaños, el peor resultado de su historia hasta ese momento. Por su parte, el PP alcanzó el mejor resultado de su historia con casi once millones de votos y 186 escaños. Una mayoría absoluta que ponía en manos de Rajoy la posibilidad de hacer reformas imprescindibles para España. Pero siendo destacables estos resultados, lo más importante, en mi opinión, fue la irrupción de un nuevo partido nacional, UPyD (Unión, Progreso y Democracia) con más de un millón de votos y cinco escaños. Su líder, Rosa Díez, antigua dirigente del PSOE, ya había obtenido representación en 2008, pero UPyD pasaba de ser testimonial a lograr grupo parlamentario propio. Si el PP había alcanzado 186 escaños y casi once millones de votos parece poco probable que la base electoral de UPyD se nutriera de votantes de derechas. En mi opinión, UPyD representaba la esperanza de un partido “progresista” basado en la lealtad a la nación española y el compromiso con la igualdad entre españoles, en clara beligerancia con la política de chantaje propia de los partidos nacionalistas. El flanco abierto por las veleidades del PSOE con los nacionalistas catalanes se traducía por fin en una alternativa nacional de izquierdas. 

Los cambios acontecidos desde 2011 a 2015 fueron decisivos. Por una parte, Rajoy defraudó a sus votantes. Aunque en materia económica evitó el rescate, fue incapaz de liderar algunas de las reformas que necesitaba España, en especial la reforma de la Administración, y la subida de impuestos y recortes que aplicó tuvieron un fuerte impacto entre los ciudadanos. Por otro lado, su respuesta a los desafíos del independentismo catalán fue vista por parte de su electorado como una tibieza inaceptable. Artur Mas celebró una consulta por la independencia en noviembre de 2014 que el gobierno del PP no fue capaz de impedir. La tensión fue en aumento en Cataluña y los bandazos del PP en dicha comunidad permitieron que una formación decididamente beligerante con el nacionalismo, Ciudadanos, se abriera paso en Cataluña. Si en 2012 el PP recibía casi medio millón de votos y quedaba por delante de Ciudadanos en las elecciones autonómicas catalanas, en  2015 Ciudadanos arrebataba a PSC y PP el liderazgo de la oposición al nacionalismo, esta vez con Inés Arrimadas como líder del partido en Cataluña tras el salto de Albert Rivera a la política nacional. 

Con un discurso basado en la defensa de una nación de ciudadanos libres e iguales Ciudadanos pretendía ocupar el mismo espacio político que UPyD. La pugna entre estos dos partidos se hizo evidente a partir de las elecciones europeas de 2014, en las que UPyD todavía quedó por delante de Ciudadanos obteniendo cuatro eurodiputados, el doble que Ciudadanos. El cabeza de lista de UPyD en aquellas elecciones, Francisco Sosa Wagner, insistió en la importancia de que ambos partidos unieran sus fuerzas, pero Rosa Díez y Albert Rivera no alcanzaron ningún acuerdo. Ante esa situación, la juventud de Rivera hacía fácilmente previsible saber qué partido resultaría vencedor. Ciudadanos tomaba el relevo de UPyD como partido nacional galvanizador de la defensa sin complejos de España como nación de ciudadanos libres e iguales. El mensaje era muy claro y su posición en Cataluña permitía visibilizarlo con claridad. Pero Rivera no se conformaba con hacer de Ciudadanos un partido nacional minoritario, como se vería en los siguientes comicios. Rivera se desmarcó de la línea socialdemócrata de UPyD y presentó su formación como un partido centrista de corte liberal, un espacio que hasta entonces había ocupado el PP, que aglutinaba el voto liberal-conservador. Era un movimiento que dejaba entrever el deseo de su líder por captar votos del PP. 

Paralelamente al auge de Ciudadanos, el malestar con la política de recortes aplicada en España por el PSOE provocó un movimiento de protesta en mayo de 2011. Se trataba de un movimiento internacional, pero en España el 15-M fue utilizado por un grupo de intelectuales de la Universidad Complutense para lanzar el mensaje de que era posible superar la división izquierda/derecha y presentar una alternativa transversal en la que por un lado estaría la “casta” de unos políticos y poderes fácticos que dominaban los resortes del poder y, por otro lado, la “gente”, los ciudadanos que pagaban las consecuencias de las políticas irresponsables del capitalismo. Podemos surgió así como una izquierda neocomunista camuflada con el fin de expandir la base de su electorado. Recuperar la participación ciudadana como raíz de la democracia y la ayuda a los más desfavorecidos golpeados por la crisis eran sus señas de identidad. Pero esa idea inicial necesitaba concretarse en una manera de entender España. Las elecciones europeas de 2014 fueron un éxito para esta formación que logro alcanzar cinco eurodiputados contra todo pronóstico. 

Es cierto que Podemos nació como consecuencia de la crisis económica, pero tuvo que posicionarse ante la crisis nacional que había abierto Zapatero, y lo hizo con toda claridad. Por primera vez un partido nacional declaraba abiertamente que la Transición fue un proceso tutelado por el franquismo que había dado lugar a una democracia imperfecta. Incluso Pablo Iglesias se refirió a la Constitución como un “candado” que impedía los cambios que necesitaba España. Podemos abogaba por impulsar unas políticas de memoria histórica en abierta ruptura con cualquier equidistancia: la democracia española debía declararse heredera de la auténtica tradición democrática que se hallaba en la II República. Se recuperaba el término “antifascista” como una de las señas de identidad de la formación, que implicaba la beligerancia rotunda contra el franquismo y todo lo que pudiera provenir de él, incluida por supuesto la monarquía. 

En las elecciones generales de 2015 los dos grandes frentes de discordia abiertos por Zapatero habían sido aprovechados por Ciudadanos y Podemos para irrumpir en la arena política. Ambos reclamaban para sí la etiqueta de la “nueva política” frente a los viejos partidos cuyos proyectos parecían agotados. Había temor en el PSOE por la pujanza de Podemos, y en el PP se daba por descontado que Ciudadanos entraría en el parlamento. El resultado fue el fin del bipartidismo y el comienzo de una nueva fase de inestabilidad política. El PSOE liderado por Pedro Sánchez cosechó el peor resultado de su historia con 90 escaños, mientras que el PP, tras una legislatura en la que contaba con 186 escaños, veía como se quedaba en 123. Podemos irrumpía con gran fuerza, 42 escaños, que eran menos de los que les pronosticaban algunas encuestas. Ciudadanos, por su parte, se hacía con 40 escaños y superaba en votos a Podemos. La situación era inédita. El PSOE se negó a facilitar la investidura de Rajoy y se desmarcó de Podemos, partido al que veía como una amenaza. Sánchez buscó rápidamente y logró un acuerdo con Ciudadanos. Pero Rajoy no cedió a la presión de Sánchez y Rivera abocando al país a nuevas elecciones en 2016.  El electorado no valoró positivamente la capacidad del PSOE y de Ciudadanos para alcanzar un acuerdo y ambas formaciones retrocedieron frente al PP (el PSOE se quedó en 85 escaños y Ciudadanos en 32), que mejoró sus resultados y logró 137 escaños. Ante el riesgo de permanecer en el bloqueo al que conducía la negativa de Sánchez a permitir la investidura de Rajoy, hubo un movimiento interno en el PSOE que acabó con la dimisión de Sánchez y la creación de una gestora que decidió abstenerse y dejar que Rajoy fuera investido presidente. 

Pero Sánchez no se dio por vencido, se presentó a las primarias de su partido y recuperó la Secretaría General en 2017, siendo por tanto líder de la oposición durante el golpe de Estado que dio el independentismo catalán en octubre de aquel año. El regreso de Sánchez supuso un vuelco en la línea que en adelante iba a seguir el PSOE. De haber sido defenestrado pasó a convertirse en presidente del gobierno tras una moción de censura que triunfó merced al apoyo de Podemos, los independentistas catalanes e incluso el PNV que acababa de aprobar los presupuestos de Rajoy. Utilizando como pretexto la sentencia del caso Gürtel, Sánchez llegaba a la Moncloa cuando el PSOE contaba con tan solo 85 diputados, la cifra más baja de su historia. Su debilidad parlamentaria se hizo evidente al ser incapaz aprobar los presupuestos en febrero de 2019 y convocó elecciones para el mes de abril, las primeras que se iban a celebrar después del golpe de Estado asestado por el independentismo catalán. Pero el panorama iba a complicarse todavía más.

En julio de 2018, el PP debía elegir un nuevo líder que sustituyera a Mariano Rajoy. Parecía que la favorita era Soraya Sáenz de Santamaría, una política con experiencia y con una edad semejante a la de Pedro Sánchez. Sin embargo, en el PP se había abierto paso la idea de que en un tiempo en el que se debatían los pilares de nuestra convivencia era necesario un rearme ideológico para afrontar la nueva etapa. Pablo Casado, claramente apoyado por Aznar en la trastienda del partido, realizó un discurso en esa línea y se alzó con la victoria. El relevo generacional en la primera línea de la política seguía adelante. A Pablo Iglesias (n. 1978) y Albert Rivera (n. 1979) se le unía Pablo Casado (n. 1981), políticos nacidos entre 1976 y 1991. A estos se uniría inmediatamente Santiago Abascal (n. 1976) liderando Vox. 

El independentismo catalán había aumentado la preocupación de los españoles por la unidad de España. El espíritu de la Transición estaba seriamente cuestionado cuando un partido como Podemos era apoyado por más de tres millones de votantes. Por otra parte, la ideología de género y el ataque a símbolos de la cultura española como la tauromaquia generaba cada vez mayor rechazo en algunos ciudadanos. La discordia que había puesto en marcha Zapatero permitía cuestionar todo aquello que antes parecía sólido e incuestionable. La defensa de la nación española, de su historia y de sus señas tradicionales de identidad, el rechazo del Estado autonómico y la defensa de las fronteras y de una inmigración controlada se tradujo en el surgimiento de Vox, que inmediatamente fue calificado por sus detractores como un partido de ultraderecha populista. En contra de todo pronóstico, Vox alcanzó doce escaños en las elecciones autonómicas andaluzas de diciembre de 2018 y propició un cambio histórico al desbancar (la suma de PP. Ciudadanos y Vox) del poder al PSOE tras más de tres décadas gobernando Andalucía. 

Por primera vez desde la época de la Transición cinco partidos de ámbito nacional concurrían a las elecciones de abril de 2019 con la seguridad de que alcanzarían representación parlamentaria. Esta situación por sí misma dejaba en evidencia que nos hallamos inmersos en una crisis política y nacional sin precedentes. El resultado en escaños de estos cinco partidos fue el siguiente: PSOE 123, PP 66, Ciudadanos 57, Podemos 33 y Vox 24. Cualquier ciudadano que hoy reflexione sobre este panorama volverá a pensar que los políticos fracasaron estrepitosamente al no conformar un gobierno y abocar a los españoles a unas nuevas elecciones pocos meses más tarde. A Rivera esa repetición electoral le costó, con toda la razón, la carrera política. Ciudadanos no supo entender la situación política y pecó de ambición queriendo convertirse en el principal partido de la oposición superando al PP. Su orientación hacia el centro liberal ya había dejado claras sus intenciones, y la crisis abierta en el PP con el enfrentamiento entre Casado y Soraya le daba esperanzas. El PP recibió un fuerte castigo: perdió votos de su electorado más conservador que sintonizaba con los claros mensajes de Vox, y su electorado más centrista veía en Rivera un liderazgo más solvente y, quizá, más posibilidades de desbloquear la situación en caso de que fuera necesario pactar. A Ciudadanos le faltaron seis escaños para alcanzar su objetivo, pero Rivera no se dio por vencido, la ambición le cegó y no supo anteponer el interés de la nación al suyo. En lugar de lanzar un mensaje inequívoco de disposición a entablar conversaciones y alcanzar pactos con PP o PSOE, se enrocó en la insensata promesa electoral de no pactar con Sánchez en ningún caso, una cerrazón incomprensible a la vista de los resultados que se habían producido. Era aritméticamente posible un gobierno entre PSOE y Ciudadanos, dos partidos que apenas cuatro años antes habían sido capaces de cerrar un acuerdo de gobierno. Ambos sumaban 180 escaños, una mayoría suficiente para conformar un gobierno que transitara cómodamente una legislatura de cuatro años y pudiera afrontar la tarea de recuperar la concordia rompiendo con una política de coaliciones frentistas. Sólo cuando vio que el PSOE no iba a pactar con Podemos y que la repetición electoral era inevitable Rivera ofreció un pacto a Sánchez, pero ya era tarde, porque también el PSOE estaba instalado en el error. 

Rivera no fue el único responsable de la repetición electoral, pero sí el máximo. Es verdad que desde el primer momento Sánchez pareció escuchar a aquellos que le gritaban “¡Con Rivera, no!”, pero la actitud de Rivera le facilitó muchísimo enrocarse en esa posición. El error de Sánchez fue pensar que, al igual que había sucedido en las segundas elecciones celebradas en 2015, que reforzaron al PP de Rajoy, el PSOE aumentaría sus apoyos, sobre todo entre los electores de izquierda que votaron a Podemos. Su estrategia fue lograr la investidura con el apoyo de Podemos, pero con las manos lo suficientemente libres. Iglesias no cedió y ambos aceptaron medir fuerzas en unas nuevas elecciones. También Sánchez pensaba antes en sus intereses que en el bien de España.

Casado también podía haber realizado un movimiento que facilitara la formación de un gobierno, pero en su caso quizá era pedirle demasiado. Es verdad que todos los partidos debían haber priorizado el interés general, pero el resultado le había situado como líder de la oposición y podía interpretar que a Ciudadanos le correspondía desempeñar el papel que ya había intentado representar en 2015. Por otra parte, parecía bastante evidente que una repetición electoral solo podía beneficiarle, como así fue. 

Podemos intentó en todo momento formar un gobierno de coalición con el PSOE exigiendo un peso proporcional a las fuerzas de cada partido. Se trataba de una postura lógica y razonable, aunque luego había que dilucidar en qué se traducía ese peso razonable. El PSOE creía que la oferta a Podemos era más que digna, pero Podemos no estuvo de acuerdo, pese a aceptar el veto de Sánchez a que Iglesias fuera vicepresidente. El electorado de izquierdas debería juzgar quién era el mayor responsable de esa falta de acuerdo, y Sánchez creyó erróneamente que su oferta parlamentaria a Podemos dejaría a esta formación en evidencia. 

Las elecciones celebradas en noviembre de 2019 dejaron unos resultados muy interesantes para entender cuáles son las estrategias que deben seguir los partidos para superar la crisis política. En apenas seis meses, los españoles castigaron a los dos partidos que señalé como principales responsables de la repetición electoral: Ciudadanos y PSOE. El primero pasó de haber logrado más de cuatro millones de votos a conformarse con poco más de un millón y medio y 13 escaños. Con un resultado así, Rivera solo podía dimitir. Su fracaso era clarísimo, la torpeza, mayúscula. Me resulta muy difícil entender cómo no se dio cuenta de que su estrategia de fiarlo todo a un acuerdo PSOE-Podemos y erigirse en líder de la oposición era un triple salto mortal sin red. El PSOE, que confiaba en aumentar sus apoyos y poder elegir socio de gobierno en una posición ventajosa, perdió setecientos mil votos y se quedó en 120 escaños. El hundimiento de Ciudadanos sólo le dejaba al PSOE la posibilidad de intentar una improbable gran coalición con un PP que salía reforzado, o lo que finalmente aconteció: un gobierno de coalición con Podemos apoyado por nacionalistas vascos, independentistas catalanes y otras fuerzas minoritarias. El resultado de Podemos, que sumó más de doscientos mil nuevos votantes -pese a que a estas elecciones concurría Errejón con Mas País- y obtuvo 35 escaños propició que Sánchez tuviera claro desde esa misma noche que su supervivencia política -que es lo único que le importa- pasaba por el apoyo de Podemos. Poco importa lo que hubiera dicho o callado en la campaña electoral, iba a hacer lo necesario para ser investido. Lo logró y España tiene un gobierno de izquierda cuya acción política amenaza con romper los grandes acuerdos de la Transición -modelo de Estado, reconciliación nacional sin vencedores ni vencidos y hasta la propia monarquía-, y la propia ortodoxia económica de la Unión Europea si finalmente se impone Iglesias a Calviño. 

PP, Podemos y, sobre todo, Vox aumentaron sus apoyos. El PP recuperó setecientos mil votos que le valieron aumentar en 23 escaños sus apoyos hasta los 89. Su posición como alternativa al PSOE quedaba fuera de duda y suponía un alivio para Casado. Vox lograba más de tres millones y medio de votos -más de los obtenidos por Podemos- y 52 escaños. La subida de Vox y del PP hace pensar que el votante de Ciudadanos se refugió en estos partidos que en ningún caso estaban dispuestos a facilitar a Sánchez la formación de un gobierno. ¿Cómo se explica, pues, el hundimiento de Ciudadanos? ¿Es plausible pensar que sus votantes desearan que Ciudadanos cumpliera una función de “bisagra” cuando luego apoyaban a partidos que en ningún caso iban a desempeñar una función transversal? No es fácil responder a esta pregunta, pero es importante hacer un esfuerzo por comprender qué ha pasado. Para el votante de Ciudadanos la defensa de la nación y la oposición al nacionalismo es esencial, al igual que en su día para UPyD. Su posición inequívoca en este punto le valió crecer a costa del PP. Es razonable pensar que, en vista de la inutilidad de la posición política de Rivera -cuyos 57 escaños no sirvieron para nada- muchos votantes, ante la gravedad de los desafíos que el independentismo catalán estaba planteando decidieran que podía resultar más útil reflejar su profundo malestar votando a Vox, un partido que en la defensa de la nación española estaba abogando incluso por la desaparición de las comunidades autónomas, al margen de una beligerancia radical contra el independentismo. Otra parte de los votantes de Ciudadanos pensarían que ante el riesgo de que Sánchez pactara con Podemos y no con Ciudadanos lo más útil era agrupar el voto de centro-derecha en el PP, lo cual explica el ascenso de este partido. Tampoco hay que descartar que otra parte de los votos de Ciudadanos se fueran a la abstención. Lo que parece fuera de duda es que no se fueron al PSOE. A la vista de este panorama, ¿cuál puede ser el camino para superar la crisis política retornando a la concordia y a la estabilidad política? 

Responder a esta pregunta exige no perderse en ensoñaciones que confundan los deseos con la realidad, y tener muy claro si lo que se pretende es superar la crisis política o simplemente desbancar a Sánchez del poder. Es verdad que puede parecer que la crisis sólo se superará si Sánchez es derrotado, pero no hay garantía de que el PSOE se vea libre de seguir escorado a la izquierda más radical y dispuesto a pactos de más que dudosa constitucionalidad con los independentistas. En cualquier caso, desbancar a Sánchez del poder sería bueno para España. Ahora bien, ¿qué posibilidades hay de que eso suceda en el actual contexto político? 

Hemos visto que en abril de 2019 Ciudadanos, PP y Vox superaron los once millones de votos y obtuvieron 147 escaños, es decir, se quedaron a 29 de la mayoría absoluta. Es evidente que el centro-derecha dividido en tres partidos muy difícilmente reproducirá en el conjunto de la nación el éxito de Andalucía. El sistema electoral lo dificulta enormemente. Mientras no haya cambios en ese espacio electoral Sánchez puede seguir durmiendo tranquilamente en la Moncloa. ¿Cuáles podrían ser esos cambios? La coalición electoral PP-Ciudadanos aglutinaría a bastantes votantes del centro-derecha y mejoraría sus resultados. Habría que ver si resulta atractiva para el votante de derechas que se ha ido a Vox, pero que puede darse cuenta de que si no se agrupa el voto no hay alternativa a Sánchez. Es una opción interesante, pero mientras Vox tenga una intención de voto superior al 10% no garantiza la victoria y, por otra parte, tiene un elevado coste: la desaparición de Ciudadanos como partido independiente capaz de desempeñar una función de “bisagra”. Si dicha coalición saliera adelante lo más probable es que fortaleciera al PP y diluyera a Ciudadanos. El otro camino es una coalición entre PP y Vox. No veo ninguna posibilidad de que esto se produzca con el actual discurso de Vox. Esa coalición terminaría por desdibujar el mensaje del PP, que se vería absorbido por Vox. Muchos votantes del PP que se consideran centristas abandonarían este partido. 

Pero si el castigo de los ciudadanos a las políticas del PSOE-Podemos llegara a tal extremo que se diera un triunfo del centro-derecha deberíamos preguntarnos si ello supondría el fin de la crisis política. Es razonable pensar que en el PSOE habría movimientos que advertirían de que la derrota se debe a su coalición con Podemos y a los pactos con los independentistas. Ahora bien, si en un futuro el nuevo PSOE volviera a ganar las elecciones con un discurso moderado, pero no pudiera sumar suficientes apoyos para gobernar, probablemente necesitaría de nuevo pactar con los partidos minoritarios de izquierda y con los nacionalistas, a no ser que ya se hubiera abierto paso la convicción de que es necesario ensayar un pacto transversal entre PP y PSOE que desgraciadamente hoy es una utopía. No siendo sensato contemplar dicha hipótesis, sin Ciudadanos es muy complicado que el PSOE realice una política distinta porque sus opciones para gobernar son la gran coalición con el PP o el apoyo de partidos radicales. Además, la presencia de un partido como Ciudadanos puede que haga pensar en el PSOE que su radicalización puede tener un coste electoral por la fuga de votantes a Ciudadanos y no solo a la abstención. El trasvase de votos entre PSOE y PP parece mucho menos probable. 

Por consiguiente, me parece que la solución más plausible para superar la crisis política es una rectificación del PSOE que renueve la concordia de la Transición y termine arrinconando a Podemos. Para lograr este objetivo el hundimiento de Ciudadanos sería la peor noticia para España. Es fundamental que este partido se presente como una propuesta de centro -liberal o progresista- capaz de llegar a acuerdos con el PSOE y el con el PP, un partido comprometido con la defensa de la nación y de la igualdad entre españoles que quizá resulte atractivo para votantes socialistas, justo la esperanza que albergaba yo con la llegada de UPyD. Esta parece ser la estrategia que está emprendiendo la actual líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas. Se ha abierto a pactar los presupuestos y otras políticas con el gobierno, lo cual siempre será mejor para los españoles que someterse al chantaje de ERC.  Sin embargo, en algunos medios de comunicación de la derecha esto se ve como un error, en el propio partido muchos han dimitido y criticado esta estrategia de dar oxígeno a Sánchez. Creen que Ciudadanos por ese camino desaparecerá e incluso me ha parecido leer que algún antiguo dirigente lamentaba que el partido pudiera terminar convirtiéndose en una “bisagra” cuando es justo lo mejor que podría sucederle al partido y a España. 

Quizá en Ciudadanos algunos desconfíen de esa estrategia al ver que el electorado castigó el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos en las elecciones de 2015. No es comparable la situación de 2015 con la que se produjo en abril de 2019. En 2015 el partido más votado fue el PP de Rajoy, que obtuvo 123 diputados. El pacto entre el PSOE y Ciudadanos, al margen de no sumar una mayoría suficiente para gobernar (130 escaños), posiblemente fue visto por la opinión pública como una maniobra de dos partidos perdedores para desbancar al ganador de las elecciones. Aunque no me sorprendió en absoluto que el PP mejorara sus resultados, mi lectura de lo acontecido era muy distinta y creo que el pueblo español se equivocó al castigar a Ciudadanos en las siguientes elecciones. Sólo unas líneas para explicar la razón antes de continuar con el análisis. Tras su pírrico triunfo electoral, Rajoy se instaló en la pasividad, como ha sido frecuente en su comportamiento político. No buscó un acuerdo con Ciudadanos. Su mensaje simplemente fue que debía dejarse gobernar al partido más votado, como siempre había sucedido. Así había sido, en efecto, en 1993, 1996, 2004 y 2008. Rajoy seguía anclado en esa visión política sin admitir que habíamos entrado en una nueva situación. Probablemente muchos ciudadanos pensaban lo mismo y sintonizaron con el sencillo -más bien simplista- mensaje de Rajoy. No valoraron en absoluto que en la nueva etapa que se abría iba a ser fundamental la capacidad de los partidos para llegar a acuerdos con los adversarios políticos, algo que hoy sí se percibe con claridad. PSOE y Ciudadanos demostraron que tenían capacidad para entenderse y sumaban 130 diputados, más que los 123 diputados del PP. En mi opinión, al no haber sido capaz de lograr el apoyo de Ciudadanos, el PP debía haberse abstenido dejando gobernar al PSOE y a Ciudadanos, que sí habían sido capaces de pactar.  

La situación en abril de 2019 era muy distinta. En estos comicios el partido más votado había sido el PSOE y, por consiguiente, el apoyo que le hubiera dado Ciudadanos se hubiera interpretado en clave de facilitar la gobernabilidad de la nación. Otro tanto sucedería si Ciudadanos se aviene a pactar con el PSOE actualmente. ¿Le está dando Arrimadas oxígeno a Sánchez o más bien contribuye a evitar que se vea obligado a pactar con independentistas y a ceder a las presiones de sus compañeros podemitas de coalición? Quizá muchos piensen que Ciudadanos no debería seguir ese camino y forzar que Sánchez rectifique o pague en las urnas el haber pactado con podemitas e independentistas. Sí, sería muy deseable y justo que Sánchez fuera castigado en las urnas, y probablemente reciba cierto castigo, pero no parece probable pensar en su hundimiento electoral. No hay que olvidar que Sánchez es presidente del gobierno con uno de los peores resultados de la historia electoral del PSOE desde la Transición, y que jamás un presidente ha sido investido con menos diputados de su propio partido, tan solo 120 escaños tiene el PSOE. Y ni siquiera menciono el control de los principales medios de comunicación. 

Plantear que votar a Ciudadanos es la mejor opción para superar la crisis política y nacional que vivimos puede parecer una postura resignada y entreguista. Se asume que Ciudadanos, PP y Vox no suman y por ello no hay otra opción que encaminar a Sánchez hacia la moderación. Es verdad que el PSOE puede recibir un castigo tan importante que quizá no bastaría con el apoyo de Ciudadanos, que probablemente tampoco tendrá un buen resultado electoral. Por supuesto, todo está muy abierto, pero hay algunas cosas que parecen bastante claras. La crisis nacional que vivimos no puede superarse con una polarización política que cada vez se identifique más con las dos Españas. El frentismo se basa en derrotar al adversario y así es imposible el regreso a la concordia. El objetivo, insisto en ello, no es tanto derrotar a Sánchez como recuperar al PSOE de la Transición y de Felipe González, figura que podemitas, nacionalistas e independentistas han puesto en la diana con toda la intención. Solo hay dos formas de acabar con el frentismo. O el PSOE y el PP se entienden o, dado que el PP no se ha movido del respeto escrupuloso al orden constitucional, se debe contar con un partido nacional que pueda desempeñar el papel de bisagra, no solo para pactar con el PSOE (con el PP será difícil mientras Vox siga en escena), sino para recibir los votos de los votantes desencantados del PSOE por sus cesiones ante nacionalistas y ante el revanchismo podemita respecto a la historia reciente de España. Ese partido a día de hoy solo puede ser Ciudadanos. Ojalá la nueva estrategia de Arrimadas le ayude rectificar el funesto “error Rivera”. 

Hasta aquí el análisis y su conclusión. Solo una reflexión más a modo de epílogo. Vox es una bendición para el PSOE, y lo peor paradójicamente es que tienen un magnífico líder. Abascal es un buen parlamentario, un líder aureolado de dignidad que convence a muchos votantes de derecha. Ante el freno que el sistema electoral representa para los tres partidos de centro-derecha, la única opción de Vox para derrotar al PSOE pasa por hundir al PP y convertirse en el partido hegemónico de la derecha. Esto es muy complicado mientras no modere su discurso. Ni el PP es UCD, ni Vox se asemeja a Alianza Popular, ni las circunstancias actuales son las del año 1982. Cualquier ciudadano preocupado por la deriva de Sánchez en el poder con ayuda de podemitas e independentistas debería reflexionar y preguntarse a qué conduce votar a Vox. Los líderes de Vox presentan su partido como una herramienta al servicio de España, y es posible que lo crean con la máxima sinceridad, pero es una opción política que sólo beneficia a Sánchez, de ahí que los medios de izquierda y el propio PSOE estén encantados con su consolidación. No dudo de la legitimidad de las propuestas de Vox, y comprendo la reacción visceral que a muchos votantes les lleva a votarles y a saborear su ascenso como una prueba palpable de la vitalidad de la nación. Sin embargo, la cruda realidad de nuestro sistema electoral es clara: Vox beneficia a los intereses electorales del PSOE.