Cuando estudiaba literatura en el colegio solía citarse a Vicente Blasco Ibáñez como uno de los principales representantes del “naturalismo”, una corriente surgida del realismo literario de la segunda mitad del siglo XIX centrada en reflejar fielmente los aspectos más sórdidos de la realidad cotidiana. Ahí se enmarcan novelas como, por ejemplo, “Cañas y barro”, “La barraca”, “Flor de mayo” –he leído las tres, y las dos primeras me parecen excelentes- y “Arroz y Tartana”. No había leído, sin embargo, la novela que le encumbró a nivel mundial, le convirtió en candidato al Nobel, e hizo de él un hombre rico y un personaje muy popular en los Estados Unidos. Me refiero a “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, que acabo de terminar de leer, y en la que Blasco Ibáñez nos muestra que es mucho más que un escritor naturalista.
Es una novela escrita en París durante la Primera Guerra Mundial y centrada en este acontecimiento histórico. Como conocía su talento literario, no me ha sorprendido lo bien construida que está la novela, la calidad de su prosa y, en especial, la magistral forma que tiene de describir. Me ha llamado la atención, y por eso escribo esta entrada, la caracterización que ofrece de Alemania y de los alemanes. Blasco Ibáñez identifica unos rasgos del carácter alemán y, sobre todo, unas teorías ampliamente difundidas entre los alemanes que solíamos pensar que tuvieron su origen con la llegada del nacionalsocialismo. Es realmente sorprendente, y para mostrárselo con mayor claridad voy a citar algunos pasajes de la novela. El encuentro de Julio Desnoyers y su amigo Argensola con el primo alemán de Desnoyers es quizá la escena en la que mejor refleja el autor la opinión que los alemanes tenían de sí mismos y de los demás pueblos.
“Con la seguridad de un catedrático que no espera ser refutado por sus oyentes, explicó la superioridad de la raza germánica. Los hombres estaban divididos en dos grupos: dolicocéfalos y braquicéfalos, según la conformidad de su cráneo. Otra distinción científica los repartía en hombres de cabellos rubios o de cabellos negros. Los dolicocéfalos representaban pureza de raza, mentalidad superior. Los braquicéfalos eran mestizos, con todos los estigmas de la degeneración. El germano, dolicocéfalo por excelencia, era el único heredero de los primitivos arios”.
“Pero aunque la raza germánica no sea pura, es la menos impura de todas, y a ella corresponde el gobierno del mundo”.
“El nobilísimo germano pone por encima de todo el orden y la fuerza. Elegido por la Naturaleza para mandar a las razas eunucos, posee todas las virtudes que distinguen a los jefes”.
“Nosotros representamos la aristocracia de la Humanidad, la sal de la Tierra, como dijo nuestro Guillermo”.
“La fuerza señora del mundo es la que crea el derecho, la que impondrá nuestra civilización, única verdadera. Nuestros ejércitos son los representantes de nuestra cultura, y en unas cuantas semanas librarán al mundo de su decadencia céltica, rejuveneciéndolo”.
“Los historiadores y filósofos, discípulos de Treitsche, iban a encargarse de forjar los derechos que justificasen esta dominación mundial. Y Lamprecht, el historiador psicológico, lanzaba, como los otros profesores, el credo de la superioridad absoluta de la raza germánica. Era justo que dominase al mundo, ya que ella sola dispone de la fuerza. Esta germanización telúrica resultaría de inmensos beneficios para los hombres. La Tierra iba a ser feliz bajo la dominación de un pueblo nacido para amo”.
De no ser por la referencia a los pueblos celtas, alguien pensaría que quien escribe es Hitler, ¿no les parece? Por cierto, he subrayado esa frase porque a veces pienso que la jefa Merkel sigue instalada en la creencia de que lo mejor sería una Unión Europea que siga fielmente las directrices de Alemania. Ramalazos de lo que Ortega denominaba el “furor teutonicus”.