Acabo de terminar de leer el libro “Franco, mi padre”, de Jesús Palacios y Stanley G. Payne, en el que se recoge el testimonio de Carmen Franco, la hija del caudillo, y se examina la figura de Franco, según los autores, la última gran figura del tradicionalismo español y el artífice de la mayor modernización vivida por España en toda su historia. Últimamente está apareciendo bibliografía que examina la figura de Franco con mayor ecuanimidad, y no estoy lejos de coincidir con Fraga en que en los próximos años veremos cada vez con mayor frecuencia como surgen voces en el ámbito público que valoran positivamente muchos aspectos de su figura y de su obra, sin que por ello se niegue u obvie lo negativo.
Cuenta Carmen Franco que cuando su padre viajó desde su Galicia natal a Madrid quedó impresionado por la extrema sequedad de Castilla. Es sabido que Franco se empeñó en poner en marcha grandes obras hidráulicas –los famosos pantanos del caudillo- para paliar este grave problema nacional. Quizá quede en un segundo plano, pero durante el franquismo también se realizó un importante esfuerzo reforestador. Mi padre me lo comentó en más de una ocasión cuando viajábamos en coche. Me decía que toda esa zona que veía por la ventanilla se reforestó en tiempos de Franco. Su hija confirma, como no podía ser de otra forma, la obsesión de su padre por reforestar España y combatir esa imagen de gran páramo que tanto le había impresionado. Pero el dato es en esta ocasión ilustrado con un detalle revelador de un determinado carácter. Franco recorría España normalmente en coche –el avión no le gustaba demasiado a su esposa-, y en esos viajes llevaba un cuaderno rojo en el que apuntaba las zonas peladas que iba encontrando. Luego preguntaba si esas tierras eran de alguien, y si no eran propiedad privada ordenaba que plantaran árboles. Me ha llamado la atención este comportamiento porque es propio de alguien verdaderamente preocupado por la cosa pública. No viaja por España pensando sólo adónde va y lo que tiene que hacer, sino que el viaje se convierte en una oportunidad para auscultar España sobre el terreno y poner remedio a uno de sus problemas.
Hoy los altos cargos políticos –me consta de muchos de ellos- recorren las carreteras españolas a toda velocidad mientras hablan por el móvil, organizan su agenda, repasan su discurso, etc., sin prestar la menor atención al paisaje. A mí me pasa como a Franco. Soy incapaz de viajar en autobús, en tren o en avión sin observar continuamente el paisaje para tomar nota de todo: el estado de las casas, la suciedad, la vegetación, el sentido estético que predomina, la orografía, etc. Si fuera gobernante tomaría nota de todo y procuraría buscar soluciones, lógicamente en la medida de mis posibilidades. Y es que un gobernante que no mira la realidad que le rodea con vistas a mejorarla no es un verdadero gobernante. Como decía cierto alcalde de Nueva York: “si un gorrión se muere en Central Park, me siento responsable”.
Cuenta Carmen Franco que cuando su padre viajó desde su Galicia natal a Madrid quedó impresionado por la extrema sequedad de Castilla. Es sabido que Franco se empeñó en poner en marcha grandes obras hidráulicas –los famosos pantanos del caudillo- para paliar este grave problema nacional. Quizá quede en un segundo plano, pero durante el franquismo también se realizó un importante esfuerzo reforestador. Mi padre me lo comentó en más de una ocasión cuando viajábamos en coche. Me decía que toda esa zona que veía por la ventanilla se reforestó en tiempos de Franco. Su hija confirma, como no podía ser de otra forma, la obsesión de su padre por reforestar España y combatir esa imagen de gran páramo que tanto le había impresionado. Pero el dato es en esta ocasión ilustrado con un detalle revelador de un determinado carácter. Franco recorría España normalmente en coche –el avión no le gustaba demasiado a su esposa-, y en esos viajes llevaba un cuaderno rojo en el que apuntaba las zonas peladas que iba encontrando. Luego preguntaba si esas tierras eran de alguien, y si no eran propiedad privada ordenaba que plantaran árboles. Me ha llamado la atención este comportamiento porque es propio de alguien verdaderamente preocupado por la cosa pública. No viaja por España pensando sólo adónde va y lo que tiene que hacer, sino que el viaje se convierte en una oportunidad para auscultar España sobre el terreno y poner remedio a uno de sus problemas.
Hoy los altos cargos políticos –me consta de muchos de ellos- recorren las carreteras españolas a toda velocidad mientras hablan por el móvil, organizan su agenda, repasan su discurso, etc., sin prestar la menor atención al paisaje. A mí me pasa como a Franco. Soy incapaz de viajar en autobús, en tren o en avión sin observar continuamente el paisaje para tomar nota de todo: el estado de las casas, la suciedad, la vegetación, el sentido estético que predomina, la orografía, etc. Si fuera gobernante tomaría nota de todo y procuraría buscar soluciones, lógicamente en la medida de mis posibilidades. Y es que un gobernante que no mira la realidad que le rodea con vistas a mejorarla no es un verdadero gobernante. Como decía cierto alcalde de Nueva York: “si un gorrión se muere en Central Park, me siento responsable”.