lunes, 19 de enero de 2015

La amenaza terrorista y la restricción de los derechos fundamentales

Los atentados yihadistas de París han demostrado que el terrorismo promovido por el califato islamista constituye una amenaza real, lo cual ha provocado que se vuelva a hablar de la necesidad de restringir algunos derechos fundamentales para garantizar la seguridad. Tengo la impresión de que en estos momentos la mayoría de los ciudadanos admitiría de buen grado esas restricciones. 

Sin duda hay situaciones excepcionales que pueden exigir la suspensión de algunos derechos fundamentales, tal como prevé nuestra Constitución, pero más allá de estos casos me parece que hay que ser muy cauto antes de admitir restricciones que, si se producen, no lo olvidemos, ya suponen un triunfo de los enemigos de la libertad. Mi postura, por consiguiente, es contraria a esta solución. Pero precisamente por mantener esta tesis es muy importante no confundir algunas medidas perfectamente lícitas con otras que sí son restrictivas. Digo esto pensando en dos situaciones que se han comentado estos días y que pasan en ambos casos por restricciones cuando existe una diferencia notable entre ellas. Me refiero a incrementar los controles a los pasajeros en los aeropuertos y a tener acceso a las comunicaciones privadas que se producen en aplicaciones como whatsapp.

Suele verse la exhaustiva revisión de los equipajes o incluso los cacheos que nos realizan en los aeropuertos como una restricción perfectamente justificada de nuestro derecho a la intimidad en aras a la seguridad. Explicar por qué no me parece apropiado hablar de “restricción” en estos casos exigiría entrar en cuestiones demasiado prolijas. Me limitaré a ofrecer una argumentación breve y espero que sencilla para explicar por qué no se trata de una restricción propiamente, sino de una situación que demanda una regulación que, en efecto, puede ser restrictiva, aunque esto último resulte paradójico.

El derecho a la intimidad responde a la finalidad de preservar del conocimiento ajeno todo aquello que es íntimo, la propia intimidad relacionada con nuestro cuerpo, así como datos, acontecimientos o acciones que quepa reputar íntimos. Nada que afecte sustancialmente a otras personas puede considerarse íntimo. Habría que aclarar cuándo la afectación es “sustancial”, pero hay casos que están fuera de toda duda. En las circunstancias actuales, es evidente que viajar en avión o en otros medios de transporte no puede calificarse de una acción íntima, dado que dicho viaje se realiza con otras personas a las que puede afectar nuestro comportamiento en el vuelo. Lo relevante es garantizar que no somos un peligro para los demás y que los demás no lo son para nosotros. Por tanto, las acciones tendentes a aclarar esa circunstancia de una forma diligente no creo que puedan verse como restricciones del derecho a la intimidad. Centrarse en el momento del cacheo y verlo como una invasión de la intimidad es no comprender que nos movemos por el mundo relacionándonos con otras personas, y que dichas relaciones condicionan lo que razonablemente se puede exigir de nosotros. El cacheo o cualquier otro control no es una invasión de nuestra intimidad si responde a la finalidad de asegurar que no portamos ningún objeto o sustancia que constituya una amenaza para el resto de pasajeros, porque, insisto, volar en avión con otras personas no es una acción íntima. Es decir, no tenemos derecho a pretender que nadie conozca lo que queremos meter en un avión. La regulación, sin embargo, sí puede resultar restrictiva si no se orienta a la finalidad de garantizar que no somos una amenaza o se realiza con manifiesto abuso. 

Comprendo que puede parecer que en la práctica no hay diferencia entre lo que acabo de afirmar y decir que un cacheo es una invasión perfectamente justificada de la intimidad. Pero si la cuestión se examina detenidamente, admitir la restricción como posible y entrar en el terreno de la mayor o menor justificación, al margen de otras cuestiones teóricas en las que no me quiero detener, creo que implica mayor riesgo de relativización de los derechos fundamentales. Y algo más: dar por buenas las restricciones puede conducir a cierta pereza mental al centrarse el objetivo de la argumentación en la justificación de la medida restrictiva, mientras que lo que propongo implica la necesidad de un esfuerzo de comprensión global de cada situación en la que se integra o puede discutirse si se integra el ejercicio de los derechos fundamentales. 

Completamente distinto es el caso de conocer las conversaciones que tienen lugar a través de whatsapp o medidas similares. Una conversación telefónica o un chat son acciones íntimas o cuando menos privadas. Claro que conocer todo lo que se habla puede contribuir a garantizar la seguridad, pero la restricción del derecho a la intimidad me parece indiscutible en este caso y, por tanto, criticable, salvo que haya indicios de criminalidad que justifiquen unas escuchas, lo cual nos sitúa en un terreno distinto, pues en estos casos hay razones fundadas para sostener que alguien está, más que ejerciendo su derecho fundamental, utilizándolo como instrumento para el crimen, pervirtiendo su finalidad.

Hay que combatir a los terroristas, y se me ocurren diversas medidas para ello que no tienen por qué afectar a los derechos fundamentales. Pienso, por ejemplo, en reforzar las labores de inteligencia, mejorar los cuerpos y fuerzas de seguridad, revisar delitos y penas, o repensar las formas de adquisición y pérdida de la nacionalidad. También me parece muy importante revisar la regulación del ejercicio de diversos derechos fundamentales para cohonestar su finalidad con la propia de aquellas situaciones en las que se desarrolla su ejercicio. Todo ello antes que abrir la puerta a que se restrinjan los derechos fundamentales y ganen los terroristas.

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