La derrota de Obama en las legislativas ha hecho que se preste atención a la situación política estadounidense, y en especial al “Tea Party”. Al margen de sus reivindicaciones, se destaca el vigor de una sociedad que es capaz de poner en marcha este tipo de movimientos cívicos, lo cual contrasta con la atonía que muchos observan en la sociedad española. Es ciertamente alarmante la falta de espíritu crítico y la respuesta cachazuda de los españoles ante situaciones y medidas que deberían galvanizarla. Pero, ¿hasta qué punto se puede responsabilizar de ello a la sociedad española?
En el capítulo final del libro “La transición a la democracia”, su autor, Javier Tusell, realiza una reflexión sobre la democracia española que comparto plenamente. Tras destacar el consenso que presidió la transición, Tusell observa que dicho consenso fue un logro de la clase política, y se practicó “desde arriba”, es decir, “lo que ha sucedido es que la movilización popular ha sido limitada y aun decreciente. Es cierto que se han evitado los temas conflictivos, pero, de esa manera, si se ha dado estabilidad a la política nacional, también se la ha privado del componente popular que una democracia debe tener siempre. Una movilización política escasa siempre será un inconveniente grave en un sistema democrático”. Y, más adelante, añade otro defecto de la democracia española: “El afán de la clase política por lograr una democracia estable se tradujo en una serie de medidas cautelares que creaban una especie de tutela sobre la ciudadanía española. En toda la obra legislativa de la transición, especialmente en aquella a la que se llegó mediante consenso, se aprecia un temor a la repetición de la experiencia de la guerra civil. De aquí que el régimen parlamentario, la ley electoral, la estabilidad gubernamental, la vida interna de los partidos o las relaciones entre los poderes permanezcan encorsetados en unas fórmulas que todavía contribuyen a alejar más de la savia popular a un sistema político que la necesita. Un cuarto de siglo después de la aprobación de la Constitución, el peligro de la democracia española era mucho más el cáncer del escepticismo que el infarto de un golpe de Estado”.
No puedo estar más de acuerdo. La dificultad para intervenir directamente en la vida política, que efectivamente nos ha privado de una verdadera democracia de calidad, está generando un profundo desencanto entre los ciudadanos, y ha favorecido su alejamiento de la política. Criticar la atonía de la sociedad española es en cierta medida injusto porque desde la transición ha visto obturada la posibilidad de cambiar efectivamente el rumbo de la política. A la sociedad española sólo le queda la posibilidad de reaccionar con espasmos de rabia, como sucedió con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Y es curioso comprobar que estos espasmos apenas se producen, a diferencia de lo que sucede con nuestros vecinos franceses que ya ven cómo han reaccionado cuando les han insinuado que se iban a jubilar a los 65 años. La sociedad española a lo largo de la historia ha sido bastante más sensata que sus políticos, y lo mismo cabría decir en la actualidad. ¿Acaso la mayoría de los españoles aceptamos de buen grado la desigualdad que está provocando el desarrollo del Estado de las Autonomías? Evidentemente no, pero, como vengo señalando en el blog, no hay forma de que se respete la voluntad de la mayoría cuando gobernantes carentes de escrúpulos y patriotismo son capaces de sacrificar el interés general para asegurarse el poder. La sociedad española está desmoralizada en sentido riguroso, ha perdido valores y capacidad crítica, pero también hay que reconocer que su atonía se debe en buena medida a que la hipertrofia estatal y, sobre todo, el secuestro de la democracia por los partidos políticos desalienta iniciativas ciudadanas encaminadas a lograr un cambio político al estilo del "Tea Party" de EE.UU.