El viernes vi parte del programa de Intereconomía “Lágrimas en la lluvia” dedicado a la educación. La película elegida para introducir el tema fue “El club de los poetas muertos” (Dead poets society), de Peter Weir. Los invitados al programa comenzaron valorando la película, y en especial la figura de Mr. Keating, el protagonista, un profesor de literatura de un colegio de élite estadounidense que utiliza unos métodos de enseñanza poco habituales que sorprenden a los alumnos y suscitan recelos en la dirección del centro. Keating centra sus enseñanzas en la poesía y se esfuerza sobre todo por transmitirles que ésta es sentimiento, y que ese sentimiento se nutre de un intenso amor por la vida. De ahí que les anime a abrirse a diferentes puntos de vista, descubrir su propia vocación, y aprovechar cada instante de su vida al máximo. Todos los contertulios fueron muy duros con la figura de Keating, coincidiendo en señalar que transmite a sus alumnos un vitalismo huero que no contribuye positivamente a su educación. Pienso, sin embargo, que es injusto cebarse con Keating. “Dead poets society” no propone un modelo educativo, sino que narra una historia en la que Keating cumple la finalidad de animar a los estudiantes a decidir por sí mismos, en claro contraste con un ambiente dominado por la voluntad de los padres de encauzar rígidamente el futuro de sus hijos. Esa tensión se desborda en el personaje de Neil Perry, quien incapaz de liberarse de la tiranía de su padre, obsesionado con que vaya a Harvard a estudiar Medicina, decide suicidarse.
Dejemos, pues, tranquilo a Mr. Keating y centrémonos en la gran pregunta que presidía el programa de anoche. ¿Qué significa educar? Les ruego que reflexionen sobre el asunto unos minutos. Se trata de una pregunta decisiva que como padre y profesor me interesa particularmente. En los aproximadamente cuarenta minutos que aguanté despierto escuchando la tertulia no hallé ninguna respuesta satisfactoria. Se daba vueltas sobre el asunto sin ser capaz de dar en el blanco. No sé si seré capaz de acertar, pero al menos voy a intentarlo.
Yo diría que educar es enseñar a ser feliz como alguien virtuoso busca la felicidad. Quizá sorprenda que relacione educación y felicidad, especialmente cuando el mensaje ilustrado según el cual cada persona tiene derecho a buscar la felicidad a su modo ha calado tan hondo. Sé que esta tesis puede parecer intolerablemente paternalista, pero nadie puede educar sin querer bien al educando, y el mayor bien que se puede desear para él es que sea feliz. Ciertamente sólo se puede alcanzar la felicidad desde la libertad, y yerra absolutamente quien pretenda no sólo mostrar el camino de la felicidad, sino forzar a transitarlo, pero me parece fundamental insistir en que el verdadero fin de la educación es la felicidad del educando. Por esta razón creo que todo aquel que no sepa qué es la felicidad y cuál es el camino que a ella conduce difícilmente será un buen educador.
La segunda parte de mi tesis es igualmente arriesgada y quizá todavía más exigente. Presupone el convencimiento de que se puede enseñar a ser feliz, y de que hay un modo adecuado de serlo. Creo que puede afirmarse que la verdadera felicidad es fruto de determinadas acciones, así como de cierta actitud vital (véase el post que escribí sobre la felicidad). La felicidad no puede diluirse en el relativismo, pese a que lógicamente haya que admitir que alguien pueda sentirse feliz incluso cometiendo una acción perversa. Con su extraordinaria lucidez Aristóteles afirmó: “La virtud moral, en efecto, tiene que ver con los placeres y dolores, porque por causa del placer hacemos lo malo y por causa del dolor nos apartamos del bien. De ahí la necesidad de haber sido educado de cierto modo ya desde jóvenes, como dice Platón, para poder complacerse y dolerse como es debido; en esto consiste, en efecto, la buena educación”. Cualquiera que se enfrente a la tarea de educar debería grabar a fuego estas palabras de Aristóteles. Educar bien exige precisamente ser capaz de encauzar sanamente los afectos del educando para que se alegre y se contriste según lo propio de alguien virtuoso. ¿Cómo se logra esto? He ahí el quid de la cuestión. Mi respuesta: En primer lugar, observando siempre una conducta ejemplar que sirva al educando de modelo a imitar, de tal forma que en ella pueda identificar las diferentes virtudes que adornan una personalidad bien formada. En segundo lugar, respetando la verdad y haciendo que el educando la respete, de tal manera que habrá que decirle sí cuando es sí y no cuando es no. En dos palabras: ser capaz de felicitarle y corregirle. En tercer lugar, proporcionando al educando los conocimientos necesarios para poder comprender la realidad circundante, y fomentando en él el hábito de actuar bien, es decir, virtuosamente. Esta sería, en síntesis, mi respuesta a la cuestión planteada.