A los
pocos días del último post parece que el movimiento estratégico de Ciudadanos está
teniendo alguna consecuencia. Se publican rumores de que el gobierno se halla
dividido entre los que quieren continuar contando con los apoyos de los grupos
que facilitaron la investidura, y los que se abren a pactar con Ciudadanos los presupuestos
para mantener la senda de la ortodoxia que representa Calviño. Por otra parte, parece
que se están abriendo puentes entre el gobierno y el PP. La intervención
conciliadora de Ana Pastor en el Congreso dirigiéndose a Illa así lo confirma, al igual que el apoyo del PP al decreto de nueva normalidad. Entiendo a Sosa Wagner
cuando hace unos días declaraba en una entrevista la enorme decepción que le
produjo la inutilidad de Albert Rivera. Es fundamental que PP y PSOE regresen a
la concordia, a pensar en el interés de España, y si Ciudadanos contribuye a
ello demostrará que es un partido útil e incluso necesario.
martes, 30 de junio de 2020
jueves, 25 de junio de 2020
La crisis política española: causas y vías de solución
Como si de un temerario capitán
de submarino se tratara, Sánchez está llevando nuestra democracia a zona de
aplastamiento, a ese nivel donde las paredes se comban sin que sepamos a
ciencia cierta cuánto serán capaces de aguantar. Son muchos los ejemplos de
cómo estamos forzando las costuras del sistema político nacido de la
Transición. Con un lenguaje que recuerda al de finales de la II República,
Iglesias acusa maliciosamente a Vox de desear un golpe de Estado sin importarle
lo más mínimo que él sea vicepresidente gracias a los golpistas -condenados no
por sus intenciones, sino por sus actos- de ERC. Observamos como se suceden
escándalos políticos que no se saldan con la dimisión de Ábalos -en el caso
Delcy- o de Marlaska -mintiendo en sede parlamentaria sobre el cese de Pérez de
los Cobos-. Cada semana asistimos a las comparecencias televisivas de un
presidente que pretende camuflar su criminal gestión de la crisis del
coronavirus con una bochornosa publicidad institucional mientras presume de
medidas cuyo único mérito consiste en gastar un dinero que nos prestan. A la
evidente politización del Tribunal Supremo, sacándose de la chistera la teoría
de la “ensoñación” para blanquear el golpe del “procés”, es posible que se sume
el Tribunal Constitucional con una próxima renovación que facilite una mutación
constitucional a la medida de los independentistas. La Fiscalía pretende ser
tomada al asalto con el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General del
Estado para que siga la senda gubernamental que ya transita la Abogacía del
Estado. Por si todo esto no fuera suficiente, la monarquía se halla en serios
apuros tras las inquietantes noticias sobre el latrocinio cometido por Juan
Carlos I, y la economía amenaza ruina con un más que probable rescate que exigirá
subir los impuestos y recortes drásticos en una situación de pobreza no vista
en décadas. Incluso la amenaza que representa la “mesa de diálogo” acordada
entre el gobierno y los independentistas llega a parecer un problema
secundario. El panorama es verdaderamente desolador, y todavía se oscurecería
más si examináramos de cerca algunas características de nuestra sociedad. En
este post me centraré en la crisis política exclusivamente, en sus causas y los
posibles caminos para superarla.
Pero Sánchez no se dio por vencido, se presentó a las primarias de su partido y recuperó la Secretaría General en 2017, siendo por tanto líder de la oposición durante el golpe de Estado que dio el independentismo catalán en octubre de aquel año. El regreso de Sánchez supuso un vuelco en la línea que en adelante iba a seguir el PSOE. De haber sido defenestrado pasó a convertirse en presidente del gobierno tras una moción de censura que triunfó merced al apoyo de Podemos, los independentistas catalanes e incluso el PNV que acababa de aprobar los presupuestos de Rajoy. Utilizando como pretexto la sentencia del caso Gürtel, Sánchez llegaba a la Moncloa cuando el PSOE contaba con tan solo 85 diputados, la cifra más baja de su historia. Su debilidad parlamentaria se hizo evidente al ser incapaz aprobar los presupuestos en febrero de 2019 y convocó elecciones para el mes de abril, las primeras que se iban a celebrar después del golpe de Estado asestado por el independentismo catalán. Pero el panorama iba a complicarse todavía más.
En julio de 2018, el PP debía elegir un nuevo líder que sustituyera a Mariano Rajoy. Parecía que la favorita era Soraya Sáenz de Santamaría, una política con experiencia y con una edad semejante a la de Pedro Sánchez. Sin embargo, en el PP se había abierto paso la idea de que en un tiempo en el que se debatían los pilares de nuestra convivencia era necesario un rearme ideológico para afrontar la nueva etapa. Pablo Casado, claramente apoyado por Aznar en la trastienda del partido, realizó un discurso en esa línea y se alzó con la victoria. El relevo generacional en la primera línea de la política seguía adelante. A Pablo Iglesias (n. 1978) y Albert Rivera (n. 1979) se le unía Pablo Casado (n. 1981), políticos nacidos entre 1976 y 1991. A estos se uniría inmediatamente Santiago Abascal (n. 1976) liderando Vox.
El independentismo catalán había aumentado la preocupación de los españoles por la unidad de España. El espíritu de la Transición estaba seriamente cuestionado cuando un partido como Podemos era apoyado por más de tres millones de votantes. Por otra parte, la ideología de género y el ataque a símbolos de la cultura española como la tauromaquia generaba cada vez mayor rechazo en algunos ciudadanos. La discordia que había puesto en marcha Zapatero permitía cuestionar todo aquello que antes parecía sólido e incuestionable. La defensa de la nación española, de su historia y de sus señas tradicionales de identidad, el rechazo del Estado autonómico y la defensa de las fronteras y de una inmigración controlada se tradujo en el surgimiento de Vox, que inmediatamente fue calificado por sus detractores como un partido de ultraderecha populista. En contra de todo pronóstico, Vox alcanzó doce escaños en las elecciones autonómicas andaluzas de diciembre de 2018 y propició un cambio histórico al desbancar (la suma de PP. Ciudadanos y Vox) del poder al PSOE tras más de tres décadas gobernando Andalucía.
Por primera vez desde la época de la Transición cinco partidos de ámbito nacional concurrían a las elecciones de abril de 2019 con la seguridad de que alcanzarían representación parlamentaria. Esta situación por sí misma dejaba en evidencia que nos hallamos inmersos en una crisis política y nacional sin precedentes. El resultado en escaños de estos cinco partidos fue el siguiente: PSOE 123, PP 66, Ciudadanos 57, Podemos 33 y Vox 24. Cualquier ciudadano que hoy reflexione sobre este panorama volverá a pensar que los políticos fracasaron estrepitosamente al no conformar un gobierno y abocar a los españoles a unas nuevas elecciones pocos meses más tarde. A Rivera esa repetición electoral le costó, con toda la razón, la carrera política. Ciudadanos no supo entender la situación política y pecó de ambición queriendo convertirse en el principal partido de la oposición superando al PP. Su orientación hacia el centro liberal ya había dejado claras sus intenciones, y la crisis abierta en el PP con el enfrentamiento entre Casado y Soraya le daba esperanzas. El PP recibió un fuerte castigo: perdió votos de su electorado más conservador que sintonizaba con los claros mensajes de Vox, y su electorado más centrista veía en Rivera un liderazgo más solvente y, quizá, más posibilidades de desbloquear la situación en caso de que fuera necesario pactar. A Ciudadanos le faltaron seis escaños para alcanzar su objetivo, pero Rivera no se dio por vencido, la ambición le cegó y no supo anteponer el interés de la nación al suyo. En lugar de lanzar un mensaje inequívoco de disposición a entablar conversaciones y alcanzar pactos con PP o PSOE, se enrocó en la insensata promesa electoral de no pactar con Sánchez en ningún caso, una cerrazón incomprensible a la vista de los resultados que se habían producido. Era aritméticamente posible un gobierno entre PSOE y Ciudadanos, dos partidos que apenas cuatro años antes habían sido capaces de cerrar un acuerdo de gobierno. Ambos sumaban 180 escaños, una mayoría suficiente para conformar un gobierno que transitara cómodamente una legislatura de cuatro años y pudiera afrontar la tarea de recuperar la concordia rompiendo con una política de coaliciones frentistas. Sólo cuando vio que el PSOE no iba a pactar con Podemos y que la repetición electoral era inevitable Rivera ofreció un pacto a Sánchez, pero ya era tarde, porque también el PSOE estaba instalado en el error.
Rivera no fue el único responsable de la repetición electoral, pero sí el máximo. Es verdad que desde el primer momento Sánchez pareció escuchar a aquellos que le gritaban “¡Con Rivera, no!”, pero la actitud de Rivera le facilitó muchísimo enrocarse en esa posición. El error de Sánchez fue pensar que, al igual que había sucedido en las segundas elecciones celebradas en 2015, que reforzaron al PP de Rajoy, el PSOE aumentaría sus apoyos, sobre todo entre los electores de izquierda que votaron a Podemos. Su estrategia fue lograr la investidura con el apoyo de Podemos, pero con las manos lo suficientemente libres. Iglesias no cedió y ambos aceptaron medir fuerzas en unas nuevas elecciones. También Sánchez pensaba antes en sus intereses que en el bien de España.
Casado también podía haber realizado un movimiento que facilitara la formación de un gobierno, pero en su caso quizá era pedirle demasiado. Es verdad que todos los partidos debían haber priorizado el interés general, pero el resultado le había situado como líder de la oposición y podía interpretar que a Ciudadanos le correspondía desempeñar el papel que ya había intentado representar en 2015. Por otra parte, parecía bastante evidente que una repetición electoral solo podía beneficiarle, como así fue.
Podemos intentó en todo momento formar un gobierno de coalición con el PSOE exigiendo un peso proporcional a las fuerzas de cada partido. Se trataba de una postura lógica y razonable, aunque luego había que dilucidar en qué se traducía ese peso razonable. El PSOE creía que la oferta a Podemos era más que digna, pero Podemos no estuvo de acuerdo, pese a aceptar el veto de Sánchez a que Iglesias fuera vicepresidente. El electorado de izquierdas debería juzgar quién era el mayor responsable de esa falta de acuerdo, y Sánchez creyó erróneamente que su oferta parlamentaria a Podemos dejaría a esta formación en evidencia.
Las elecciones celebradas en noviembre de 2019 dejaron unos resultados muy interesantes para entender cuáles son las estrategias que deben seguir los partidos para superar la crisis política. En apenas seis meses, los españoles castigaron a los dos partidos que señalé como principales responsables de la repetición electoral: Ciudadanos y PSOE. El primero pasó de haber logrado más de cuatro millones de votos a conformarse con poco más de un millón y medio y 13 escaños. Con un resultado así, Rivera solo podía dimitir. Su fracaso era clarísimo, la torpeza, mayúscula. Me resulta muy difícil entender cómo no se dio cuenta de que su estrategia de fiarlo todo a un acuerdo PSOE-Podemos y erigirse en líder de la oposición era un triple salto mortal sin red. El PSOE, que confiaba en aumentar sus apoyos y poder elegir socio de gobierno en una posición ventajosa, perdió setecientos mil votos y se quedó en 120 escaños. El hundimiento de Ciudadanos sólo le dejaba al PSOE la posibilidad de intentar una improbable gran coalición con un PP que salía reforzado, o lo que finalmente aconteció: un gobierno de coalición con Podemos apoyado por nacionalistas vascos, independentistas catalanes y otras fuerzas minoritarias. El resultado de Podemos, que sumó más de doscientos mil nuevos votantes -pese a que a estas elecciones concurría Errejón con Mas País- y obtuvo 35 escaños propició que Sánchez tuviera claro desde esa misma noche que su supervivencia política -que es lo único que le importa- pasaba por el apoyo de Podemos. Poco importa lo que hubiera dicho o callado en la campaña electoral, iba a hacer lo necesario para ser investido. Lo logró y España tiene un gobierno de izquierda cuya acción política amenaza con romper los grandes acuerdos de la Transición -modelo de Estado, reconciliación nacional sin vencedores ni vencidos y hasta la propia monarquía-, y la propia ortodoxia económica de la Unión Europea si finalmente se impone Iglesias a Calviño.
PP, Podemos y, sobre todo, Vox aumentaron sus apoyos. El PP recuperó setecientos mil votos que le valieron aumentar en 23 escaños sus apoyos hasta los 89. Su posición como alternativa al PSOE quedaba fuera de duda y suponía un alivio para Casado. Vox lograba más de tres millones y medio de votos -más de los obtenidos por Podemos- y 52 escaños. La subida de Vox y del PP hace pensar que el votante de Ciudadanos se refugió en estos partidos que en ningún caso estaban dispuestos a facilitar a Sánchez la formación de un gobierno. ¿Cómo se explica, pues, el hundimiento de Ciudadanos? ¿Es plausible pensar que sus votantes desearan que Ciudadanos cumpliera una función de “bisagra” cuando luego apoyaban a partidos que en ningún caso iban a desempeñar una función transversal? No es fácil responder a esta pregunta, pero es importante hacer un esfuerzo por comprender qué ha pasado. Para el votante de Ciudadanos la defensa de la nación y la oposición al nacionalismo es esencial, al igual que en su día para UPyD. Su posición inequívoca en este punto le valió crecer a costa del PP. Es razonable pensar que, en vista de la inutilidad de la posición política de Rivera -cuyos 57 escaños no sirvieron para nada- muchos votantes, ante la gravedad de los desafíos que el independentismo catalán estaba planteando decidieran que podía resultar más útil reflejar su profundo malestar votando a Vox, un partido que en la defensa de la nación española estaba abogando incluso por la desaparición de las comunidades autónomas, al margen de una beligerancia radical contra el independentismo. Otra parte de los votantes de Ciudadanos pensarían que ante el riesgo de que Sánchez pactara con Podemos y no con Ciudadanos lo más útil era agrupar el voto de centro-derecha en el PP, lo cual explica el ascenso de este partido. Tampoco hay que descartar que otra parte de los votos de Ciudadanos se fueran a la abstención. Lo que parece fuera de duda es que no se fueron al PSOE. A la vista de este panorama, ¿cuál puede ser el camino para superar la crisis política retornando a la concordia y a la estabilidad política?
Responder a esta pregunta exige no perderse en ensoñaciones que confundan los deseos con la realidad, y tener muy claro si lo que se pretende es superar la crisis política o simplemente desbancar a Sánchez del poder. Es verdad que puede parecer que la crisis sólo se superará si Sánchez es derrotado, pero no hay garantía de que el PSOE se vea libre de seguir escorado a la izquierda más radical y dispuesto a pactos de más que dudosa constitucionalidad con los independentistas. En cualquier caso, desbancar a Sánchez del poder sería bueno para España. Ahora bien, ¿qué posibilidades hay de que eso suceda en el actual contexto político?
Hemos visto que en abril de 2019 Ciudadanos, PP y Vox superaron los once millones de votos y obtuvieron 147 escaños, es decir, se quedaron a 29 de la mayoría absoluta. Es evidente que el centro-derecha dividido en tres partidos muy difícilmente reproducirá en el conjunto de la nación el éxito de Andalucía. El sistema electoral lo dificulta enormemente. Mientras no haya cambios en ese espacio electoral Sánchez puede seguir durmiendo tranquilamente en la Moncloa. ¿Cuáles podrían ser esos cambios? La coalición electoral PP-Ciudadanos aglutinaría a bastantes votantes del centro-derecha y mejoraría sus resultados. Habría que ver si resulta atractiva para el votante de derechas que se ha ido a Vox, pero que puede darse cuenta de que si no se agrupa el voto no hay alternativa a Sánchez. Es una opción interesante, pero mientras Vox tenga una intención de voto superior al 10% no garantiza la victoria y, por otra parte, tiene un elevado coste: la desaparición de Ciudadanos como partido independiente capaz de desempeñar una función de “bisagra”. Si dicha coalición saliera adelante lo más probable es que fortaleciera al PP y diluyera a Ciudadanos. El otro camino es una coalición entre PP y Vox. No veo ninguna posibilidad de que esto se produzca con el actual discurso de Vox. Esa coalición terminaría por desdibujar el mensaje del PP, que se vería absorbido por Vox. Muchos votantes del PP que se consideran centristas abandonarían este partido.
Pero si el castigo de los ciudadanos a las políticas del PSOE-Podemos llegara a tal extremo que se diera un triunfo del centro-derecha deberíamos preguntarnos si ello supondría el fin de la crisis política. Es razonable pensar que en el PSOE habría movimientos que advertirían de que la derrota se debe a su coalición con Podemos y a los pactos con los independentistas. Ahora bien, si en un futuro el nuevo PSOE volviera a ganar las elecciones con un discurso moderado, pero no pudiera sumar suficientes apoyos para gobernar, probablemente necesitaría de nuevo pactar con los partidos minoritarios de izquierda y con los nacionalistas, a no ser que ya se hubiera abierto paso la convicción de que es necesario ensayar un pacto transversal entre PP y PSOE que desgraciadamente hoy es una utopía. No siendo sensato contemplar dicha hipótesis, sin Ciudadanos es muy complicado que el PSOE realice una política distinta porque sus opciones para gobernar son la gran coalición con el PP o el apoyo de partidos radicales. Además, la presencia de un partido como Ciudadanos puede que haga pensar en el PSOE que su radicalización puede tener un coste electoral por la fuga de votantes a Ciudadanos y no solo a la abstención. El trasvase de votos entre PSOE y PP parece mucho menos probable.
Por consiguiente, me parece que la solución más plausible para superar la crisis política es una rectificación del PSOE que renueve la concordia de la Transición y termine arrinconando a Podemos. Para lograr este objetivo el hundimiento de Ciudadanos sería la peor noticia para España. Es fundamental que este partido se presente como una propuesta de centro -liberal o progresista- capaz de llegar a acuerdos con el PSOE y el con el PP, un partido comprometido con la defensa de la nación y de la igualdad entre españoles que quizá resulte atractivo para votantes socialistas, justo la esperanza que albergaba yo con la llegada de UPyD. Esta parece ser la estrategia que está emprendiendo la actual líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas. Se ha abierto a pactar los presupuestos y otras políticas con el gobierno, lo cual siempre será mejor para los españoles que someterse al chantaje de ERC. Sin embargo, en algunos medios de comunicación de la derecha esto se ve como un error, en el propio partido muchos han dimitido y criticado esta estrategia de dar oxígeno a Sánchez. Creen que Ciudadanos por ese camino desaparecerá e incluso me ha parecido leer que algún antiguo dirigente lamentaba que el partido pudiera terminar convirtiéndose en una “bisagra” cuando es justo lo mejor que podría sucederle al partido y a España.
Quizá en Ciudadanos algunos desconfíen de esa estrategia al ver que el electorado castigó el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos en las elecciones de 2015. No es comparable la situación de 2015 con la que se produjo en abril de 2019. En 2015 el partido más votado fue el PP de Rajoy, que obtuvo 123 diputados. El pacto entre el PSOE y Ciudadanos, al margen de no sumar una mayoría suficiente para gobernar (130 escaños), posiblemente fue visto por la opinión pública como una maniobra de dos partidos perdedores para desbancar al ganador de las elecciones. Aunque no me sorprendió en absoluto que el PP mejorara sus resultados, mi lectura de lo acontecido era muy distinta y creo que el pueblo español se equivocó al castigar a Ciudadanos en las siguientes elecciones. Sólo unas líneas para explicar la razón antes de continuar con el análisis. Tras su pírrico triunfo electoral, Rajoy se instaló en la pasividad, como ha sido frecuente en su comportamiento político. No buscó un acuerdo con Ciudadanos. Su mensaje simplemente fue que debía dejarse gobernar al partido más votado, como siempre había sucedido. Así había sido, en efecto, en 1993, 1996, 2004 y 2008. Rajoy seguía anclado en esa visión política sin admitir que habíamos entrado en una nueva situación. Probablemente muchos ciudadanos pensaban lo mismo y sintonizaron con el sencillo -más bien simplista- mensaje de Rajoy. No valoraron en absoluto que en la nueva etapa que se abría iba a ser fundamental la capacidad de los partidos para llegar a acuerdos con los adversarios políticos, algo que hoy sí se percibe con claridad. PSOE y Ciudadanos demostraron que tenían capacidad para entenderse y sumaban 130 diputados, más que los 123 diputados del PP. En mi opinión, al no haber sido capaz de lograr el apoyo de Ciudadanos, el PP debía haberse abstenido dejando gobernar al PSOE y a Ciudadanos, que sí habían sido capaces de pactar.
La situación en abril de 2019 era muy distinta. En estos comicios el partido más votado había sido el PSOE y, por consiguiente, el apoyo que le hubiera dado Ciudadanos se hubiera interpretado en clave de facilitar la gobernabilidad de la nación. Otro tanto sucedería si Ciudadanos se aviene a pactar con el PSOE actualmente. ¿Le está dando Arrimadas oxígeno a Sánchez o más bien contribuye a evitar que se vea obligado a pactar con independentistas y a ceder a las presiones de sus compañeros podemitas de coalición? Quizá muchos piensen que Ciudadanos no debería seguir ese camino y forzar que Sánchez rectifique o pague en las urnas el haber pactado con podemitas e independentistas. Sí, sería muy deseable y justo que Sánchez fuera castigado en las urnas, y probablemente reciba cierto castigo, pero no parece probable pensar en su hundimiento electoral. No hay que olvidar que Sánchez es presidente del gobierno con uno de los peores resultados de la historia electoral del PSOE desde la Transición, y que jamás un presidente ha sido investido con menos diputados de su propio partido, tan solo 120 escaños tiene el PSOE. Y ni siquiera menciono el control de los principales medios de comunicación.
Plantear que votar a Ciudadanos es la mejor opción para superar la crisis política y nacional que vivimos puede parecer una postura resignada y entreguista. Se asume que Ciudadanos, PP y Vox no suman y por ello no hay otra opción que encaminar a Sánchez hacia la moderación. Es verdad que el PSOE puede recibir un castigo tan importante que quizá no bastaría con el apoyo de Ciudadanos, que probablemente tampoco tendrá un buen resultado electoral. Por supuesto, todo está muy abierto, pero hay algunas cosas que parecen bastante claras. La crisis nacional que vivimos no puede superarse con una polarización política que cada vez se identifique más con las dos Españas. El frentismo se basa en derrotar al adversario y así es imposible el regreso a la concordia. El objetivo, insisto en ello, no es tanto derrotar a Sánchez como recuperar al PSOE de la Transición y de Felipe González, figura que podemitas, nacionalistas e independentistas han puesto en la diana con toda la intención. Solo hay dos formas de acabar con el frentismo. O el PSOE y el PP se entienden o, dado que el PP no se ha movido del respeto escrupuloso al orden constitucional, se debe contar con un partido nacional que pueda desempeñar el papel de bisagra, no solo para pactar con el PSOE (con el PP será difícil mientras Vox siga en escena), sino para recibir los votos de los votantes desencantados del PSOE por sus cesiones ante nacionalistas y ante el revanchismo podemita respecto a la historia reciente de España. Ese partido a día de hoy solo puede ser Ciudadanos. Ojalá la nueva estrategia de Arrimadas le ayude rectificar el funesto “error Rivera”.
Hasta aquí el análisis y su conclusión. Solo una reflexión más a modo de epílogo. Vox es una bendición para el PSOE, y lo peor paradójicamente es que tienen un magnífico líder. Abascal es un buen parlamentario, un líder aureolado de dignidad que convence a muchos votantes de derecha. Ante el freno que el sistema electoral representa para los tres partidos de centro-derecha, la única opción de Vox para derrotar al PSOE pasa por hundir al PP y convertirse en el partido hegemónico de la derecha. Esto es muy complicado mientras no modere su discurso. Ni el PP es UCD, ni Vox se asemeja a Alianza Popular, ni las circunstancias actuales son las del año 1982. Cualquier ciudadano preocupado por la deriva de Sánchez en el poder con ayuda de podemitas e independentistas debería reflexionar y preguntarse a qué conduce votar a Vox. Los líderes de Vox presentan su partido como una herramienta al servicio de España, y es posible que lo crean con la máxima sinceridad, pero es una opción política que sólo beneficia a Sánchez, de ahí que los medios de izquierda y el propio PSOE estén encantados con su consolidación. No dudo de la legitimidad de las propuestas de Vox, y comprendo la reacción visceral que a muchos votantes les lleva a votarles y a saborear su ascenso como una prueba palpable de la vitalidad de la nación. Sin embargo, la cruda realidad de nuestro sistema electoral es clara: Vox beneficia a los intereses electorales del PSOE.
Como es natural, no hemos llegado a este
punto de un día para otro. La crisis se venía larvando desde hace más de una
década, concretamente desde la llegada al poder de Zapatero. Con él comenzaron
las políticas de la discordia que han terminado por conducirnos a esta situación.
Esas políticas se concretan en la reforma del Estatuto de Cataluña en 2006 sin
el apoyo del PP, y en la elaboración de las leyes orientadas a la “recuperación
de la memoria histórica”. Esas medidas supusieron la revisión de los grandes
acuerdos nacionales forjados en la Transición, y fue lo que provocó la
aparición de nuevos partidos minoritarios de ámbito nacional.
Desde el triunfo del PSOE en 1982, que
puede verse como el final de la Transición y el comienzo de una fase de
estabilidad, la política española se había caracterizado por la presencia de
dos grandes partidos hegemónicos a la izquierda y a la derecha del panorama
político, el PSOE y el PP. Es verdad que tanto la IU liderada por Anguita como
el CDS de Suárez alcanzaron buenos resultados en algunas elecciones, pero el
CDS terminó desapareciendo en 1993 e IU fue perdiendo apoyos a partir del año
2000. Ninguno de estos partidos desempeñó un papel decisivo en la
gobernabilidad de España en aquellas ocasiones en que ni el PSOE ni el PP
alcanzaron mayoría absoluta, y hay que recordar que el apoyo que recibieron los
dos grandes partidos nunca bajó de los 150 escaños para el ganador ni de 110
para el perdedor (el PSOE en las elecciones de 2011). En aquellos casos en que
el partido que ganaba las elecciones no contaba con mayoría absoluta la
gobernabilidad dependía del apoyo de partidos nacionalistas. Así sucedió en las
elecciones de 1993, 1996, 2004 y 2008. Este permanente chantaje del
nacionalismo es lo que me llevó a considerar esencial una reforma del sistema
electoral que permitiera que volvieran a entrar en el escenario político
partidos minoritarios de ámbito nacional que pudieran sustituir a los
nacionalistas como socios de gobierno de PP y PSOE. Sin embargo, todo comenzó a
cambiar con Zapatero y el resultado de las elecciones de 2011 ya permitió
vislumbrarlo. Merece la pena detenerse a analizar lo que reflejaron las urnas
ese año.
España se hallaba inmersa desde 2008 en una
crisis económica pésimamente gestionada por Zapatero. Una errática política de
gasto público para estimular la economía seguida de recortes (a partir de mayo
de 2010) fueron la razón principal de la debacle electoral del PSOE en 2011,
pero no la única. Las políticas de la discordia impulsadas por Zapatero
empezaron a cuestionar algunos de los pilares básicos en los que se asentaba el
pacto de la Transición. En lugar de ver la reconciliación entre españoles de
ambos bandos de la Guerra Civil como un logro, se decidió que había que
condenar el franquismo y designar a uno de los bandos como superior moralmente.
La II República se presentó como un régimen democrático -sin tener presente
todo lo vivido a partir de 1934-, y lo que para muchos españoles fue un
levantamiento militar justificado se empezó a calificar como “golpe de Estado”.
Se insistió en reivindicar la memoria de las víctimas del bando republicano,
que se entendió que habían sido injustamente olvidadas por el régimen
franquista y por una Transición que adoptó una posición de inaceptable
equidistancia. Las consecuencias de esa política son fácilmente visibles en
nuestros días, y no hay que referirse únicamente para ello a la exhumación de
Franco del valle de los caídos. La descalificación del régimen del 78 ha ido en
aumento desde la irrupción de Podemos.
El otro gran factor que generó una
gravísima discordia fue el cuestionamiento de la nación española como
fundamento del orden constitucional. El PSOE de Zapatero aprobó una reforma del
estatuto de Cataluña sin contar con la aprobación del PP. El texto del estatuto
dio una vuelta de tuerca más en la consideración de Cataluña como una nación, lo que, en consecuencia, permitía referirse a España como un Estado
plurinacional. Zapatero, en un acto más de absoluta irresponsabilidad, admitía
que la nación era un concepto “cuestionado y cuestionable”. El nacionalismo
catalán aprovechó la sentencia del estatuto dictada en 2010 como pretexto para
consumar la deslealtad y comenzar a transitar la vía hacia la independencia. Los
resultados de ese camino son hoy también claramente visibles: el “procés” ha
sido un golpe al orden constitucional que ha conducido a los dirigentes
independentistas a la cárcel por sedición y a la huida de España del presidente
de la Generalitat que promovió la declaración de independencia de Cataluña. Por
otra parte, el discurso de Podemos sostiene sin ambages que la solución para el
problema catalán es la autodeterminación en el marco de la consideración de
España como un Estado plurinacional. Pero aparquemos también esta cuestión y
regresemos a 2011.
Con esas políticas en marcha, el PSOE se
presentó a las elecciones de 2011 cosechando una estrepitosa derrota, pese a
que su candidato era el moderado Rubalcaba. Obtuvo poco más de siete millones
de votos y 110 escaños, el peor resultado de su historia hasta ese momento. Por
su parte, el PP alcanzó el mejor resultado de su historia con casi once
millones de votos y 186 escaños. Una mayoría absoluta que ponía en manos de
Rajoy la posibilidad de hacer reformas imprescindibles para España. Pero siendo
destacables estos resultados, lo más importante, en mi opinión, fue la
irrupción de un nuevo partido nacional, UPyD (Unión, Progreso y Democracia) con
más de un millón de votos y cinco escaños. Su líder, Rosa Díez, antigua
dirigente del PSOE, ya había obtenido representación en 2008, pero UPyD pasaba
de ser testimonial a lograr grupo parlamentario propio. Si el PP había
alcanzado 186 escaños y casi once millones de votos parece poco probable que la
base electoral de UPyD se nutriera de votantes de derechas. En mi opinión, UPyD
representaba la esperanza de un partido “progresista” basado en la lealtad a la
nación española y el compromiso con la igualdad entre españoles, en clara
beligerancia con la política de chantaje propia de los partidos nacionalistas.
El flanco abierto por las veleidades del PSOE con los nacionalistas catalanes
se traducía por fin en una alternativa nacional de izquierdas.
Los cambios acontecidos desde 2011 a 2015 fueron decisivos. Por una parte, Rajoy defraudó a sus votantes. Aunque en materia económica evitó el rescate, fue incapaz de liderar algunas de las reformas que necesitaba España, en especial la reforma de la Administración, y la subida de impuestos y recortes que aplicó tuvieron un fuerte impacto entre los ciudadanos. Por otro lado, su respuesta a los desafíos del independentismo catalán fue vista por parte de su electorado como una tibieza inaceptable. Artur Mas celebró una consulta por la independencia en noviembre de 2014 que el gobierno del PP no fue capaz de impedir. La tensión fue en aumento en Cataluña y los bandazos del PP en dicha comunidad permitieron que una formación decididamente beligerante con el nacionalismo, Ciudadanos, se abriera paso en Cataluña. Si en 2012 el PP recibía casi medio millón de votos y quedaba por delante de Ciudadanos en las elecciones autonómicas catalanas, en 2015 Ciudadanos arrebataba a PSC y PP el liderazgo de la oposición al nacionalismo, esta vez con Inés Arrimadas como líder del partido en Cataluña tras el salto de Albert Rivera a la política nacional.
Con un discurso basado en la defensa de una nación de ciudadanos libres e iguales Ciudadanos pretendía ocupar el mismo espacio político que UPyD. La pugna entre estos dos partidos se hizo evidente a partir de las elecciones europeas de 2014, en las que UPyD todavía quedó por delante de Ciudadanos obteniendo cuatro eurodiputados, el doble que Ciudadanos. El cabeza de lista de UPyD en aquellas elecciones, Francisco Sosa Wagner, insistió en la importancia de que ambos partidos unieran sus fuerzas, pero Rosa Díez y Albert Rivera no alcanzaron ningún acuerdo. Ante esa situación, la juventud de Rivera hacía fácilmente previsible saber qué partido resultaría vencedor. Ciudadanos tomaba el relevo de UPyD como partido nacional galvanizador de la defensa sin complejos de España como nación de ciudadanos libres e iguales. El mensaje era muy claro y su posición en Cataluña permitía visibilizarlo con claridad. Pero Rivera no se conformaba con hacer de Ciudadanos un partido nacional minoritario, como se vería en los siguientes comicios. Rivera se desmarcó de la línea socialdemócrata de UPyD y presentó su formación como un partido centrista de corte liberal, un espacio que hasta entonces había ocupado el PP, que aglutinaba el voto liberal-conservador. Era un movimiento que dejaba entrever el deseo de su líder por captar votos del PP.
Paralelamente al auge de Ciudadanos, el malestar con la política de recortes aplicada en España por el PSOE provocó un movimiento de protesta en mayo de 2011. Se trataba de un movimiento internacional, pero en España el 15-M fue utilizado por un grupo de intelectuales de la Universidad Complutense para lanzar el mensaje de que era posible superar la división izquierda/derecha y presentar una alternativa transversal en la que por un lado estaría la “casta” de unos políticos y poderes fácticos que dominaban los resortes del poder y, por otro lado, la “gente”, los ciudadanos que pagaban las consecuencias de las políticas irresponsables del capitalismo. Podemos surgió así como una izquierda neocomunista camuflada con el fin de expandir la base de su electorado. Recuperar la participación ciudadana como raíz de la democracia y la ayuda a los más desfavorecidos golpeados por la crisis eran sus señas de identidad. Pero esa idea inicial necesitaba concretarse en una manera de entender España. Las elecciones europeas de 2014 fueron un éxito para esta formación que logro alcanzar cinco eurodiputados contra todo pronóstico.
Es cierto que Podemos nació como consecuencia de la crisis económica, pero tuvo que posicionarse ante la crisis nacional que había abierto Zapatero, y lo hizo con toda claridad. Por primera vez un partido nacional declaraba abiertamente que la Transición fue un proceso tutelado por el franquismo que había dado lugar a una democracia imperfecta. Incluso Pablo Iglesias se refirió a la Constitución como un “candado” que impedía los cambios que necesitaba España. Podemos abogaba por impulsar unas políticas de memoria histórica en abierta ruptura con cualquier equidistancia: la democracia española debía declararse heredera de la auténtica tradición democrática que se hallaba en la II República. Se recuperaba el término “antifascista” como una de las señas de identidad de la formación, que implicaba la beligerancia rotunda contra el franquismo y todo lo que pudiera provenir de él, incluida por supuesto la monarquía.
En las elecciones generales de 2015 los dos grandes frentes de discordia abiertos por Zapatero habían sido aprovechados por Ciudadanos y Podemos para irrumpir en la arena política. Ambos reclamaban para sí la etiqueta de la “nueva política” frente a los viejos partidos cuyos proyectos parecían agotados. Había temor en el PSOE por la pujanza de Podemos, y en el PP se daba por descontado que Ciudadanos entraría en el parlamento. El resultado fue el fin del bipartidismo y el comienzo de una nueva fase de inestabilidad política. El PSOE liderado por Pedro Sánchez cosechó el peor resultado de su historia con 90 escaños, mientras que el PP, tras una legislatura en la que contaba con 186 escaños, veía como se quedaba en 123. Podemos irrumpía con gran fuerza, 42 escaños, que eran menos de los que les pronosticaban algunas encuestas. Ciudadanos, por su parte, se hacía con 40 escaños y superaba en votos a Podemos. La situación era inédita. El PSOE se negó a facilitar la investidura de Rajoy y se desmarcó de Podemos, partido al que veía como una amenaza. Sánchez buscó rápidamente y logró un acuerdo con Ciudadanos. Pero Rajoy no cedió a la presión de Sánchez y Rivera abocando al país a nuevas elecciones en 2016. El electorado no valoró positivamente la capacidad del PSOE y de Ciudadanos para alcanzar un acuerdo y ambas formaciones retrocedieron frente al PP (el PSOE se quedó en 85 escaños y Ciudadanos en 32), que mejoró sus resultados y logró 137 escaños. Ante el riesgo de permanecer en el bloqueo al que conducía la negativa de Sánchez a permitir la investidura de Rajoy, hubo un movimiento interno en el PSOE que acabó con la dimisión de Sánchez y la creación de una gestora que decidió abstenerse y dejar que Rajoy fuera investido presidente.
Los cambios acontecidos desde 2011 a 2015 fueron decisivos. Por una parte, Rajoy defraudó a sus votantes. Aunque en materia económica evitó el rescate, fue incapaz de liderar algunas de las reformas que necesitaba España, en especial la reforma de la Administración, y la subida de impuestos y recortes que aplicó tuvieron un fuerte impacto entre los ciudadanos. Por otro lado, su respuesta a los desafíos del independentismo catalán fue vista por parte de su electorado como una tibieza inaceptable. Artur Mas celebró una consulta por la independencia en noviembre de 2014 que el gobierno del PP no fue capaz de impedir. La tensión fue en aumento en Cataluña y los bandazos del PP en dicha comunidad permitieron que una formación decididamente beligerante con el nacionalismo, Ciudadanos, se abriera paso en Cataluña. Si en 2012 el PP recibía casi medio millón de votos y quedaba por delante de Ciudadanos en las elecciones autonómicas catalanas, en 2015 Ciudadanos arrebataba a PSC y PP el liderazgo de la oposición al nacionalismo, esta vez con Inés Arrimadas como líder del partido en Cataluña tras el salto de Albert Rivera a la política nacional.
Con un discurso basado en la defensa de una nación de ciudadanos libres e iguales Ciudadanos pretendía ocupar el mismo espacio político que UPyD. La pugna entre estos dos partidos se hizo evidente a partir de las elecciones europeas de 2014, en las que UPyD todavía quedó por delante de Ciudadanos obteniendo cuatro eurodiputados, el doble que Ciudadanos. El cabeza de lista de UPyD en aquellas elecciones, Francisco Sosa Wagner, insistió en la importancia de que ambos partidos unieran sus fuerzas, pero Rosa Díez y Albert Rivera no alcanzaron ningún acuerdo. Ante esa situación, la juventud de Rivera hacía fácilmente previsible saber qué partido resultaría vencedor. Ciudadanos tomaba el relevo de UPyD como partido nacional galvanizador de la defensa sin complejos de España como nación de ciudadanos libres e iguales. El mensaje era muy claro y su posición en Cataluña permitía visibilizarlo con claridad. Pero Rivera no se conformaba con hacer de Ciudadanos un partido nacional minoritario, como se vería en los siguientes comicios. Rivera se desmarcó de la línea socialdemócrata de UPyD y presentó su formación como un partido centrista de corte liberal, un espacio que hasta entonces había ocupado el PP, que aglutinaba el voto liberal-conservador. Era un movimiento que dejaba entrever el deseo de su líder por captar votos del PP.
Paralelamente al auge de Ciudadanos, el malestar con la política de recortes aplicada en España por el PSOE provocó un movimiento de protesta en mayo de 2011. Se trataba de un movimiento internacional, pero en España el 15-M fue utilizado por un grupo de intelectuales de la Universidad Complutense para lanzar el mensaje de que era posible superar la división izquierda/derecha y presentar una alternativa transversal en la que por un lado estaría la “casta” de unos políticos y poderes fácticos que dominaban los resortes del poder y, por otro lado, la “gente”, los ciudadanos que pagaban las consecuencias de las políticas irresponsables del capitalismo. Podemos surgió así como una izquierda neocomunista camuflada con el fin de expandir la base de su electorado. Recuperar la participación ciudadana como raíz de la democracia y la ayuda a los más desfavorecidos golpeados por la crisis eran sus señas de identidad. Pero esa idea inicial necesitaba concretarse en una manera de entender España. Las elecciones europeas de 2014 fueron un éxito para esta formación que logro alcanzar cinco eurodiputados contra todo pronóstico.
Es cierto que Podemos nació como consecuencia de la crisis económica, pero tuvo que posicionarse ante la crisis nacional que había abierto Zapatero, y lo hizo con toda claridad. Por primera vez un partido nacional declaraba abiertamente que la Transición fue un proceso tutelado por el franquismo que había dado lugar a una democracia imperfecta. Incluso Pablo Iglesias se refirió a la Constitución como un “candado” que impedía los cambios que necesitaba España. Podemos abogaba por impulsar unas políticas de memoria histórica en abierta ruptura con cualquier equidistancia: la democracia española debía declararse heredera de la auténtica tradición democrática que se hallaba en la II República. Se recuperaba el término “antifascista” como una de las señas de identidad de la formación, que implicaba la beligerancia rotunda contra el franquismo y todo lo que pudiera provenir de él, incluida por supuesto la monarquía.
En las elecciones generales de 2015 los dos grandes frentes de discordia abiertos por Zapatero habían sido aprovechados por Ciudadanos y Podemos para irrumpir en la arena política. Ambos reclamaban para sí la etiqueta de la “nueva política” frente a los viejos partidos cuyos proyectos parecían agotados. Había temor en el PSOE por la pujanza de Podemos, y en el PP se daba por descontado que Ciudadanos entraría en el parlamento. El resultado fue el fin del bipartidismo y el comienzo de una nueva fase de inestabilidad política. El PSOE liderado por Pedro Sánchez cosechó el peor resultado de su historia con 90 escaños, mientras que el PP, tras una legislatura en la que contaba con 186 escaños, veía como se quedaba en 123. Podemos irrumpía con gran fuerza, 42 escaños, que eran menos de los que les pronosticaban algunas encuestas. Ciudadanos, por su parte, se hacía con 40 escaños y superaba en votos a Podemos. La situación era inédita. El PSOE se negó a facilitar la investidura de Rajoy y se desmarcó de Podemos, partido al que veía como una amenaza. Sánchez buscó rápidamente y logró un acuerdo con Ciudadanos. Pero Rajoy no cedió a la presión de Sánchez y Rivera abocando al país a nuevas elecciones en 2016. El electorado no valoró positivamente la capacidad del PSOE y de Ciudadanos para alcanzar un acuerdo y ambas formaciones retrocedieron frente al PP (el PSOE se quedó en 85 escaños y Ciudadanos en 32), que mejoró sus resultados y logró 137 escaños. Ante el riesgo de permanecer en el bloqueo al que conducía la negativa de Sánchez a permitir la investidura de Rajoy, hubo un movimiento interno en el PSOE que acabó con la dimisión de Sánchez y la creación de una gestora que decidió abstenerse y dejar que Rajoy fuera investido presidente.
Pero Sánchez no se dio por vencido, se presentó a las primarias de su partido y recuperó la Secretaría General en 2017, siendo por tanto líder de la oposición durante el golpe de Estado que dio el independentismo catalán en octubre de aquel año. El regreso de Sánchez supuso un vuelco en la línea que en adelante iba a seguir el PSOE. De haber sido defenestrado pasó a convertirse en presidente del gobierno tras una moción de censura que triunfó merced al apoyo de Podemos, los independentistas catalanes e incluso el PNV que acababa de aprobar los presupuestos de Rajoy. Utilizando como pretexto la sentencia del caso Gürtel, Sánchez llegaba a la Moncloa cuando el PSOE contaba con tan solo 85 diputados, la cifra más baja de su historia. Su debilidad parlamentaria se hizo evidente al ser incapaz aprobar los presupuestos en febrero de 2019 y convocó elecciones para el mes de abril, las primeras que se iban a celebrar después del golpe de Estado asestado por el independentismo catalán. Pero el panorama iba a complicarse todavía más.
En julio de 2018, el PP debía elegir un nuevo líder que sustituyera a Mariano Rajoy. Parecía que la favorita era Soraya Sáenz de Santamaría, una política con experiencia y con una edad semejante a la de Pedro Sánchez. Sin embargo, en el PP se había abierto paso la idea de que en un tiempo en el que se debatían los pilares de nuestra convivencia era necesario un rearme ideológico para afrontar la nueva etapa. Pablo Casado, claramente apoyado por Aznar en la trastienda del partido, realizó un discurso en esa línea y se alzó con la victoria. El relevo generacional en la primera línea de la política seguía adelante. A Pablo Iglesias (n. 1978) y Albert Rivera (n. 1979) se le unía Pablo Casado (n. 1981), políticos nacidos entre 1976 y 1991. A estos se uniría inmediatamente Santiago Abascal (n. 1976) liderando Vox.
El independentismo catalán había aumentado la preocupación de los españoles por la unidad de España. El espíritu de la Transición estaba seriamente cuestionado cuando un partido como Podemos era apoyado por más de tres millones de votantes. Por otra parte, la ideología de género y el ataque a símbolos de la cultura española como la tauromaquia generaba cada vez mayor rechazo en algunos ciudadanos. La discordia que había puesto en marcha Zapatero permitía cuestionar todo aquello que antes parecía sólido e incuestionable. La defensa de la nación española, de su historia y de sus señas tradicionales de identidad, el rechazo del Estado autonómico y la defensa de las fronteras y de una inmigración controlada se tradujo en el surgimiento de Vox, que inmediatamente fue calificado por sus detractores como un partido de ultraderecha populista. En contra de todo pronóstico, Vox alcanzó doce escaños en las elecciones autonómicas andaluzas de diciembre de 2018 y propició un cambio histórico al desbancar (la suma de PP. Ciudadanos y Vox) del poder al PSOE tras más de tres décadas gobernando Andalucía.
Por primera vez desde la época de la Transición cinco partidos de ámbito nacional concurrían a las elecciones de abril de 2019 con la seguridad de que alcanzarían representación parlamentaria. Esta situación por sí misma dejaba en evidencia que nos hallamos inmersos en una crisis política y nacional sin precedentes. El resultado en escaños de estos cinco partidos fue el siguiente: PSOE 123, PP 66, Ciudadanos 57, Podemos 33 y Vox 24. Cualquier ciudadano que hoy reflexione sobre este panorama volverá a pensar que los políticos fracasaron estrepitosamente al no conformar un gobierno y abocar a los españoles a unas nuevas elecciones pocos meses más tarde. A Rivera esa repetición electoral le costó, con toda la razón, la carrera política. Ciudadanos no supo entender la situación política y pecó de ambición queriendo convertirse en el principal partido de la oposición superando al PP. Su orientación hacia el centro liberal ya había dejado claras sus intenciones, y la crisis abierta en el PP con el enfrentamiento entre Casado y Soraya le daba esperanzas. El PP recibió un fuerte castigo: perdió votos de su electorado más conservador que sintonizaba con los claros mensajes de Vox, y su electorado más centrista veía en Rivera un liderazgo más solvente y, quizá, más posibilidades de desbloquear la situación en caso de que fuera necesario pactar. A Ciudadanos le faltaron seis escaños para alcanzar su objetivo, pero Rivera no se dio por vencido, la ambición le cegó y no supo anteponer el interés de la nación al suyo. En lugar de lanzar un mensaje inequívoco de disposición a entablar conversaciones y alcanzar pactos con PP o PSOE, se enrocó en la insensata promesa electoral de no pactar con Sánchez en ningún caso, una cerrazón incomprensible a la vista de los resultados que se habían producido. Era aritméticamente posible un gobierno entre PSOE y Ciudadanos, dos partidos que apenas cuatro años antes habían sido capaces de cerrar un acuerdo de gobierno. Ambos sumaban 180 escaños, una mayoría suficiente para conformar un gobierno que transitara cómodamente una legislatura de cuatro años y pudiera afrontar la tarea de recuperar la concordia rompiendo con una política de coaliciones frentistas. Sólo cuando vio que el PSOE no iba a pactar con Podemos y que la repetición electoral era inevitable Rivera ofreció un pacto a Sánchez, pero ya era tarde, porque también el PSOE estaba instalado en el error.
Rivera no fue el único responsable de la repetición electoral, pero sí el máximo. Es verdad que desde el primer momento Sánchez pareció escuchar a aquellos que le gritaban “¡Con Rivera, no!”, pero la actitud de Rivera le facilitó muchísimo enrocarse en esa posición. El error de Sánchez fue pensar que, al igual que había sucedido en las segundas elecciones celebradas en 2015, que reforzaron al PP de Rajoy, el PSOE aumentaría sus apoyos, sobre todo entre los electores de izquierda que votaron a Podemos. Su estrategia fue lograr la investidura con el apoyo de Podemos, pero con las manos lo suficientemente libres. Iglesias no cedió y ambos aceptaron medir fuerzas en unas nuevas elecciones. También Sánchez pensaba antes en sus intereses que en el bien de España.
Casado también podía haber realizado un movimiento que facilitara la formación de un gobierno, pero en su caso quizá era pedirle demasiado. Es verdad que todos los partidos debían haber priorizado el interés general, pero el resultado le había situado como líder de la oposición y podía interpretar que a Ciudadanos le correspondía desempeñar el papel que ya había intentado representar en 2015. Por otra parte, parecía bastante evidente que una repetición electoral solo podía beneficiarle, como así fue.
Podemos intentó en todo momento formar un gobierno de coalición con el PSOE exigiendo un peso proporcional a las fuerzas de cada partido. Se trataba de una postura lógica y razonable, aunque luego había que dilucidar en qué se traducía ese peso razonable. El PSOE creía que la oferta a Podemos era más que digna, pero Podemos no estuvo de acuerdo, pese a aceptar el veto de Sánchez a que Iglesias fuera vicepresidente. El electorado de izquierdas debería juzgar quién era el mayor responsable de esa falta de acuerdo, y Sánchez creyó erróneamente que su oferta parlamentaria a Podemos dejaría a esta formación en evidencia.
Las elecciones celebradas en noviembre de 2019 dejaron unos resultados muy interesantes para entender cuáles son las estrategias que deben seguir los partidos para superar la crisis política. En apenas seis meses, los españoles castigaron a los dos partidos que señalé como principales responsables de la repetición electoral: Ciudadanos y PSOE. El primero pasó de haber logrado más de cuatro millones de votos a conformarse con poco más de un millón y medio y 13 escaños. Con un resultado así, Rivera solo podía dimitir. Su fracaso era clarísimo, la torpeza, mayúscula. Me resulta muy difícil entender cómo no se dio cuenta de que su estrategia de fiarlo todo a un acuerdo PSOE-Podemos y erigirse en líder de la oposición era un triple salto mortal sin red. El PSOE, que confiaba en aumentar sus apoyos y poder elegir socio de gobierno en una posición ventajosa, perdió setecientos mil votos y se quedó en 120 escaños. El hundimiento de Ciudadanos sólo le dejaba al PSOE la posibilidad de intentar una improbable gran coalición con un PP que salía reforzado, o lo que finalmente aconteció: un gobierno de coalición con Podemos apoyado por nacionalistas vascos, independentistas catalanes y otras fuerzas minoritarias. El resultado de Podemos, que sumó más de doscientos mil nuevos votantes -pese a que a estas elecciones concurría Errejón con Mas País- y obtuvo 35 escaños propició que Sánchez tuviera claro desde esa misma noche que su supervivencia política -que es lo único que le importa- pasaba por el apoyo de Podemos. Poco importa lo que hubiera dicho o callado en la campaña electoral, iba a hacer lo necesario para ser investido. Lo logró y España tiene un gobierno de izquierda cuya acción política amenaza con romper los grandes acuerdos de la Transición -modelo de Estado, reconciliación nacional sin vencedores ni vencidos y hasta la propia monarquía-, y la propia ortodoxia económica de la Unión Europea si finalmente se impone Iglesias a Calviño.
PP, Podemos y, sobre todo, Vox aumentaron sus apoyos. El PP recuperó setecientos mil votos que le valieron aumentar en 23 escaños sus apoyos hasta los 89. Su posición como alternativa al PSOE quedaba fuera de duda y suponía un alivio para Casado. Vox lograba más de tres millones y medio de votos -más de los obtenidos por Podemos- y 52 escaños. La subida de Vox y del PP hace pensar que el votante de Ciudadanos se refugió en estos partidos que en ningún caso estaban dispuestos a facilitar a Sánchez la formación de un gobierno. ¿Cómo se explica, pues, el hundimiento de Ciudadanos? ¿Es plausible pensar que sus votantes desearan que Ciudadanos cumpliera una función de “bisagra” cuando luego apoyaban a partidos que en ningún caso iban a desempeñar una función transversal? No es fácil responder a esta pregunta, pero es importante hacer un esfuerzo por comprender qué ha pasado. Para el votante de Ciudadanos la defensa de la nación y la oposición al nacionalismo es esencial, al igual que en su día para UPyD. Su posición inequívoca en este punto le valió crecer a costa del PP. Es razonable pensar que, en vista de la inutilidad de la posición política de Rivera -cuyos 57 escaños no sirvieron para nada- muchos votantes, ante la gravedad de los desafíos que el independentismo catalán estaba planteando decidieran que podía resultar más útil reflejar su profundo malestar votando a Vox, un partido que en la defensa de la nación española estaba abogando incluso por la desaparición de las comunidades autónomas, al margen de una beligerancia radical contra el independentismo. Otra parte de los votantes de Ciudadanos pensarían que ante el riesgo de que Sánchez pactara con Podemos y no con Ciudadanos lo más útil era agrupar el voto de centro-derecha en el PP, lo cual explica el ascenso de este partido. Tampoco hay que descartar que otra parte de los votos de Ciudadanos se fueran a la abstención. Lo que parece fuera de duda es que no se fueron al PSOE. A la vista de este panorama, ¿cuál puede ser el camino para superar la crisis política retornando a la concordia y a la estabilidad política?
Responder a esta pregunta exige no perderse en ensoñaciones que confundan los deseos con la realidad, y tener muy claro si lo que se pretende es superar la crisis política o simplemente desbancar a Sánchez del poder. Es verdad que puede parecer que la crisis sólo se superará si Sánchez es derrotado, pero no hay garantía de que el PSOE se vea libre de seguir escorado a la izquierda más radical y dispuesto a pactos de más que dudosa constitucionalidad con los independentistas. En cualquier caso, desbancar a Sánchez del poder sería bueno para España. Ahora bien, ¿qué posibilidades hay de que eso suceda en el actual contexto político?
Hemos visto que en abril de 2019 Ciudadanos, PP y Vox superaron los once millones de votos y obtuvieron 147 escaños, es decir, se quedaron a 29 de la mayoría absoluta. Es evidente que el centro-derecha dividido en tres partidos muy difícilmente reproducirá en el conjunto de la nación el éxito de Andalucía. El sistema electoral lo dificulta enormemente. Mientras no haya cambios en ese espacio electoral Sánchez puede seguir durmiendo tranquilamente en la Moncloa. ¿Cuáles podrían ser esos cambios? La coalición electoral PP-Ciudadanos aglutinaría a bastantes votantes del centro-derecha y mejoraría sus resultados. Habría que ver si resulta atractiva para el votante de derechas que se ha ido a Vox, pero que puede darse cuenta de que si no se agrupa el voto no hay alternativa a Sánchez. Es una opción interesante, pero mientras Vox tenga una intención de voto superior al 10% no garantiza la victoria y, por otra parte, tiene un elevado coste: la desaparición de Ciudadanos como partido independiente capaz de desempeñar una función de “bisagra”. Si dicha coalición saliera adelante lo más probable es que fortaleciera al PP y diluyera a Ciudadanos. El otro camino es una coalición entre PP y Vox. No veo ninguna posibilidad de que esto se produzca con el actual discurso de Vox. Esa coalición terminaría por desdibujar el mensaje del PP, que se vería absorbido por Vox. Muchos votantes del PP que se consideran centristas abandonarían este partido.
Pero si el castigo de los ciudadanos a las políticas del PSOE-Podemos llegara a tal extremo que se diera un triunfo del centro-derecha deberíamos preguntarnos si ello supondría el fin de la crisis política. Es razonable pensar que en el PSOE habría movimientos que advertirían de que la derrota se debe a su coalición con Podemos y a los pactos con los independentistas. Ahora bien, si en un futuro el nuevo PSOE volviera a ganar las elecciones con un discurso moderado, pero no pudiera sumar suficientes apoyos para gobernar, probablemente necesitaría de nuevo pactar con los partidos minoritarios de izquierda y con los nacionalistas, a no ser que ya se hubiera abierto paso la convicción de que es necesario ensayar un pacto transversal entre PP y PSOE que desgraciadamente hoy es una utopía. No siendo sensato contemplar dicha hipótesis, sin Ciudadanos es muy complicado que el PSOE realice una política distinta porque sus opciones para gobernar son la gran coalición con el PP o el apoyo de partidos radicales. Además, la presencia de un partido como Ciudadanos puede que haga pensar en el PSOE que su radicalización puede tener un coste electoral por la fuga de votantes a Ciudadanos y no solo a la abstención. El trasvase de votos entre PSOE y PP parece mucho menos probable.
Por consiguiente, me parece que la solución más plausible para superar la crisis política es una rectificación del PSOE que renueve la concordia de la Transición y termine arrinconando a Podemos. Para lograr este objetivo el hundimiento de Ciudadanos sería la peor noticia para España. Es fundamental que este partido se presente como una propuesta de centro -liberal o progresista- capaz de llegar a acuerdos con el PSOE y el con el PP, un partido comprometido con la defensa de la nación y de la igualdad entre españoles que quizá resulte atractivo para votantes socialistas, justo la esperanza que albergaba yo con la llegada de UPyD. Esta parece ser la estrategia que está emprendiendo la actual líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas. Se ha abierto a pactar los presupuestos y otras políticas con el gobierno, lo cual siempre será mejor para los españoles que someterse al chantaje de ERC. Sin embargo, en algunos medios de comunicación de la derecha esto se ve como un error, en el propio partido muchos han dimitido y criticado esta estrategia de dar oxígeno a Sánchez. Creen que Ciudadanos por ese camino desaparecerá e incluso me ha parecido leer que algún antiguo dirigente lamentaba que el partido pudiera terminar convirtiéndose en una “bisagra” cuando es justo lo mejor que podría sucederle al partido y a España.
Quizá en Ciudadanos algunos desconfíen de esa estrategia al ver que el electorado castigó el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos en las elecciones de 2015. No es comparable la situación de 2015 con la que se produjo en abril de 2019. En 2015 el partido más votado fue el PP de Rajoy, que obtuvo 123 diputados. El pacto entre el PSOE y Ciudadanos, al margen de no sumar una mayoría suficiente para gobernar (130 escaños), posiblemente fue visto por la opinión pública como una maniobra de dos partidos perdedores para desbancar al ganador de las elecciones. Aunque no me sorprendió en absoluto que el PP mejorara sus resultados, mi lectura de lo acontecido era muy distinta y creo que el pueblo español se equivocó al castigar a Ciudadanos en las siguientes elecciones. Sólo unas líneas para explicar la razón antes de continuar con el análisis. Tras su pírrico triunfo electoral, Rajoy se instaló en la pasividad, como ha sido frecuente en su comportamiento político. No buscó un acuerdo con Ciudadanos. Su mensaje simplemente fue que debía dejarse gobernar al partido más votado, como siempre había sucedido. Así había sido, en efecto, en 1993, 1996, 2004 y 2008. Rajoy seguía anclado en esa visión política sin admitir que habíamos entrado en una nueva situación. Probablemente muchos ciudadanos pensaban lo mismo y sintonizaron con el sencillo -más bien simplista- mensaje de Rajoy. No valoraron en absoluto que en la nueva etapa que se abría iba a ser fundamental la capacidad de los partidos para llegar a acuerdos con los adversarios políticos, algo que hoy sí se percibe con claridad. PSOE y Ciudadanos demostraron que tenían capacidad para entenderse y sumaban 130 diputados, más que los 123 diputados del PP. En mi opinión, al no haber sido capaz de lograr el apoyo de Ciudadanos, el PP debía haberse abstenido dejando gobernar al PSOE y a Ciudadanos, que sí habían sido capaces de pactar.
La situación en abril de 2019 era muy distinta. En estos comicios el partido más votado había sido el PSOE y, por consiguiente, el apoyo que le hubiera dado Ciudadanos se hubiera interpretado en clave de facilitar la gobernabilidad de la nación. Otro tanto sucedería si Ciudadanos se aviene a pactar con el PSOE actualmente. ¿Le está dando Arrimadas oxígeno a Sánchez o más bien contribuye a evitar que se vea obligado a pactar con independentistas y a ceder a las presiones de sus compañeros podemitas de coalición? Quizá muchos piensen que Ciudadanos no debería seguir ese camino y forzar que Sánchez rectifique o pague en las urnas el haber pactado con podemitas e independentistas. Sí, sería muy deseable y justo que Sánchez fuera castigado en las urnas, y probablemente reciba cierto castigo, pero no parece probable pensar en su hundimiento electoral. No hay que olvidar que Sánchez es presidente del gobierno con uno de los peores resultados de la historia electoral del PSOE desde la Transición, y que jamás un presidente ha sido investido con menos diputados de su propio partido, tan solo 120 escaños tiene el PSOE. Y ni siquiera menciono el control de los principales medios de comunicación.
Plantear que votar a Ciudadanos es la mejor opción para superar la crisis política y nacional que vivimos puede parecer una postura resignada y entreguista. Se asume que Ciudadanos, PP y Vox no suman y por ello no hay otra opción que encaminar a Sánchez hacia la moderación. Es verdad que el PSOE puede recibir un castigo tan importante que quizá no bastaría con el apoyo de Ciudadanos, que probablemente tampoco tendrá un buen resultado electoral. Por supuesto, todo está muy abierto, pero hay algunas cosas que parecen bastante claras. La crisis nacional que vivimos no puede superarse con una polarización política que cada vez se identifique más con las dos Españas. El frentismo se basa en derrotar al adversario y así es imposible el regreso a la concordia. El objetivo, insisto en ello, no es tanto derrotar a Sánchez como recuperar al PSOE de la Transición y de Felipe González, figura que podemitas, nacionalistas e independentistas han puesto en la diana con toda la intención. Solo hay dos formas de acabar con el frentismo. O el PSOE y el PP se entienden o, dado que el PP no se ha movido del respeto escrupuloso al orden constitucional, se debe contar con un partido nacional que pueda desempeñar el papel de bisagra, no solo para pactar con el PSOE (con el PP será difícil mientras Vox siga en escena), sino para recibir los votos de los votantes desencantados del PSOE por sus cesiones ante nacionalistas y ante el revanchismo podemita respecto a la historia reciente de España. Ese partido a día de hoy solo puede ser Ciudadanos. Ojalá la nueva estrategia de Arrimadas le ayude rectificar el funesto “error Rivera”.
Hasta aquí el análisis y su conclusión. Solo una reflexión más a modo de epílogo. Vox es una bendición para el PSOE, y lo peor paradójicamente es que tienen un magnífico líder. Abascal es un buen parlamentario, un líder aureolado de dignidad que convence a muchos votantes de derecha. Ante el freno que el sistema electoral representa para los tres partidos de centro-derecha, la única opción de Vox para derrotar al PSOE pasa por hundir al PP y convertirse en el partido hegemónico de la derecha. Esto es muy complicado mientras no modere su discurso. Ni el PP es UCD, ni Vox se asemeja a Alianza Popular, ni las circunstancias actuales son las del año 1982. Cualquier ciudadano preocupado por la deriva de Sánchez en el poder con ayuda de podemitas e independentistas debería reflexionar y preguntarse a qué conduce votar a Vox. Los líderes de Vox presentan su partido como una herramienta al servicio de España, y es posible que lo crean con la máxima sinceridad, pero es una opción política que sólo beneficia a Sánchez, de ahí que los medios de izquierda y el propio PSOE estén encantados con su consolidación. No dudo de la legitimidad de las propuestas de Vox, y comprendo la reacción visceral que a muchos votantes les lleva a votarles y a saborear su ascenso como una prueba palpable de la vitalidad de la nación. Sin embargo, la cruda realidad de nuestro sistema electoral es clara: Vox beneficia a los intereses electorales del PSOE.
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Actualidad política
jueves, 31 de octubre de 2019
"Cuéntame cómo pasó" y la experiencia de la continuidad histórica
La serie “Cuéntame cómo pasó” presenta una peculiaridad que la singulariza: no conozco ninguna otra serie que recree la vida de unos personajes en un contexto histórico de hace treinta años y, a partir de ese momento inicial, evolucione de forma casi paralela al transcurso del tiempo presente. Si cuando comenzó la serie en 2001 la trama se situaba en la España de 1968, casi veinte años más tarde los avatares de la familia Alcántara se han venido sucediendo –con el consiguiente envejecimiento e incluso muerte física de algunos de sus protagonistas en la vida real- hasta alcanzar esta temporada el año 1990. Quizá todo ello sería irrelevante de no haber nacido yo en 1970, lo que me convierte en uno de esos espectadores nacidos con posterioridad al año en que comienza la trama de ficción y, dado que mis primeros recuerdos se remontan al año 1974, los seis primeros años de la serie recrean un tiempo en el que soy plenamente consciente de mi ausencia. Conforme avanza la serie aparece un paisaje urbano, una estética y unos acontecimientos históricos que he tenido ocasión de vivir y de los que guardo memoria. El ver cómo la trama enlaza desde un tiempo que se contempla con la lejanía propia del que no estaba y avanza hasta llegar a ese momento en el que uno se ha incorporado a la vida me ha proporcionado un conocimiento intuitivo (conocer algo intuitivamente es percibir de manera inmediata su "verdad" o "corrección") de lo que significa la continuidad histórica. La historia implica la idea de continuidad, pero una cosa es saber esto y otra darse cuenta de manera evidente y especialmente intensa de que el pasado en realidad fue tan presente como la vida que uno ha conocido.
Esta experiencia se ha producido porque ya tengo una memoria suficientemente amplia de lo que ha sido la historia de España. La memoria histórica –que solo puede ser personal, de ahí el disparate que supone pretender legislar sobre ella, pues no existe una memoria colectiva- se convierte en condición de posibilidad para comprender personalmente lo que significa el paso del tiempo. Al ver "Cuéntame" me ha llamado la atención que cuando la trama de la serie se desarrollaba en los años en los que yo no estaba mi sensación ha sido que la historia avanzaba con parsimonia, mientras que conforme me he visto a mí mismo vivo, contemporáneo de los protagonistas, e incluso coetáneo de alguno de ellos, el tiempo se ha acelerado. ¿Y por qué esta aceleración? Vuelvo sobre un tema al que ya dediqué alguna entrada en el blog con ocasión de la lectura de "La Montaña Mágica", novela que recientemente he vuelto a releer. ¿Qué significan cuarenta años de vida? ¿Es mucho o poco tiempo?¿Cabe hablar en estos términos? Cuando tenía poco más de veinte años pensaba en las casi cuatro décadas de Franco en el poder y el año 1936 me parecía muy lejano. Ignoraba la experiencia que tendrían las personas que, como mis padres, habían vivido con plena consciencia esos años. Ahora que tengo cuarenta y nueve años y guardo memoria de la historia de España en los últimos cuarenta y de mi propia biografía puedo entender lo que representan. Mi impresión es que cuarenta años vividos se abarcan en una sola mirada de la conciencia, y si a ello se une la captación intuitiva de la continuidad histórica a la que antes me referí pienso en cómo la historia de la humanidad se puede condensar en una visión sintética en la que toda ella está presente, como un anciano que, llegado a los noventa, abarca la visión de su vida con una sola mirada. Cuando uno ya ha vivido más de cuarenta años y es capaz de abarcarlos de golpe, tiene la capacidad para anticipar que lo que queda por delante será abarcado de igual forma, y quizá esa sea la razón que provoca esa sensación de que el tiempo se acelera, lo cual confirma la tesis que Thomas Mann pone en boca de su héroe Hans Castorp en "La Montaña Mágica": medir el tiempo no es posible, o, al menos, la medición en los términos que todos conocemos debe ceder frente a la experiencia personal de la duración.
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Reflexiones personales
viernes, 4 de mayo de 2018
La situación política actual
El análisis de la situación
política actual no es excesivamente complejo. En Cataluña todo sigue igual. El
independentismo ha fracasado, pero seguirá haciendo daño, principalmente a los
catalanes, pero también al conjunto de España. Saben que la ruptura unilateral
no puede tener éxito y confían que los grandes países de la Unión Europea
fuercen a España a ofrecer una salida política que pase por un referéndum pactado.
Es un camino que los españoles no podemos aceptar sin una previa reforma
constitucional que es muy difícil que tenga éxito. Confío en que paulatinamente
la realidad muestre a los catalanes que no hay alternativa al autonomismo, y
que si persisten en apoyar las opciones rupturistas la decadencia económica de
Cataluña se agravará.
La política nacional viene
marcada por la descomposición del PP y el ascenso de Ciudadanos como primera
fuerza política nacional. Esperemos que Rivera esté a la altura del desafío que
tiene por delante. Un político de una generación que no vivió en la Transición
está destinado a galvanizar su obra, a aglutinar en torno a su partido un
movimiento de regeneración democrática que sea fiel a ese gran proyecto
nacional que se gestó tras la muerte de Franco. Su acierto depende, en buena
medida, de que sepa incorporar a personas de suficiente valía, quizá el
principal problema de la política española. La decepción que ha supuesto
comprobar que Cristina Cifuentes no era más que una política capaz de mentir para
atribuirse un Master de mierda, y con muchos trapos ocultos que ocultar, refleja
el bajísimo nivel de los políticos. Urge que lleguen a la vida pública personas
con talento y honradez. Me parece muy bien el ofrecimiento a Valls que ha
realizado Rivera, y su mensaje instando a sus bases a entender que las
responsabilidades a las que se va a enfrentar Ciudadanos exigen que amplíe sus
equipos con personas bien preparadas.
Por lo demás, la situación
económica es estable debido a diversos factores. Por una parte, la economía ha
experimentado una reestructuración centrada en un modelo productivo más sano en
el que destaca el sector exterior, el desarrollo de las empresas tecnológicas y
la apuesta por un turismo de mayor calidad. Por otra parte, la política de
tipos de interés bajos o negativos del BCE y su programa de compra de bonos ha
ayudado a que se cumplan los objetivos macroeconómicos y fluya el crédito, con
la consiguiente reactivación del sector de la construcción, aunque con mucha
mayor cautela que hace quince años. Como consecuencia de todo ello el paro está
bajando y podría pensarse que todo invita al optimismo y a desechar las negras
previsiones que –yo también fui uno de ellos- se hicieron sobre el futuro de
España. Sin embargo, no estoy tranquilo. Las clases pasivas aumentan y
condicionan gravemente los equilibrios presupuestarios. Nos encaminamos hacia
un invierno demográfico que tendrá gravísimas consecuencias sociales, políticas
y económicas. Es un problema que sigue sin querer afrontarse, al igual que
otros muchos que preocupan a la sociedad, pero que siguen ausentes de la agenda
política. De ello me ocuparé en próximas entradas.
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Actualidad política
martes, 28 de noviembre de 2017
Tendré que votar a Ciudadanos
Ya había escrito contra el cupo vasco hace años, pero estos últimos días el asunto ha vuelto a
estar de actualidad tras su aprobación por el Congreso de los Diputados con el voto en contra de Ciudadanos y Compromís. Los expertos en la
materia afirman que el País Vasco aporta muchísimo menos de lo que debería aportar
y, en consecuencia, sus ciudadanos reciben un trato privilegiado con relación
al resto de ciudadanos españoles. En una tertulia radiofónica, Ignasi Guardans
y Juan Manuel de Prada justificaban el cupo aduciendo que no todas las regiones
españolas se incorporaron a la nación de la misma forma y por ello deben
respetarse esas peculiaridades. Guardans, además, añadía que la presión fiscal
en el País Vasco es superior a la del resto de España, y insistía en el celo con que en dicha comunidad se articulan los procesos de inspección tributaria.
El origen tradicional de una
determinada institución o práctica social no la legitima si es contraria a los
valores de la Constitución. De lo contrario carecerían de sentido, por ejemplo, las críticas
a la necesidad de reformar la Constitución para consagrar la igualdad del
hombre y la mujer en la sucesión a la Corona. Es cierto que la desigualdad consagrada en la Constitución permite ese contrasentido, al igual que no puede negarse que la Disposición Adicional Primera "ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales". Pero el
argumento de Juan Manuel de Prada consistía en aludir a su origen tradicional
como resultado de un pacto que habría que respetar, aunque dichos derechos históricos sean fuente de injusticia y falta de solidaridad. El Tribunal Constitucional ha
declarado que no pueden pervivir instituciones que sean contrarias a los
valores constitucionales, por lo que si la fuente de dicha injusticia proviene de los derechos históricos no cabe duda de que resultan altamente discutibles
Podría argüirse que el problema
no es el cupo, sino la cantidad en la que se concreta. Perfecto. Vayamos ahí,
porque indudablemente lo más adecuado sería tratar de cohonestar la pervivencia
de los llamados "derechos históricos" con la justicia, igualdad y solidaridad entre españoles. Aquí la
crítica es bien clara: el cálculo del cupo es el resultado de la posición de
fuerza del PNV frente a la necesidad del PP de aprobar los presupuestos. El
PP podría responder que no tiene otra opción, habida cuenta de que no cuenta
con el apoyo del PSOE. No me convence el argumento: no debe aceptar ese
chantaje, y, como lo ha aceptado, yo, como valenciano que me siento
discriminado, no veo otra opción que votar a un partido como Ciudadanos que
finalmente se ha decidido a hacer frente a esta situación inaceptable y votar
en contra.
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Actualidad política
martes, 14 de noviembre de 2017
El manido argumento de la sentencia del Estatut
La sentencia del Tribunal
Constitucional de 2010 sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña ha sido el
argumento que con más insistencia han utilizado los independentistas para
justificar su política. Se ha llegado a afirmar por Javier Pérez Royo (autor de
cabecera para podemitas e independentistas) que esa sentencia fue un “golpe de
Estado” contra Cataluña. El Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales
algunos preceptos del Estatuto de 2006 -que ya había sido aprobado por las
Cortes Generales y votado en referéndum por los catalanes- y, puesto que el PP
planteó el recurso que dio origen a dicha sentencia, en última instancia sería
este partido el responsable del “golpe” y el causante de que no se haya
resuelto el problema catalán. Se trata de un
argumento que simplifica y desdibuja la realidad con la intención clara de
señalar al PP como principal responsable de lo que hoy sucede en Cataluña, y de
insistir en que el Tribunal Constitucional es una prolongación de los partidos
políticos y está desacreditado como órgano imparcial.
Los Estatutos de Autonomía forman
parte del denominado “bloque de constitucionalidad”. Por consiguiente, parece
razonable que, más allá de los requisitos que establece la Constitución para
proceder a su reforma y aprobación, se haga lo posible por lograr el mayor
consenso posible antes de tramitar su reforma. Sin duda, debería contarse con
el apoyo de los dos principales partidos nacionales, el PP y el PSOE, cuya
importancia a nivel nacional era todavía mayor en 2006. Apelo a su memoria o a google
para que recuerden que la reforma del Estatuto catalán se impulsó por Zapatero
de espaldas al PP. Nunca se buscó ningún tipo de acuerdo con este partido y
Zapatero sacó adelante el nuevo Estatut con el apoyo de CiU, pues ERC abogaba por la
abstención. Conviene recordar esto porque es trascendental. Es decir, el PSOE y
los independentistas pretendían no sólo marginar al PP de la reforma de un
estatuto que forma parte del “bloque de constitucionalidad”, sino que además
pretendían que el PP no recurriera ante el Tribunal Constitucional aquellos
preceptos que le parecían inconstitucionales. ¿No les parece que eso es mucho
pedir? ¿Cómo creen que habría reaccionado el PSOE en una situación similar?
Obviamente, nunca debió tramitarse dicha reforma sin contar con el apoyo del
PP. Al margen de ello, la ausencia de un recurso previo de inconstitucionalidad
impidió que el Tribunal Constitucional se pronunciara sobre la reforma aprobada
por las Cortes Generales antes de que se votara por los catalanes, lo cual es
un despropósito, sin duda. Pero la culpa de ello no recae ni única ni
principalmente en el PP, y tampoco en el Tribunal Constitucional. A mi juicio la
principal responsabilidad recae el sectarismo del PSOE, que decidió hacer un
cordón sanitario para aislar políticamente al PP.
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Actualidad política
lunes, 30 de octubre de 2017
Fracaso estrepitoso del independentismo
No me equivoqué, lectores. El fracaso del independentismo está siendo estrepitoso. No tocan fondo en su descenso al abismo del ridículo. ¡Y qué decir de Podemos! Ahí tienen a payasos zarrapastrosos como Miguel Urban o Dante Fachín defendiendo una República fantasma. Excelente carta de presentación como alternativa política a Rajoy, ¿verdad, Iglesias?
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