viernes, 28 de diciembre de 2007

La sombra de la misantropía

“El aprendizaje de la serenidad”, uno de los libros que más me han influido a lo largo de mi vida, escrito por el sacerdote jesuita Rafael Navarrete, comienza con una advertencia de su autor que en su día leí sin dedicarle ni siquiera un pensamiento, pero que sin embargo nunca ha sido engullida por el olvido. Navarrete precisa escuetamente que su libro puede ser leído por cualquier persona, salvo por aquellos que no creen en el hombre ni en la vida. ¿Acaso era necesaria esa aclaración? Si entonces hubiera intentado responder a esta pregunta que hoy me formulo, probablemente la advertencia me habría parecido absurda. Difícilmente un libro será aprovechado por unos pocos individuos que no constituyen ni siquiera una minoría. ¿Por qué entonces referirse a ellos? Ahora me doy cuenta de que el autor conocía el inmenso poder de la misantropía. Es un sentimiento que atrae con fuerza a las almas más nobles, a aquellas que han visto el mundo y se han dado cuenta de que sus buenos sentimientos y elevados ideales no tienen cabida en él a la escala que su espíritu reclama. No aman la vida, como les reprocha Nietzsche, porque no soportan su crueldad, porque anhelan un océano y no quieren beber el vaso de agua que se les ofrece. No teniendo estómago para tomar lo que pueden alcanzar, tampoco les entusiasma enaltecer el sufrimiento como vía de santificación en un mundo que saben irremisiblemente perdido. Hacer el bien sin esperanza de un mundo mejor aparece como un pasaporte hacia el cielo expendido por puro egoísmo, otra manifestación de crueldad. Y cuando no hay fe en una vida futura el panorama es todavía más desalentador.

El autor sabía muy bien de qué hablaba. En el libro enseña a mirar de frente el sufrimiento, no para superarlo mediante la eliminación de lo que creemos que lo causa, sino para acogerlo gozosamente, pues “si lo comprendes, las cosas son como son; si no lo comprendes, las cosas son como son”. El sufrimiento está en nuestra mente, como reitera la tradición oriental; la solución, pues, está en nosotros mismos. Esto está muy bien, pero casi inevitablemente conduce, cuando no a la misantropía, a la soledad. El personaje de Vasudeva en la novela “Siddharta”, de Hermann Hesse, es un claro ejemplo de ello. Quizá la soledad no sea el destino inexorable del santón oriental, pero su independencia –“no pongas en bolsillo ajeno la llave de tu felicidad”- y desconexión del mundo nos lo presentan como un maestro que vive alejado, allá en las montañas, y al que algunos acuden en busca de ayuda, como sucede con estas estrellas de Hollywood que marchan al Tibet para lograr esa sabiduría de la vida que podrían hallar en el párroco de un barrio de Los Ángeles. No negaré que la sabiduría oriental desconozca la caridad, pero no deja de ser llamativo que sean cristianos como las Hermanas de la Caridad, fundadas por Teresa de Calcuta, u hombres como Vicente Ferrer quienes se embarquen en un magno esfuerzo de combate diario contra la miseria, quizá porque piensan que las cosas pueden ser de otra manera, que hay que comenzar a edificar el reino de Dios en la tierra.


jueves, 27 de diciembre de 2007

Misericordia

Hay personas que se enternecen al ver un perro abandonado. Lo recogen, se lo llevan a casa y lo cuidan hasta que dan con el dueño o lo ponen en manos de asociaciones protectoras de animales. Nada que objetar. Demuestran una ternura y sensibilidad digna de alabanza. Pero, aunque les suene a tópico, no puedo evitar comparar el trato cariñoso que se dispensa a los animales abandonados con el que tantas veces falta cuando se trata de una persona. Desde que concluyó el verano, apareció por mi barrio un inmigrante negro que se puso a vivir en la calle. Dormía tapado por unos cartones, aunque finalmente terminó “instalándose” en un parque. Por las mañanas, cuando caminaba hacia el trabajo, lo veía cepillarse los dientes y observaba algunos briks de leche y otros productos con los que se alimentaba. No pedía limosna ni molestaba a nadie. Simplemente vivía en la calle sin que nadie lo recogiera en su casa ni se preocupara por él. Cuando empezó a hacer frío, estuve tentado de regalarle un gabán que tengo guardado. No me decidí a dar el paso y el gabán sigue olvidado mientras que el inmigrante ha desaparecido y ya no atosiga nuestras conciencias.

Siempre podemos buscarnos excusas burdas para no atender a las personas y sí a los animales. Al fin y al cabo, los animales no mienten ni roban, ¿verdad? Es más seguro orientar nuestra sensibilidad hacia el perro y confiar en nuestro sistema de protección social para casos de necesidades personales. La racionalización de nuestra moderna sociedad ha desterrado de nuestra vida algunas de las obras de misericordia corporales propias de los cristianos, a saber, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino o vestir al desnudo. Hay gente que suele contraponer las luces de la modernidad ilustrada, de la que sería heredera nuestra sociedad, con el oscurantismo medieval. Mucho habría que decir sobre el tema, pero me conformaré con recordar un detalle que me llamó poderosamente la atención cuando leí la novela “Ivanhoe”, de Walter Scott. En la sociedad medieval que describe Scott, regía efectivamente la obligación de dar posada, comida y bebida. No diré que me parezca mal que exista la casa de la caridad, caritas u otras organizaciones destinadas a las obras de misericordia, pero de alguna manera su existencia facilita que sigamos viendo el sufrimiento ajeno sin que nos mueva a actuar.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Azorín y los ruidos de España

En su libro “Castilla”, Azorín, en medio de la descripción de una fonda, desliza la siguiente reflexión:

“A toda hora, de día y de noche, se perciben golpazos, gritos, canciones, arrastrar de muebles. Una charla monótona, persistente, uniforme, allá en el corredor, nos impide conciliar el sueño durante horas enteras. Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo –consiguientemente de civilización- se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria –en las fondas- más silencio, blandura y confortación”.

En pleno siglo XXI las palabras de Azorín siguen siendo una triste realidad: muchísimos españoles, pese a pagar enormes cantidades de dinero por nuestras viviendas, seguimos escuchando el televisor, los ronquidos, la música y las juergas de nuestros vecinos. ¡Qué vergüenza! No hace falta más que adentrarse en foros de arquitectura en Internet para comprobar que las normativas siguen sin resultar efectivas. 

Azorín alude no sólo a las viviendas, sino también a las fondas y a los hoteles. También en este caso tiene más razón que un santo. Acabo de pasar una noche en el hotel Express by Hollyday Inn. Se trataba de un hotel de poco más de cinco años. El aislamiento entre habitaciones era penoso –afortunadamente las ventanas eran muy buenas-. Escuchaba perfectamente las toses de otras personas. 

Nos reímos de estas historias, pero el problema es grave y me parece increíble que no podamos zanjarlo de raíz. Mientras no seamos capaces de decirle al mundo que en España cada cual puede vivir en paz en su casa, de poco sirve que en el producto interior bruto por habitante hayamos pasado a Italia.

sábado, 8 de diciembre de 2007

El informe sobre el nivel educativo en España

A ninguna persona que conozca medianamente la situación de la educación en España le pueden haber sorprendido los datos ofrecidos por el Informe PISA sobre el nivel educativo de los países de la OCDE. Pero, como leía en un artículo hace poco, incluso no hace falta trabajar en la educación, pues basta simplemente con ver y escuchar a los niños y jóvenes españoles para darse cuenta de que su nivel educativo es paupérrimo

Los datos han servido para que durante un día hagamos autocrítica a la española, es decir, echando la culpa a los demás cuando no frivolizando con los datos, y al siguiente nos olvidemos del tema, como siempre. Entre las declaraciones del día merece la pena que recordemos lo dicho por Zapatero. No ha responsabilizado directamente a los padres de los malos resultados de los hijos, pero ha dejado caer que la floja educación de los padres inevitablemente influye en los hijos. De ahí se colige que progresivamente los resultados irán mejorando con el paso del tiempo. El genuino optimismo antropológico del perfecto progre.

Es una lástima que ante un problema tan crucial para el futuro de la nación debamos conformarnos con análisis tan superficiales y, la mayor parte de las veces, sostenidos en burdas falsedades. Es el caso de lo que dice Zapatero. Si algo es particularmente preocupante de la situación de la educación en nuestro país es precisamente que las nuevas generaciones están peor formadas que las pasadas. Nadie mejor que los profesores universitarios con más de sesenta años para ilustrarnos sobre el particular. Y si le preguntamos, tengan por segura su respuesta: en los últimos tiempos están llegando a la Universidad alumnos que sencillamente son incapaces de escribir y hablar con propiedad y de leer un texto medianamente complejo. El fenómeno de los exámenes ininteligibles es cada vez más común. Consiste en que el profesor se siente incapaz de valorar si el alumno ha respondido correctamente o no, sencillamente porque le resulta ininteligible –no por la caligrafía, aunque también- la idea que, aderezada de faltas ortográficas, ha tratado de expresar.

Desconozco los proyectos del gobierno para mejorar la educación y no estoy en disposición de hacer un análisis exhaustivo para indicar el camino que debería seguirse para mejorar la educación en España en los primeros niveles –los más importantes- del sistema educativo. No obstante, parece claro que hay que estudiar más y mejor: cantidad y calidad. Dejaré a los expertos en pedagogía lo relativo a la mejora cualitativa de la educación, y me centraré en algo que dicta el sentido común: adquirir una buena educación requiere tiempo y esfuerzo. ¿Ustedes han reparado en el calendario escolar español? Entre fiestas y puentes nuestros niños y jóvenes pasan poco tiempo en el aula. No es adecuado en absoluto que las vacaciones estivales duren aproximadamente tres meses. Por ahí hay que empezar a poner remedio al desaguisado. Más tiempo en el aula y, a ser posible, potenciando la adquisición de habilidades de base: lectura, cálculo y expresión escrita y verbal. Con esta sencilla receta mucho mejor nos iría.