En su libro “Castilla”, Azorín, en medio de la descripción de una fonda, desliza la siguiente reflexión:
“A toda hora, de día y de noche, se perciben golpazos, gritos, canciones, arrastrar de muebles. Una charla monótona, persistente, uniforme, allá en el corredor, nos impide conciliar el sueño durante horas enteras. Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo –consiguientemente de civilización- se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria –en las fondas- más silencio, blandura y confortación”.
En pleno siglo XXI las palabras de Azorín siguen siendo una triste realidad: muchísimos españoles, pese a pagar enormes cantidades de dinero por nuestras viviendas, seguimos escuchando el televisor, los ronquidos, la música y las juergas de nuestros vecinos. ¡Qué vergüenza! No hace falta más que adentrarse en foros de arquitectura en Internet para comprobar que las normativas siguen sin resultar efectivas.
“A toda hora, de día y de noche, se perciben golpazos, gritos, canciones, arrastrar de muebles. Una charla monótona, persistente, uniforme, allá en el corredor, nos impide conciliar el sueño durante horas enteras. Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo –consiguientemente de civilización- se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria –en las fondas- más silencio, blandura y confortación”.
En pleno siglo XXI las palabras de Azorín siguen siendo una triste realidad: muchísimos españoles, pese a pagar enormes cantidades de dinero por nuestras viviendas, seguimos escuchando el televisor, los ronquidos, la música y las juergas de nuestros vecinos. ¡Qué vergüenza! No hace falta más que adentrarse en foros de arquitectura en Internet para comprobar que las normativas siguen sin resultar efectivas.
Azorín alude no sólo a las viviendas, sino también a las fondas y a los hoteles. También en este caso tiene más razón que un santo. Acabo de pasar una noche en el hotel Express by Hollyday Inn. Se trataba de un hotel de poco más de cinco años. El aislamiento entre habitaciones era penoso –afortunadamente las ventanas eran muy buenas-. Escuchaba perfectamente las toses de otras personas.
Nos reímos de estas historias, pero el problema es grave y me parece increíble que no podamos zanjarlo de raíz. Mientras no seamos capaces de decirle al mundo que en España cada cual puede vivir en paz en su casa, de poco sirve que en el producto interior bruto por habitante hayamos pasado a Italia.
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