jueves, 27 de diciembre de 2007

Misericordia

Hay personas que se enternecen al ver un perro abandonado. Lo recogen, se lo llevan a casa y lo cuidan hasta que dan con el dueño o lo ponen en manos de asociaciones protectoras de animales. Nada que objetar. Demuestran una ternura y sensibilidad digna de alabanza. Pero, aunque les suene a tópico, no puedo evitar comparar el trato cariñoso que se dispensa a los animales abandonados con el que tantas veces falta cuando se trata de una persona. Desde que concluyó el verano, apareció por mi barrio un inmigrante negro que se puso a vivir en la calle. Dormía tapado por unos cartones, aunque finalmente terminó “instalándose” en un parque. Por las mañanas, cuando caminaba hacia el trabajo, lo veía cepillarse los dientes y observaba algunos briks de leche y otros productos con los que se alimentaba. No pedía limosna ni molestaba a nadie. Simplemente vivía en la calle sin que nadie lo recogiera en su casa ni se preocupara por él. Cuando empezó a hacer frío, estuve tentado de regalarle un gabán que tengo guardado. No me decidí a dar el paso y el gabán sigue olvidado mientras que el inmigrante ha desaparecido y ya no atosiga nuestras conciencias.

Siempre podemos buscarnos excusas burdas para no atender a las personas y sí a los animales. Al fin y al cabo, los animales no mienten ni roban, ¿verdad? Es más seguro orientar nuestra sensibilidad hacia el perro y confiar en nuestro sistema de protección social para casos de necesidades personales. La racionalización de nuestra moderna sociedad ha desterrado de nuestra vida algunas de las obras de misericordia corporales propias de los cristianos, a saber, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino o vestir al desnudo. Hay gente que suele contraponer las luces de la modernidad ilustrada, de la que sería heredera nuestra sociedad, con el oscurantismo medieval. Mucho habría que decir sobre el tema, pero me conformaré con recordar un detalle que me llamó poderosamente la atención cuando leí la novela “Ivanhoe”, de Walter Scott. En la sociedad medieval que describe Scott, regía efectivamente la obligación de dar posada, comida y bebida. No diré que me parezca mal que exista la casa de la caridad, caritas u otras organizaciones destinadas a las obras de misericordia, pero de alguna manera su existencia facilita que sigamos viendo el sufrimiento ajeno sin que nos mueva a actuar.

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