Creo que esta reflexión publicada hace casi diez años en "Las Provincias" sigue siendo válida y la reproduzco en el blog.
El preceptor
Ando estos días un tanto azorado por
no haber leído a Azorín. Y es que tanto lo alaba Julián Marías, cuya figura y
obra constituye para mí una referencia obligada, que he terminado por
convencerme de que la lectura de Azorín es imprescindible. De momento, he ido a
la librería a por uno de sus libros, La
voluntad, aunque todavía no he tenido tiempo para hincarle el diente.
Veremos qué tal congeniamos Azorín y yo porque, dado mi fervor galdosiano, no
aventuro un amor a primera página.
Mi ignorancia de la obra de Azorín
me ha hecho reflexionar sobre los largos veranos que pasaba felizmente
enjugazado cuando era un adolescente. No es cuestión de mortificarse por ello,
pues las decisiones personales no se pueden valorar desligadas del contexto en
el que se adoptan. Además, hay tantas lecturas deliciosas reposando en los
anaqueles que uno viviría en perpetuo desasosiego si se sintiera en falta por
no haberlas saboreado. De todas formas, no puedo evitar pensar que podía haber
dedicado más tiempo a la lectura de obras y autores que he conocido
posteriormente, a veces merced a un buen consejo –nunca agradeceré lo bastante
a José María Rojo que en primer curso de la carrera de Derecho me aconsejara
leer Antropología Metafísica de
Julián Marías-, otras por mero azar, movido por el deseo de saber.
Este pensamiento me llevó a
plantearme cómo se pueden encuadrar ciertas lecturas básicas en la biografía de
un español culto. Si durante la época formativa –Colegio, Instituto y, en su
caso, Universidad- se pierde la oportunidad de familiarizarse con ese poso
imprescindible, luego sólo una voluntad tenaz por mejorar y una buena dosis de
suerte pueden paliar la falta. El problema es más grave de lo que se piensa,
debido a que esas lecturas imprescindibles exigen un esfuerzo que va más allá
del tiempo que se le puede dedicar en el colegio. ¿Y qué hay más allá de las aulas?
Algunos pocos afortunados cuentan con una biblioteca en casa y padres que les
aconsejan bien y les inician en los buenos hábitos. Otros, aunque carecen de
esa suerte, no es infrecuente que también sean apoyados por sus progenitores,
quienes, preocupados por el éxito académico de sus hijos, no dudan en contratar
para ellos un profesor particular.
Efectivamente, en nuestros días es
muy frecuente contratar un profesor particular, sobre todo para matemáticas e
inglés. No es que me oponga a esta figura, pero sí que detecto algunas taras en
su enfoque. El profesor particular se presenta hoy como un remedio frente a la
amenaza de fracaso escolar, pues, si el hijo está aprobando, se entiende que no
hay nada de qué preocuparse. El profesor, que suele ser un especialista que
profundiza en la materia que explican en el Colegio o Instituto, trata de que
el alumno logre superarla. Si el alumno aprueba con buena nota, el profesor
habrá cumplido su misión con éxito. ¡Qué diferencia entre esta figura y la de
los preceptores de antaño!
En el pasado, la inexistencia de una
educación obligatoria hacía que muchos padres contrataran preceptores que se
encargaban de ofrecer una formación integral para sus hijos. Ilustres filósofos
como Hobbes, Kant o Stuart Mill se ganaron la vida como preceptores. Ni que
decir tiene que hoy nadie contrata un preceptor, en el sentido clásico del
término, pues se entiende que para eso ya está el Colegio; además, nadie se
ofrece como tal. Sin embargo, tras la reflexión a la que me llevó mi azoramiento
azoriniano, he acabado convencido de que resultaría altamente provechoso
recuperar esta figura.
Por una parte, nos hallamos con una educación de muy baja calidad, por
las razones que sean, en los niveles inferiores a la Universidad. Completar
todo aquello que no se enseña y que, sin embargo, una persona culta debe
conocer, bien se trate de conocimientos en sentido estricto, bien de
determinadas habilidades, resulta mucho más importante que superar con éxito
esta educación oficial. Además, está muy extendida la cultura de la
especialización, cuyos males ya fueron advertidos por Ortega en La rebelión de las masas, que no
favorece el esfuerzo extraescolar por adquirir una completa formación de base,
y que conduce de manera excesivamente temprana a orientar a los estudiantes
hacia aquello en lo que destacan, porque es lo que les garantizará un puesto de
trabajo bien remunerado. La especialización es importante, qué duda cabe, pero
cuando es excesiva embrutece y debe ser combatida. Finalmente, la ingente bibliografía
existente puede redundar, si no se dispone de una buena orientación, en una
considerable pérdida de tiempo en lecturas poco provechosas.
Este panorama aconseja contar con un
buen preceptor: una persona culta, íntegra y cabal capaz de orientar la
formación integral del alumno, que complete la imprescindible labor educativa
que le compete a la familia y al colegio sin guiarse por las urgencias
académicas del estudiante. El preceptor puede evitar muchos esfuerzos baldíos
si guía al alumno sabiamente con un adecuado plan de lecturas, estimulándole a
adentrarse en ellas y facilitando su asimilación con explicaciones e
intercambio de impresiones. Entre ellas, en mi opinión, Galdós no debería
faltar; Marías me ha persuadido de que Azorín
tampoco, pero ya les contaré.
2 comentarios:
Muy de acuerdo pero... ¿Quién puede pagarse un preceptor en una sociedad de perceptores y subsidiados?
Pues aquellos que pagan un profesor particular a sus hijos. Se trata de cambiar el enfoque. ¡Qué alegría, Lanzas! Un abrazo.
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