La Unión Europea se ha consolidado como una unión de Estados-nación, pero hubo un tiempo –hace aproximadamente tres décadas- en que se hablaba bastante de la Europa de los pueblos como una forma de reivindicar el papel de las regiones en el proyecto europeo. No fructificó: las entidades regionales, más allá del papel que desempeñan en el marco de cada Estado, carecen de peso específico en el mundo globalizado en que vivimos. El propio Estado-nación, pese a su importancia, ha perdido y sigue perdiendo protagonismo en benefició de las grandes potencias (China, EE.UU, Japón, Rusia, la Unión Europea) y de las ciudades globales que actúan como centro aglutinador de empresas, talento y cultura. Entre ellas la competencia es feroz y actualmente hay cuatro ciudades situadas en la cumbre: Nueva York, Londres, Tokio y París. Estas ciudades son un factor de riqueza y los Estados que las albergan deben preocuparse por cuidarlas al máximo. En lo últimos años Madrid ha ido ganando posiciones y lleva camino de convertirse en una gran ciudad global, lo que beneficia enormemente a España. Ante este fenómeno, existe el riesgo de que las rivalidades regionales supongan impedimentos para su crecimiento y consolidación como gran ciudad global. Si los catalanes fueran capaces de hacer autocrítica se darían cuenta de los colosales errores que han cometido con su proyecto independentista. Barcelona era la ciudad más importante de España a principios de los años setenta y, apoyada por las inversiones del Estado, logró incluso organizar unos Juegos Olímpicos. Lamentablemente para los barceloneses todo aquello fue perdiendo fuerza por el nacionalismo excluyente antiespañol que ha permitido que Madrid se convierta en la gran ciudad de referencia en España. Sin duda es nuestro gran activo y hay que apostar por ella.
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