La amnistía y el principio de proporcionalidad
La
proposición de ley de amnistía presentada por el Grupo Parlamentario Socialista
ha generado enorme polémica. Desde que el PSOE cambió de posición política
y se mostró favorable a amnistiar al movimiento independentista se ha abierto
el debate sobre si nuestra Constitución admite la amnistía. El análisis de los
argumentos que exponen los diferentes autores que se han ocupado del asunto es
interesante y me gustaría sumarme a él para destacar una idea: la aprobación de
la amnistía ahonda en la crisis del Estado constitucional de Derecho nacido en
1978, y la razón última de que esto se vaya a producir radica en la apuesta que
la doctrina mayoritaria y el propio Tribunal Constitucional han realizado en
favor del principio de proporcionalidad a lo largo de las últimas décadas.
Podría decirse que la admisión del principio de proporcionalidad ha desarmado
al Estado constitucional.
I
Los
defensores de la amnistía centran sus esfuerzos en mostrar que no hay
argumentos concluyentes para afirmar que la Constitución ha vedado la
posibilidad de aprobar leyes de amnistía[1]. Su razonamiento se basa
en la ausencia de prohibición expresa de la amnistía en el texto constitucional,
sin que esta pueda verse afectada por la prohibición constitucional de los
indultos generales prevista en el art. 62i CE. A partir de ahí se esgrimen
otros argumentos en apoyo de la constitucionalidad de la amnistía: la propia
proposición de ley del Grupo Parlamentario Socialista destaca que se trata de
una institución muy presente en nuestra tradición jurídica; también se alude al
reconocimiento explícito de la amnistía en países como Italia, o su admisión en
otros como Alemania, pese a no estar reconocida en su Constitución (Pérez del
Valle, 2001, pp. 191-192).
Comenzaré refiriéndome a la presencia de la institución de la
amnistía en nuestra tradición jurídica. Es cierto que
en el último siglo se han aprobado amnistías en España, no sólo la de 1977. En
concreto, estando vigente la Constitución de 1876, que a diferencia de la
Constitución de 1869 y de la de 1931 no reconocía explícitamente la amnistía,
se aprobaron varias leyes de amnistía, entre las que destaca la de 8 de mayo de
1918. También cabe recordar que el 21 de febrero de 1936, tras la llegada al
poder del Frente Popular, por iniciativa de Azaña, la Diputación Permanente de
las Cortes amnistió a los condenados por la insurrección revolucionaria de
octubre de 1934. Ni la Constitución de 1876 ni la de 1931 tenían un carácter
normativo ni instauraban un Estado constitucional de Derecho a diferencia de la
Constitución de 1978 (Aragón, M., 2023). Si
algo ponen de relieve las amnistías aprobadas a principios del siglo XX es el
exorbitante poder del que disponía el poder legislativo y, por tanto, no
constituyen un antecedente válido para justificar la amnistía en nuestro Estado
constitucional de Derecho en el que los poderes públicos están sujetos a la
Constitución.
Mención aparte merece la Ley de Amnistía 46/1977,
de 15 de octubre, que no sólo borró delitos cometidos con intencionalidad
política, sino que también amnistió conductas delictivas -incluso en el ordenamiento jurídico franquista- de funcionarios y
agentes del orden público. Se trataba de favorecer la reconciliación y con ella
la concordia sin adentrarse en un proceso de rendición de cuentas que en aquel
contexto se pensó que podría haber generado una espiral de revanchismo y odio
que dificultara el éxito del proceso de Transición a la democracia. Por otra
parte, algunos delitos amnistiados eran conductas que con la llegada de la
democracia constituían el ejercicio legítimo de derechos humanos, tales como la
libre expresión en relación con la libertad ideológica. Por consiguiente, era
comprensible que estas conductas se tuvieran por no delictivas, al ser
coherentes con los fundamentos axiológicos de la democracia. La amnistía del
año 1977 fue una reivindicación de la oposición política al franquismo y gozó
de una amplísima aceptación popular, pese a que en aquel momento pudieran haber
sido excarcelados algunos miembros de organizaciones terroristas como el GRAPO
o ETA, o también consagrara la impunidad de agentes del franquismo responsables
de actos de tortura. Tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978 no se
ha aprobado ninguna amnistía (Peña
Freire, A., 2023)[2]. Por consiguiente, la apelación a la tradición jurídica española
es un argumento muy débil en defensa de la constitucionalidad de la amnistía.
Las
referencias a su presencia en los textos constitucionales de otros países o su
admisión en otros me parece un argumento secundario, debido a que el reconocimiento y utilización de la amnistía
puede responder a situaciones particulares de cada nación (que es el sujeto
político que subyace al Estado).
La
ausencia de una prohibición explícita de la amnistía constituye el núcleo del
debate. En el ámbito del Derecho privado tiene cierto sentido la máxima
kelseniana según la cual lo no prohibido está permitido; sin embargo, como
recuerda Manuel Aragón, los poderes públicos -también, por tanto, el poder
legislativo- actúan de acuerdo con el principio de sujeción, es decir, sólo
pueden hacer aquello que la ley les permite. Por tanto, la ausencia de
referencias a la amnistía en la Constitución está muy lejos de poder
interpretarse como una posibilidad abierta al poder legislativo, ya que, como
afirma este autor, “de la Constitución pueden derivarse prohibiciones
implícitas” (Aragón,
M., 2023). La prohibición implícita de la amnistía se
desprende, a su juicio, de varios argumentos entre los que debe analizarse en
primer lugar si la proscripción de los indultos generales no afecta a la
amnistía. El argumento es el clásico “a minori ad maius”, es decir, si están
prohibidos los indultos generales, con mayor motivo debe entenderse que lo esté
también la amnistía, por ser una medida más amplia, ya que no sólo borra la
pena, sino también la conducta delictiva. Frente al argumento de que el indulto
lo otorga el ejecutivo mientras que la amnistía corresponde aprobarla al
legislativo, Gimbernat observa que sólo el indulto individual es otorgado por
el ejecutivo de acuerdo con la ley de indulto de 1870, hoy todavía vigente.
Ahora bien, como dicha ley no regula los indultos generales, estos “sólo se podrían acordar -si la CE no los
hubiera prohibido, e igual que una amnistía- mediante una Ley Orgánica aprobada
por el Parlamento. Por ello carece de toda fuerza de convicción ese argumento
de que indultos generales y amnistía emanarían de dos poderes distintos del
Estado, siendo así que tanto el uno como la otra tendrían que ser aprobados -si
la CE lo hubiera permitido- por el Legislativo” (Gimbernat, E., 2023).
Para los defensores de la constitucionalidad de
la amnistía resulta esencial mostrar que entre la amnistía y el indulto hay
diferencias sustanciales que conducen a rechazar que la prohibición de los
indultos generales afecte a la amnistía. En esta tarea encuentran un punto de apoyo sólido en la STC 147/1986, de 25 de noviembre, que destaca “que es erróneo razonar sobre
el indulto y la amnistía como figuras cuya diferencia es meramente
cuantitativa, pues se hallan entre sí en una relación de diferenciación
cualitativa” (fundamento jurídico 2º). Precisamente la proposición de ley de
amnistía cita este pasaje para mostrar que la amnistía y el indulto son
instituciones diferentes en tanto responden a diferentes fines. La amnistía es
una medida que pretende utilizarse para afrontar problemas políticos y por ello
se adopta por el poder legislativo. No sería una medida de gracia como el
indulto, que se orienta a perdonar una pena y que se adopta por el poder
ejecutivo, sino un instrumento político que, más que el perdón, pretende el
olvido (de ahí la raíz común de “amnistía” y “amnesia”) con el fin de favorecer
la reconciliación, la concordia.
Obviamente, desde la perspectiva de quien ha
cometido la acción delictiva, es mucho más beneficioso que su delito se tenga
por no cometido -máxime cuando ni siquiera ha sido juzgado- que el perdón de la
pena que entraña el indulto. Pero como la finalidad de ambas medidas es
distinta, la diferencia cualitativa existe y, por consiguiente, la prohibición
de los indultos generales no es concluyente para descartar la
constitucionalidad de la amnistía. Y aquí llegamos al punto decisivo. Podría
pensarse que hay otros argumentos para sostener la prohibición implícita de la
amnistía por resultar incompatible con el Estado constitucional de Derecho. En
efecto, Manuel Aragón destaca cómo la amnistía afecta a la separación de
poderes, al principio de seguridad jurídica y también a la igualdad de los
españoles ante la ley consagrada por el art. 14 CE. Los argumentos de Peña
Freire mostrando cómo la amnistía atenta contra los principios del Estado de
Derecho son impecables, al igual que las referencias atinadísimas de García
Figueroa al error que supone “desjudicializar” la política (García Figueroa, A., 2023), por poner sólo algunos ejemplos (cfr., también, Atienza, M., 2023, García
Amado, J.A., 2023, De Lora, P., 2023 o Martínez Zorrilla, D., 2023)[3], pero la praxis constitucional que se lleva desarrollando por el
Tribunal Constitucional, con el apoyo casi unánime de la doctrina, ha dado al poder
legislativo el instrumento decisivo para que imponga sus razones. Se trata, en
mi opinión, de la mayor amenaza para el Estado constitucional de Derecho desde
la aprobación de la Constitución.
II
Durante décadas se viene admitiendo que los
derechos fundamentales pueden ser lesionados o restringidos siempre que haya
buenas razones para ello. Para examinar esas buenas razones se contaría con un
instrumento que encauza el proceso argumentativo y ofrece parámetros para
valorar racionalmente los argumentos que se planteen: el principio de
proporcionalidad. Parece que estamos ante la institucionalización de la razón
por la que aboga Alexy (Alexy, R., 2000). Sin embargo, algunos venimos
advirtiendo hace mucho tiempo del riesgo que entraña la generalización del
recurso al principio de proporcionalidad por amenazar los fundamentos
filosófico políticos del Estado constitucional (De Domingo, T., 2007, pp.
245-280).
El Estado constitucional de Derecho encuentra su
razón de ser en limitar la acción de los poderes públicos -en especial el
legislativo- para preservar los derechos fundamentales. El principio de
proporcionalidad permite que los derechos fundamentales puedan ser lesionados o
restringidos, aunque sólo por causas muy justificadas. El último paso del
principio de proporcionalidad, la ponderación -perfeccionada con precisión de
relojero prusiano por Alexy con su “fórmula del peso”- representa ese momento
final en el que la argumentación jurídica alcanza su esplendor con un juego de
razones y contra razones. Ahora bien, ¿quién está legitimado para introducir
esas excepciones que representan la lesión o restricción de los derechos
fundamentales? Naturalmente, el poder legislativo. Recordemos el artículo 53.1
CE en su segundo inciso: “Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su
contenido esencial podrá regularse el ejercicio…”. Es decir, con el principio
de proporcionalidad se está abriendo la puerta a que el poder legislativo introduzca
restricciones a los derechos fundamentales, pero se confía en que el Tribunal
Constitucional, como último garante de la Constitución, tiene en su mano
valorar si las decisiones del legislador han respetado el principio de
proporcionalidad. Podría pensarse que contamos con un instrumento para protegernos
de los excesos del poder legislativo pero esta es una impresión sumamente
equivocada, y no sólo por la evidente politización de este órgano.
Vaya por delante que cualquier Estado
democrático, no solo un Estado constitucional, requiere para su correcto
funcionamiento que los ciudadanos y los servidores públicos se conduzcan con
lealtad al proyecto común de convivencia política del que se forma parte. Pero
la organización institucional del Estado es muy importante a la hora de atajar
cualquier desviación de la responsabilidad que corresponde a cada cual. Quiero
decir con ello que ciertamente el principio de proporcionalidad podría ser una
herramienta que funcionara contando con que el legislador actúa de buena fe
buscando el interés general y respetando el control del Tribunal
Constitucional, que por su parte debería conducirse con independencia en su
labor de interpretar la Constitución y protegerla de las actuaciones que
resultan contrarias a la misma. Ahora bien, esta es una situación ideal y no se
debe desconocer que la vida política nos presenta ejemplos palmarios de un
ejercicio del poder político completamente ajeno al interés general. En este
contexto, que es el que estamos viviendo hoy en España, el principio de
proporcionalidad abre la puerta a que el poder legislativo carezca de límites.
En efecto, el recurso al principio
de proporcionalidad refuerza el papel del poder legislativo frente al Tribunal
Constitucional por una razón bastante evidente, pero que suele pasar
desapercibida: si se admite la posibilidad de que el poder legislativo pueda
restringir los derechos fundamentales, se amplía notablemente su margen
estructural de actuación y se desdibuja el papel del Tribunal Constitucional
como garante último de los derechos fundamentales. Es cierto que el Tribunal
Constitucional puede revisar en última instancia si son admisibles las razones
del legislador y valorar si ha habido un sacrificio desproporcionado del
derecho restringido; pero ¿por qué la valoración del Tribunal Constitucional
debe imponerse a la del poder legislativo cuando de lo que se trata es de decidir
la oportunidad de introducir unas restricciones que, según el propio Tribunal
Constitucional, la Constitución no estaría vedando? La situación es muy
distinta si se es fiel al fundamento axiológico del Estado constitucional y se
afirma que los derechos fundamentales no admiten restricciones. Aquí sí tiene
auténtico sentido la labor del Tribunal Constitucional como garante último de
unos derechos que se aspira a preservar por encima de la voluntad coyuntural de
los representantes políticos de los ciudadanos, porque son fruto de la decisión
soberana de la nación plasmada en la Constitución. Y, por ello, cuando se
estime que las circunstancias exigen restringir tales derechos, la vía adecuada
sería constitucionalizar tales restricciones a través de una reforma
constitucional respaldada explícitamente por los ciudadanos.
Si
nuestra praxis constitucional hubiera consagrado la tesis de que los derechos
fundamentales no admiten restricciones, la evidencia de que una amnistía
contraviene de manera flagrante tanto el principio de sujeción de ciudadanos y
poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art.
9.1CE) como el principio de igualdad establecido en el art. 14 CE, debería
haber bastado para declarar su inconstitucionalidad. Como afirma Manuel Aragón, el grado de excepcionalidad de la amnistía es tal que
“para que pueda haber amnistía, esta tenía que estar autorizada expresamente
por la propia Constitución como excepción a las reglas y principios generales
antes examinados [separación de poderes, seguridad jurídica e igualdad ante la
ley]” (Aragón, M., 2023). Evidentemente, no puedo estar más de acuerdo con esta
afirmación. Sin embargo, como el principio de proporcionalidad admite la
posibilidad de introducir “excepciones” siempre que con ellas se contribuya al
“interés general”, el poder legislativo ha encontrado la puerta abierta para
atacar el fundamento del Estado constitucional, habida cuenta de que el
Tribunal Constitucional le ha reconocido la competencia para decidir sobre qué es
aquello que afecta a los intereses generales. La situación no puede ser más
dramática. Esto se hace patente en unas frases de la exposición de motivos de
la proposición de ley que nos dan la clave de todo lo que está sucediendo. Tras
hacer una interpretación absolutamente tendenciosa de los acontecimientos
vividos en Cataluña desde el año 2010, la proposición de ley lanza el ataque
frontal al Estado constitucional de Derecho arrogándose en exclusiva la
“competencia” de las Cortes Generales, como representantes de la soberanía
popular, para decidir cuál es la solución que más conviene al interés general.
Ahí está la clave: el deseo del poder legislativo de desligarse de cualquier
atadura. Me permito reproducir el siguiente texto:
“En este tiempo [tras haber realizado el repaso
de los acontecimientos ligados al proceso independentista], las Cortes
Generales han tenido un papel preponderante a la hora de configurar la
respuesta de la soberanía popular a ese proceso independentista. Un papel que esta ley orgánica reafirma al
reconocer su competencia y legitimidad para hacer una evaluación de la
situación política y promover una serie de soluciones que deben ofrecerse
en cada contexto, de acuerdo con el interés general[4]. Así,
con esta ley orgánica de amnistía las Cortes Generales acuden de nuevo a un
mecanismo constitucional que refuerza el Estado de derecho para dar una
respuesta adecuada más de diez años después del comienzo del proceso
independentista, cuando ya se han superado los momentos más acusados de la
crisis y toca establecer las bases para garantizar la convivencia de cara al
futuro. De esta manera, al asumir las Cortes Generales esta decisión de
política legislativa, no solo no invaden otros espacios, sino que, muy al
contrario y en uso de sus competencias, asumen la mejor vía de las posibles
para abordar, desde la política, un conflicto político. La aprobación de esta
ley orgánica se entiende, por tanto, como un paso necesario para superar las
tensiones referidas y eliminar algunas de las circunstancias que provocan la
desafección que mantiene alejada de las instituciones estatales a una parte de
la población (…). Con la aprobación de
esta ley orgánica, por tanto, lo que el legislador pretende es excepcionar la
aplicación de normas vigentes a unos hechos acontecidos en el contexto del
proceso independentista catalán en aras del interés general, consistente en
garantizar la convivencia dentro del Estado de derecho, y generar un contexto
social, político e institucional que fomente la estabilidad económica y el
progreso cultural y social tanto de Cataluña como del conjunto de España,
sirviendo al mismo tiempo de base para la superación de un conflicto político”.
Es evidente que si el Tribunal Constitucional
decidiera entrar a valorar esas razones de “interés general” en las que se
apoya la amnistía inmediatamente sería acusado de invadir las competencias de
las Cortes Generales, legítimo representante de la soberanía popular. No lo
hará no sólo por temor al choque institucional -que recordemos que ya se vivió
en diciembre de 2022-, sino sencillamente porque reiterados pronunciamientos acreditan
su “autolimitación”, es decir, la dimisión de la función que
constitucionalmente le corresponde rechazando entrar a fiscalizar esas razones.
La propia proposición de ley recuerda un pasaje de la STC 42/2012, de 24 de
marzo, en el que se afirma que “la
Constitución no aborda ni puede abordar expresamente todos los problemas que se
pueden suscitar en el orden constitucional […]. Por ello, los poderes públicos
y muy especialmente los poderes territoriales que conforman nuestro Estado
autonómico son quienes están llamados a resolver mediante el diálogo y la
cooperación los problemas que se desenvuelven en este ámbito”. Ciertamente, la
Constitución no puede abordar todos los problemas, pero si es incapaz de
fiscalizar la existencia de un “interés general” real que justifique semejante
ataque a los principios en los que se sustenta nuestra Constitución, me sumo a
la pregunta de García Figueroa, “¿para qué tenemos una Constitución?” y, añado,
¿para qué sirve entonces el Tribunal Constitucional?
III
Para finalizar, me
gustaría apuntar una última idea importante. La proposición de ley se presenta
como “ley de amnistía”, pero en realidad se trata de una amnistía que
lógicamente es aprobada mediante una ley -además, por el procedimiento de
urgencia-. Una auténtica ley de amnistía sería aquella que regulara con
carácter general los requisitos que deben darse para la concesión de una
amnistía y el procedimiento a seguir[5]. En buena lógica dicha ley
de amnistía habría sido recurrida ante el Tribunal Constitucional habida cuenta
de su más que difícil encaje constitucional, y quizá de este modo se podría
haber abierto un debate sobre si en supuestos excepcionales, incluso sin
hallarnos en situaciones de transición política, es adecuado recurrir a la
amnistía para recuperar la concordia. Ese es el procedimiento que debería
haberse seguido si realmente se cree de buena fe que la amnistía puede ser un
instrumento de concordia, más allá de que resulte útil al Gobierno y a sus
aliados independentistas.
Sobre la regulación de
la amnistía con carácter general, hay que recordar que la constitución de 1869,
que fue aprobada tras la revolución de 1868 y estuvo vigente bajo el reinado de
Amadeo I, reconocía la posibilidad de que el Rey concediera amnistías e
indultos generales en su art. 74. Ahora bien, el propio artículo establecía que
para ello el Rey necesitaba estar autorizado por una ley especial. Lo mismo que
en la actualidad los indultos sólo pueden ser concedidos de acuerdo con el
procedimiento legalmente previsto. Muy diferente fue el tratamiento de la
amnistía en la Constitución republicana de 1931. En este caso el art. 102
otorgaba al Parlamento la posibilidad de conceder una amnistía en los
siguientes términos: “Las amnistías sólo podrán ser acordadas por el
Parlamento. No se concederán indultos generales”. La diferencia con relación a
la constitución de 1869 es palmaria: por una parte, la competencia para
conceder una amnistía se atribuye al poder legislativo y, además, no se
requiere la habilitación previa de una ley que regule la amnistía. Se trata del
mismo proceder que se está siguiendo actualmente con la proposición de ley de
amnistía presentada por el Grupo Parlamentario Socialista, es decir, se está
actuando conforme a lo previsto en la constitución de 1931 con la diferencia de
que esta constitución sí habilitaba al Parlamento explícitamente para otorgar
amnistías. La praxis política nos
devuelve a los tiempos de la II República.
BIBLIOGRAFÍA CITADA:
Alexy, R. (2000). “La
institucionalización de la razón”. Traducción de José Antonio Seoane. Persona y Derecho, núm. 43, pp. 217-249.
Aragón, M. (2023). “La
Constitución no permite la amnistía”. Iustel.
29 de agosto de 2023. En https://www.iustel.com/diario_del_derecho/noticia.asp?ref_iustel=1236494
(fecha de última consulta 8 de marzo de 2024).
Atienza, M. (2023). “La
falacia de la amnistía”. Diario
Información. 10 de octubre de 2023.
De Domingo Pérez, T. (2007).
“Neoconstitucionalismo, justicia y principio de proporcionalidad”. Persona y Derecho, núm. 56, pp. 245-280.
De Lora, P. (2023). “La amnistía
y los siervos de la glosa” (https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2023-08-12/amnistia-siervos-glosa/,
fecha de última consulta 8 de marzo de 2024).
García Amado, J.A.
(2023). “Sobre amnistías y embudos”. ABC.
30 de agosto de 2023.
García Figueroa, A.
(2023). “Notas sobre la proposición de ley de amnistía (I): la exposición de
motivos” (https://almacendederecho.org/notas-sobre-la-proposicion-de-ley-de-amnistia-i-la-exposicion-de-motivos,
fecha de última consulta 8 de marzo de 2024).
Gimbernat, E. (2023).
“Indultos generales y amnistías”. Iustel.
25 de septiembre de 2023. En https://www.iustel.com/diario_del_derecho/noticia.asp?ref_iustel=1237213 (fecha de última consulta 8 de marzo de 2024).
Martínez Zorrilla, D.
(2023). “La amnistía y el principio de proporcionalidad” (https://almacendederecho.org/la-amnistia-y-el-principio-de-proporcionalidad, fecha de última consulta 8 de marzo de 2024).
Peña Freire, A. (2023).
“Amnistías, indultos y estado de derecho” (https://almacendederecho.org/amnistias-indultos-y-estado-de-derecho, fecha de última consulta 8 de marzo de 2024).
Pérez del Valle, C.
(2001). “Amnistía, Constitución y justicia material”. Revista española de Derecho Constitucional, núm. 61, pp.
187-206.
[1]. Los principales argumentos a
favor de la amnistía se recogen en el “Dictamen sobre una propuesta de ley de
amnistía” encargado por la formación política Sumar (https://theobjective.com/espana/politica/2023-10-10/propuesta-amnistia-sumar/, fecha de última consulta el 8 de
marzo de 2024).
[2]. Como argumenta este autor, la
conocida como “amnistía fiscal” aprobada por el PP en 2012 no constituye una
amnistía, sino un proceso de regularización fiscal que no borra ilícitos ni
excluye sanciones.
[3]. Todos ellos muestran la ausencia de razones que puedan justificar la amnistía que se va a otorgar a los independentistas catalanes por los delitos de los que deben responder.
[4]. Énfasis añadido.
[5]. Incluso los juristas que han
elaborado el Dictamen para la proposición de una ley de amnistía identifican
con carácter general (pp. 15-17) cuáles deberían ser los requisitos
constitucionales de una ley de amnistía.
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