Pese a que resulte indignante ver cómo
una minoría pisotea la Constitución y se mofa de la soberanía del pueblo
español, el análisis de lo acontecido el domingo en Cataluña no debe ser
visceral, sobre todo en lo que respecta a la actuación del Gobierno de Rajoy.
La primera impresión nos lleva a pensar
que si el Tribunal Constitucional había suspendido el “proceso participativo”
impulsado por la Generalitat catalana, el hecho de que se haya producido
menoscaba la credibilidad de las instituciones del Estado de Derecho y deja a
Rajoy como un presidente incapaz de mantener incólume el orden público
constitucional. Por ello, es lógico que se le critique duramente hasta el punto de llamarle traidor, como hace Santiago Abascal, presidente de
Vox. Sí,
toda la razón, pero “¿habría sido mejor correrlos a hostias por toda
Cataluña mientras la Guardia Civil [o los mossos, venga] quemaba las urnas en
una pira ante las cámaras de la CNN?” como se pregunta José García Domínguez. Y es que a veces tener razón nos puede
llevar a equivocarnos, sobre todo cuando se abordan problemas políticos.
En el azaroso ejercicio de interpretar
las razones del héroe del silencio yo me inclino a pensar que Rajoy, después de
sopesar ventajas y costes, llegó a la conclusión de que la imagen de policías
cerrando locales, llevándose urnas y -es de suponer- pegando mamporros era
mucho más perjudicial que dejar que todo sucediera como finalmente se produjo,
porque, al margen de otras consideraciones, ello no le impedía instar la
actuación de la fiscalía con posterioridad, como parece que así va a ser. Por otra
parte, no cabe descartar, a raíz de las últimas informaciones publicadas, que
Rajoy y Mas pactaran lo de ayer: Mas puede “vender” a los suyos que la
consulta, pese a todo, se celebró, y que además se produjo gracias a él, que
asumió la responsabilidad de lo acontecido. Por su parte, Rajoy puede seguir diciendo, y es
verdad, que lo de ayer no fue ni un referéndum ni una consulta con garantías
democráticas, tal y como destaca hoy la prensa internacional. No obstante,
queda mucho más debilitado Rajoy, pues si su partido tenía como bandera la
defensa de la nación española, hoy hasta por ahí hace aguas el PP. Rajoy lo ha
permitido y eso, felonía al margen, tiene un coste político altísimo, pues bajo
su mandato se ha producido un gravísimo quebrantamiento del Estado de Derecho.
Rajoy debía haber actuado mucho antes
para evitar lo del domingo. Debía haber preparado el
terreno para que si esta se producía se tuviera la certeza de que las fuerzas y
cuerpos de seguridad del Estado actuarían sin vacilación. Al no haber tenido
ninguna iniciativa política en la lucha contra el independentismo más allá que
la mera interposición de recursos ha llegado muy debilitado al pulso
final y por eso se ha asustado de esa imagen de correrlos a hostias a la que se
refiere García Domínguez. Rajoy no ha comprendido que la defensa del
Estado de Derecho exige la defensa de su fundamento, España, la nación
española, y que ésta no se logra únicamente a través de medidas jurídicas, sino
mediante una iniciativa política que dé respuesta al desafío independentista.
¿Cómo plantar cara políticamente al independentismo? Esta es la gran pregunta.
Antes de responder lo que creo que habría que haber hecho y que todavía estamos
a tiempo de hacer, diré que lo último que debe hacerse ahora mismo es negociar
una reforma constitucional con los independentistas catalanes. En este momento,
después de haber actuado de forma manifiestamente ilegal y antidemocrática,
jamás. Si la actitud de Rajoy es vergonzosa, ya me dirán cómo calificar las
declaraciones de Pedro Sánchez el mismo domingo. Que en pleno desafío a la
Constitución el líder del PSOE diga que quiere a los catalanes para liderar el
cambio en España es bochornoso, patético, ridículo a más no poder. El PSOE se
ha puesto de perfil, como siempre, cuando se trata de defender la España
constitucional, optando por una inexistente tercera vía dada la polarización
del movimiento independentista. Fíjense que de haber instado a la fiscalía a
actuar Rajoy no hubiera estado respaldado por el principal partido de la
oposición, ni por supuesto por Podemos, cuyo proyecto político no se basa en
modo alguno en la defensa de la nación española. Sólo UPyD y Ciudadanos (por
referirme a partidos con presencia parlamentaria y vocación nacional) habrían
respaldado a Rajoy, y cada vez es más evidente para algunos que la gran
esperanza radica en estos partidos como fuerzas regeneradoras del sistema
constitucional del 78. Pero este es otro tema, aunque guarde relación con el
que nos ocupa.
Retomemos el asunto. ¿Cómo combatir
políticamente el independentismo? Yo me atrevería a dar tres claves.
1. Asumir la realidad
regional de España. Hay quienes piensan que España es una nación de ciudadanos libres e
iguales, o que así debería concebirse. Y no les falta razón, pero España es más
que eso. La Constitución reconoce el derecho a la autonomía de las “regiones” y
“nacionalidades” que la constituyen. El Tribunal Constitucional ha sostenido
reiteradamente que la autonomía no tiene su origen en supuestos derechos
históricos, sino que se fundamenta exclusivamente en la Constitución. Eso es
verdad, pero no lo es menos que la Constitución no crea esas regiones, sino que
reconoce su existencia, al margen de cómo luego se articulen en comunidades
autónomas. Es decir, España se compone no sólo de ciudadanos, sino de
sociedades intermedias de inserción, como son las regiones. La autonomía
política de las regiones y nacionalidades constituidas en comunidades autónomas
significa que son capaces de reflexionar sobre su propia realidad, sobre su
“nosotros” regional y pensar en España como proyecto común desde su propia
perspectiva valenciana, murciana, andaluza o gallega. Pero esa reflexión puede
concretarse en un deseo de independencia más o menos mayoritario, como sucede
en Cataluña o el País Vasco. En definitiva, es fundamental darse cuenta de que
la autonomía política del Estado de las autonomías abre la puerta al deseo de
secesión, por lo que es de capital importancia que España cuente con proyectos
nacionales. Si no es así se corre el riesgo de que el “nosotros” regional
termine por representar un factor de identidad colectiva más importante que el
“nosotros” nacional. Una política tecnocrática que abandone las referencias
nacionales es un suicidio. Ni más ni menos que lo que Rajoy hace cuando dice
eso de que aquí lo que importa es la economía.
2. Poner un listón
visible al independentismo y anunciar las consecuencias. Esta idea me parece
esencial. No hay que cerrar nunca las puertas a la posibilidad de que España deje
de existir como nación, sobre todo si el deseo de secesión en una región
alcanza un grado tal que hace imposible la concordia nacional. En esos casos la
secesión puede ser incluso una buena solución para los que permanecen unidos.
Cuando hablo de poner un listón visible al independentismo me refiero a dejar
claro que pueden tener éxito en sus objetivos si realmente cuentan con una
mayoría muy cualificada de personas que apoyan la secesión en dicha región. La
verificación de esa mayoría siempre debe producirse a través de mecanismos
constitucionalmente legítimos. ¿Y cuál sería esa mayoría? Dado que la
independencia implica una redefinición completa del “nosotros”, no estamos hablando de elegir a
nuestros representantes parlamentarios para los próximos cuatro años, se trata
de una decisión en la que está democráticamente justificado reclamar un
pronunciamiento explícito en tal sentido de un amplio porcentaje del cuerpo
electoral de esa región. Por eso aquí el nivel de participación es muy
relevante. A mi juicio una medida muy adecuada para combatir el independentismo
sería lanzar el mensaje de que si los partidos catalanes deciden convertir las
elecciones autonómicas en un plebiscito sobre la independencia a través de un
único punto en su programa electoral, tienen todo el derecho a presentárselo
así a los ciudadanos. Y acto seguido decirles que si en esas elecciones la
participación alcanza el 80% y el apoyo a los partidos favorables a la
independencia es de más del 70% el partido X propondrá una reforma
constitucional para que todos los españoles puedan votar y hacer efectiva la
secesión. Inmediatamente dejaría claras las consecuencias: quien decide
marcharse debe saber que se le tratará como a un Estado extranjero y se
intentarán lograr las máximas ventajas para quienes permanecemos unidos. Es
decir, que los ciudadanos de la región que se separa tengan muy claras las consecuencias de semejante decisión.
3. Respeto a la Constitución. El último punto en la batalla contra el independentismo es un
escrupuloso respeto a la Constitución, al Estado de Derecho. Si se ha sentado
lo anterior, la defensa de la Constitución se fortalece moralmente porque le
has arrebatado al independentismo el argumento de que ellos son quienes
defienden la democracia. El independentismo no defiende la
democracia, defiende sus objetivos sin importarle que la participación en la
votación ilegal del otro día no alcanzara un 40% de participación. Cualquier
demócrata estaría avergonzado de pretender romper una nación de siglos de
historia con tan escaso apoyo explícito popular. El verdadero demócrata es el
que escucha a todo el pueblo y tiene en cuenta que incluso aquellos que no
desean participar en unas elecciones forman parte del “nosotros” y no puede
decirse que han dado su consentimiento a algo cuando en realidad no lo han
hecho. Rajoy podría haber instado a las fuerzas y cuerpos de seguridad a
defender la Constitución y al mismo tiempo haber esgrimido a su favor –reforzadamente-
el argumento de la democracia si hubiera tenido la iniciativa política de poner
un listón al independentismo en el marco de la Constitución.
Rajoy no ha hecho absolutamente nada y
el resultado ha sido el que conocemos. Todavía estamos a tiempo de combatir el
independentismo asumiendo la necesidad de recuperar la iniciativa política en
defensa de la nación española. El problema es que el panorama político español
no invita precisamente a la esperanza.