Antes de embarcarme en la lectura de Gabriel Miró quise saber más de él. Tenía curiosidad y expectativas después de haber visitado la casa de Polop en la que pasaba los veranos con su familia, y en la que se conservan objetos personales. Algunas frases seleccionadas de sus novelas me parecían espléndidas, así que todo apuntaba a que sintonizaría con su literatura. Curiosamente, todas las biografías destacan el poderoso efecto que tuvo sobre la consideración de su obra una crítica de Ortega a su novela “El obispo leproso”. Leí la crítica y no puedo estar más de acuerdo con Ortega. Nuestro filósofo destaca lo bien que escribe Miró, demasiado bien… Las imágenes son tan refulgentes que uno tiene que acercarse a sus libros provisto de una visera, dice Ortega. El problema es que como narrador aburre. A mí incluso me ha resultado antipático porque en “Las cerezas del cementerio” la intensidad de sus recursos estéticos hasta me resultan cursis. Es una belleza artificial, cincelada a base de forzar el lenguaje impidiendo que fluya la narración. De ahí que el primor de una página no empuje al lector a seguir el argumento, sino que lo detenga deslumbrado y cegado por la luz que desprende. Algunos ejemplos para que juzguen y decidan si sintonizan con él o salen corriendo:
“Viajaban los ojos de
Félix sin saciarse nunca; su alma desbordaba la recibida emoción; pero este
raudal trenzado de dulzura y dolor se perdía estérilmente. Su alma no era de la
soledad; estaba necesitada de otra alma que le diera en su vaso la miel y
apurada esencia de lo sentido; ansiaba ojos que le ofrecieran en su mirada el
desierto de las cumbres, el azul del espacio, la gloria del sol, el reposo y
palidez de las nieblas, la humedad de una lágrima hecha y nacida de toda la
vida pasada, evocada en este yermo y trono de las montañas. ¡Oh, divino deleite
que se alza y magnifica sobre todos los deleites!” (De “Las cerezas del
cementerio”, capítulo XVIII, “En la cumbrera”).
"Félix abrió los ojos; ni voz ni ruido le habían despertado. Largo rato estuvo sintiéndose dormido; sabiéndolo placenteramente. Estaban entornados los maderos de las ventanas, transparentándose sus nudos de púrpura. Un dedo de sol hacía el bello milagro del iris tocando la copa del agua, y el prisma se deshacía en gotas por las blancas cortinas del lecho" ("Las cerezas del cementerio", capítulo X, "Anacreóntica").
Uno de los defensores de Miró fue el poeta Juan Ramón Jiménez.
No me extraña en absoluto.