Es natural sentir compasión por el sufrimiento ajeno. Esa tendencia natural se ve reforzada por una educación que nos enseña a apiadarnos y a ayudar a los más débiles en la medida de lo posible. Está muy bien sentir compasión y desear mitigar el sufrimiento ajeno, pero la compasión encierra un peligro nada desdeñable: puede ser utilizada para manipularnos. Es más, muchas veces no será necesario que alguien trace un plan maquiavélico: nosotros mismos nos causaremos daño para evitar el sentimiento de culpa que suele invadir a quien no actúa como se supone que debería hacerlo una persona compasiva. Por eso hay que tener mucho cuidado.
Es curioso comprobar el cambio que se ha producido con
relación a la compasión. La sociedad española de hace algunas décadas era mucho
más compasiva que la actual, pese a que hoy encontremos numerosas asociaciones
de voluntarios que realizan una encomiable labor social. El individualismo ha
propiciado la quiebra de vínculos familiares y sociales generando marginación y
situaciones de gran necesidad que quienes ponen en marcha estas asociaciones
tratan de combatir. Antes, la compasión y la solidaridad que la acompaña tenía mucha
más vigencia social. Por ejemplo, era habitual que las familias acogieran en la
propia casa a los padres o a los suegros mientras que hoy en día es habitual
desentenderse de ellos, sobre todo cuando carecen de ingresos, y escuchamos
casos en los que se les deja abandonados en algún hospital. Y podríamos seguir
citando situaciones parecidas.
La menor vigencia social de la compasión ha sido
sustituida por una acusada tendencia a utilizarla como instrumento de
propaganda o de manipulación que quizá tenga su origen en las políticas
orientadas a proteger a colectivos vulnerables. No cabe duda de que una
sociedad sana debe ayudar a aquellos que más lo necesitan, porque la
solidaridad –que puede incluso superar las fronteras de un país cuando está
basada en la caridad o en la filantropía- es una exigencia constitutiva del
modo de vida político. Es justo luchar contra toda discriminación carente de
justificación, y se deben adoptar las medidas necesarias para paliar, cuando
sea posible, las dificultades que padecen los enfermos, discapacitados, pobres,
ancianos, etc. . Muchas veces eso se traducirá en reconocerles “derechos” y no está
mal que sea así. Como casi siempre, el problema surge cuando se pierde el
equilibrio y, en lugar de comprender los perfiles del derecho atribuido, se
pretende abusar de él utilizando para ello la compasión.
Contaré un caso en el que se observa esta idea. En
las últimas décadas hemos mejorado muchísimo la accesibilidad a los edificios.
Los edificios nuevos deben cumplir con la exigente normativa en esta materia.
Por lo que respecta a edificaciones antiguas, se han aprobado normas que
obligan a que las Comunidades de Propietarios acometan obras que mejoren la
accesibilidad cuando algunos propietarios o inquilinos en situación de
necesidad así lo exijan. Tienen derecho a ello, pero es posible abusar de ese
derecho. Es lo que aconteció en la urbanización en la que vivo. Dispone de rampas
de acceso que permiten acceder a cualquier persona en silla de ruedas. A pesar
de ello, un vecino ha exigido la instalación de barandillas que bordeen toda la
rampa alegando que lo necesita por razón de una determinada enfermedad. En mi
opinión, la exigencia carecía de sentido porque alguien aquejado de dicha
enfermedad no puede ir caminando solo y, en cualquier caso, un sencillo andador
podía solventar perfectamente el problema. No obstante, quizá esté equivocado.
Se puede explicar por qué la instalación es necesaria y con sumo gusto
cambiaría de parecer. El problema es que no hubo siquiera posibilidad de
examinar el asunto. La apelación a la compasión o, mejor dicho, a la falta de
compasión de aquellos que cuestionaban la necesidad de la obra supuso un
salvoconducto para, de inmediato, acceder a la petición, pese a que la obra
tenía un coste de muchos miles de euros. No importaban las razones. Si uno osa
cuestionar la petición de un enfermo se le tilda de mala persona, de dureza de
corazón, con el fin de hacerle sentir culpable.
La compasión distorsiona la realidad en numerosas
ocasiones, nos impide ver con claridad la situación y nos hace juzgar equivocadamente
a las personas. Los enfermos pueden ser dignos de compasión, pero eso no los
convierte en buenas personas. En cierta ocasión tuve una conversación con una
psicóloga que me dijo abiertamente que las personas enfermas suelen ser muy
egoístas. Me sorprendió no tanto el contenido de la afirmación, sino el valor
de decir algo así, que sin embargo era fruto de su experiencia personal. No
siempre es así, naturalmente, pero una situación difícil no siempre hace que
aflore lo mejor de una persona, por lo que hay que tener cuidado.
Personalmente, me he encontrado con personas enfermas egoístas y manipuladoras,
pero también con enfermos que nunca han pretendido sacar provecho de su
enfermedad.
Los ejemplos en los que la compasión distorsiona son
innumerables. Se pueden imaginar las situaciones que puede vivir un profesor con
estudiantes que refieren todo tipo de circunstancias personales para pedir un
trato especial. Buscan el sentimiento de compasión del profesor para lograr su
objetivo. No les importa en absoluto que el profesor pueda sentirse mal porque
desearía hacer el favor al estudiante, pero se da cuenta de que lo que se le
pide va más allá de la flexibilidad y es manifiestamente ilegal, además de
injusto frente al resto de estudiantes.
Una buena persona (y también una sociedad justa) debe ayudar a aquellos que más lo
necesitan, pero no olviden este
consejo: ¡cuidado con la compasión!