Hoy se celebraba en Elche la romería de San Antón que congrega a la gente más vulgar de esta ciudad vivero del hombre-masa (remito a mi post “Elche, vivero del hombre-masa”) y de otras poblaciones de los alrededores. Llegan, despliegan sus sillitas y neveras portátiles, encienden una fogata en cualquier lugar, y pasan el día comiendo, bebiendo, yendo a la feria y, si les apetece y lo tienen, bendiciendo el pajarito, la iguana o hasta una mosca doméstica, que uno ya no sabe dónde está el límite para bendecir (remito a mi post “Bendiciendo Harleys”).
Al ponerse el sol he salido a disfrutar del fresco y he barzoneado por la feria ambulante instalada para solaz de los romeros. Allí estaba yo sin estar, observando los puestos de churros, los de palomitas, los autos de choque, las tómbolas, los ponis para niños, las grandes atracciones mecánicas voladoras, y, cómo no, los rostros tristes de la gente, las procacidades de las gitanillas y los gritos de algunas parejas con sus hijos como red de tenis. Muchas atracciones estaban paradas sin que nadie se animara a subir. El premio seguro de la tómbola no seducía más que a unos pocos. Sólo los ponis y los autos de choque parecían tener algo de éxito. En una zona reservada para comer, las suculentas viandas veían como se esfumaban sus últimas posibilidades de aterrizar en el estómago de un romero barrigón. La gente pasaba por delante de todo con intención de gastar lo mínimo. Me preguntaba si realmente valía la pena movilizar todo aquello, especialmente si podía resultar rentable pasar horas con grúas y trabajadores para dejar lista una atracción que iba a funcionar un solo día. Me acerqué a un puesto de palomitas y le pregunté a la señora que atendía. La buena mujer me contestó que no, especialmente en un día frío como hoy, pero que qué iban a hacer, que se dedicaban a esto. Ya –pensé-, no es fácil vender los autos de choque, la caravana y reconvertirte laboralmente cuando tienes más de cincuenta años. Una estampa más de la crisis.
Al ponerse el sol he salido a disfrutar del fresco y he barzoneado por la feria ambulante instalada para solaz de los romeros. Allí estaba yo sin estar, observando los puestos de churros, los de palomitas, los autos de choque, las tómbolas, los ponis para niños, las grandes atracciones mecánicas voladoras, y, cómo no, los rostros tristes de la gente, las procacidades de las gitanillas y los gritos de algunas parejas con sus hijos como red de tenis. Muchas atracciones estaban paradas sin que nadie se animara a subir. El premio seguro de la tómbola no seducía más que a unos pocos. Sólo los ponis y los autos de choque parecían tener algo de éxito. En una zona reservada para comer, las suculentas viandas veían como se esfumaban sus últimas posibilidades de aterrizar en el estómago de un romero barrigón. La gente pasaba por delante de todo con intención de gastar lo mínimo. Me preguntaba si realmente valía la pena movilizar todo aquello, especialmente si podía resultar rentable pasar horas con grúas y trabajadores para dejar lista una atracción que iba a funcionar un solo día. Me acerqué a un puesto de palomitas y le pregunté a la señora que atendía. La buena mujer me contestó que no, especialmente en un día frío como hoy, pero que qué iban a hacer, que se dedicaban a esto. Ya –pensé-, no es fácil vender los autos de choque, la caravana y reconvertirte laboralmente cuando tienes más de cincuenta años. Una estampa más de la crisis.
1 comentario:
Tan solo matizar que existen reductos inconformistas en esta sociedad ilicitana de hombres-masa.
Eso si, querido Tomás, no espere encontrar a esa gente auténtica en San Antón o su romería...
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