Pregunta Óscar que a quién interesa el fin del euro. Da la impresión de que sugiere que hay fuerzas interesadas en que el euro colapse, y en concreto podría pensarse en EE.UU o el propio Reino Unido. Pero la pregunta no es esa. Sería maravilloso que el euro pudiera funcionar, pero ¿es eso posible?, ¿es posible el euro? Esa es la pregunta que en su día no se planteó con la suficiente serenidad, y que la realidad nos estampa en las narices. Estos días se comenta que Alemania está totalmente en contra de que el Banco Central Europeo compre deuda soberana, es decir, monetarice la deuda (los estatutos del BCE lo impiden, pero hay formas de poner en práctica dicha monetarización). La razón es que estima que ello puede provocar inflación –en su economía, quizá no en las más deprimidas, como apuntaba Krugman-, lo cual es muy negativo para una economía exportadora como la alemana. ¿Ven a qué me refiero? Las decisiones se toman en clave nacional y, aunque comprensible, así no se puede llegar lejos.
No piensen que soy euroescéptico o que tengo un especial interés en ir cambiando moneda cada vez que salgo al extranjero. Se trata de algo mucho más simple: los políticos tecnócratas pusieron en marcha el euro pensando en unas ventajas financieras y de simplificación del sistema de cambio que repercutirían favorablemente en la economía. Puede que también tuvieran en mente contribuir a la consolidación de la unidad política, pero pienso que lo decisivo fue lo otro. Yo soy mucho más básico en mis planteamientos: no creo que camuflar la realidad pueda reportar ventajas a la larga, y el euro para mí representa una atroz operación de camuflaje cuyo maquillaje son los criterios de convergencia, que son una manifestación más de lo que se conoce como “la cultura del indicador” –los colegas universitarios me entenderán perfectamente-. La moneda de un país, su apreciación o depreciación en los mercados, da una imagen bastante fiel de la economía de ese país. Cierto que pueden seguir existiendo operaciones especulativas sobre la moneda, pero no a tan gran escala. Al margen de conservar el control de la política monetaria, la moneda nacional tiene la ventaja de que respeta la realidad mejor que el euro, y no nos permite los “pelotazos” y “excesos” que el euro ha hecho posible. No puede ser que Grecia y Alemania tengan la misma moneda, así de sencillo, no sólo porque sus economías son distintas, sino también porque son distintas su cultura política y empresarial, y ello influye decisivamente en la economía.
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