La obra de Rousseau, sobre todo su concepto de “voluntad general”, me parece imprescindible para entender la filosofía política contemporánea. Pero de Rousseau me fascina sobre todo el personaje que se nos revela en sus magníficos volúmenes de “Las Confesiones”. Como les comentaba a mis alumnos esta tarde hablando de este autor, en pocos libros autobiográficos he sentido tal impresión de veracidad, pues llega al punto de ofrecer detalles muy íntimos con una calidad literaria excepcional. Así sucede, por ejemplo, con su orientación sadomasoquista propiciada por las palizas de la Srta. Lambercier:
“Mlle. Lambercier, dándose cuenta, sin duda por alguna demostración, que este castigo no daba el resultado apetecido, declaró que renunciaba a él porque le fatigaba demasiado. Hasta entonces habíamos dormido en su cuarto, e incluso, en invierno, algunas veces en su cama. Dos días después nos traladaron a otra habitación, y en adelante tuve el honor, sin el que me hubiese pasado muy bien, de que me tratara como a un adolescente. ¿Quién creería que este castigo de chiquillos, recibido a la edad de ocho años por mano de una mujer de treinta, fue lo que decidió mis gustos, mis deseos y pasiones para el resto de mi vida, y precisamente en sentido contrario del que debería naturalmente seguirse?”
Otro pasaje escabroso que el ginebrino accede a revelarnos fue el abuso que sufrió por parte de un moro:
“Al día siguiente, muy de mañana, estábamos los dos sentados en la sala de juntas, cuando empezó a reanudar sus caricias, pero con unos movimientos tan violentos que me daba miedo. En fin, quiso pasar gradualmente a las confianzas más indecentes y a forzarme, disponiendo de mi mano a hacer lo mismo…”
Pero, al margen de estos detalles, que cito para que se vea el grado de sinceridad que alcanzan sus confesiones, hay en esta obra un soberbio retrato de un español (vasco de Azcoitia) que me gustaría presentar a los lectores que no conozcan al Rousseau escritor:
“Ignacio Emanuel de Altuna era uno de esos hombres raros que sólo produce España, y demasiado pocos para desdicha de su gloria. No tenía esas violentas pasiones nacionales, comunes en su país. La idea de la venganza no se albergaba en su espíritu más que el deseo de la misma en su corazón. Era demasiado orgulloso para ser vengativo, y a menudo le he oído decir con mucha seriedad que un mortal no podía ofender su alma. Era galante sin ser amoroso. Jugaba con las mujeres como con niños bonitos. Se complacía con las queridas de sus amigos, pero jamás le vi con ninguna, ni el menor deseo de tentarlas. Las llamas de la virtud en las que ardía su corazón no consintieron nunca que nacieran las de sus sentidos. Después de sus viajes, se casó; murió joven, dejó hijos y estoy tan convencido como que existo que su mujer fue la primera y la única que le hizo conocer los placeres del amor. Exteriormente, era devoto como un español, pero en su interior tenía piedad de ángel. Aparte de mí, es el único hombre tolerante que he visto desde que existo. No se informaba nunca de cómo pensaba nadie en materia de religión. Le importaba poco que su amigo fuese judío, protestante, turco, santurrón o ateo, con tal que fuese un hombre honrado. Obstinado y testarudo respecto a opiniones indiferentes, en cuanto se trataba de religión, o incluso de moral, se encogía, se callaba o simplemente decía: “No me preocupo más que de mí”. Es increíble que se pueda asociar tanta elevación de alma con un espíritu analítico llevado hasta la minucia. Repartía y fijaba de antemano el empleo de su jornada por horas, cuartos de horas y minutos, y seguía esta distribución con tal escrupulosidad, que si hubiese sonado la hora mientras leía una frase, hubiese cerrado el libro sin terminarla. De todas estas divisiones del tiempo, las había para tal estudio y para tal otro; las había para la reflexión, para la conversación, para la misa, para Locke, para el rosario, para las visitas, para la música y para la pintura; y no había placer, tentación ni complacencia que pudiese invertir este orden. Sólo lo hubiese podido alterar el cumplimiento de un deber. Cuando me hacía la lista de su distribución del tiempo para que yo me sujetase a ella, comenzaba por reírme y acababa por llorar de admiración. Jamás molestaba a nadie, ni soportaba que le molestasen; trataba con brusquedad a las gentes que, por cortesía, le estorbaban. Se dejaba llevar por el arrebato sin estar enfurruñado. Le he visto a menudo encolerizado, pero nunca le vi enfadado. No había nada más alegre que su humor: sufría las bromas y le gustaba chancearse. Era brillante incluso y tenía el talento del epigrama. Cuando se animaba, su voz estrepitosa y alborotadora se oía desde lejos. Pero mientras gritaba, se le veía sonreír y, en medio de sus arrebatos, se le ocurría algún dicho gracioso que hacía estallar de risa a todo el mundo. (…) Este espíritu de corazón y de entendimiento prudente, bueno conocedor de los hombres, fue mi amigo”.
Al leer este retrato doblé la página y respiré. “Esos hombres raros que sólo produce España, y demasiado pocos para desdicha de su gloria”. Parece que el ginebrino nos conocía bien…
1 comentario:
Vaya Tomás parece que se está convirtiendo en una costumbre eso de seguirte en tus lecturas, un nuevo libro a la lista
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