jueves, 20 de septiembre de 2012

Sobre las caricaturas de Mahoma

El tema de las caricaturas de Mahoma requiere una respuesta que nos permita escapar de ese dilema diabólico en que parece que estamos varados: si se opta por no publicar las caricaturas se estaría renunciando a los propios principios en defensa de la libertad de expresión, lo cual además podría ser interpretado como un triunfo de los intolerantes. Por el contrario, si se publican alguno pensará que es una imprudencia innecesaria que puede tener graves consecuencias. ¿Cómo actuar en este y en otros casos semejantes?

En el blog hay un post titulado “Una mezquita en la zona cero”. Lo que allí dije puede servir para este caso, aunque habrá que ser más explicito. A mi juicio, la clave está en darse cuenta de que el ejercicio legítimo de un derecho fundamental no es garantía de convivencia pacífica si no está inspirado por un deseo de concordia. ¿El derecho a la libre expresión ampara la crítica a las religiones? Sí, siempre que no se incurra en el insulto. Aquí topamos con el primer problema, pues puede no ser fácil determinar cuándo estamos ante un insulto. Los miembros de una religión pensarán que determinada caricatura es una blasfemia intolerable mientras que el autor sólo tenía intención de bromear. Vamos a dejar fuera los casos claros de insultos a una religión, pese a que como digo aquí es difícil hallar claridad, y centrémonos en supuestos en los que se critica satíricamente, tal y como ha sucedido con esas viñetas francesas.

En estos casos se estaría ante un ejercicio legítimo del derecho a la libre expresión amparado por el ordenamiento jurídico. ¿Y no es el titular del derecho quién determina cuándo y cómo desea ejercer legítimamente su derecho? Sí, sin duda así es. Por consiguiente, cabría pensar que nada hay que objetar a la publicación de las caricaturas. Jurídicamente no, en efecto, pero, y esto es de la máxima importancia, la convivencia no se construye sólo a través del derecho. La política implica convivir juntos y  organizar la sociedad con el fin de alcanzar el bien común. Para ello, como decía al principio, al respeto a los derechos fundamentales hay que añadir la búsqueda de la concordia que puede exigir en ocasiones renunciar a todo aquello que sin ser esencial en la defensa de la propia posición sabemos que puede ofender al otro, aunque tengamos derecho a actuar así. ¿En qué se traduce este planteamiento? En afirmar que no hay nada censurable en quien movido por una voluntad de concordia se autolimita en el ejercicio de sus derechos y expresa sus opiniones con delicadeza. Así, por ejemplo, se puede criticar de palabra la actitud de los musulmanes fundamentalistas sin utilizar esas imágenes que tanto les molestan. Pero, se me objetará, ¿movidos por voluntad de concordia o más bien por miedo? Y, si es esto último, ¿dejarnos intimidar no supone renunciar a nuestra libertad? ¿No será, pues, que disfrazamos de voluntad de concordia nuestro miedo? Además, ¿qué sucede con quiénes hacen de las caricaturas satíricas su profesión? Estas preguntas, todas ellas pertinentes, no tienen respuesta fácil. Cada cual debe responderlas en su fuero interno y no permitir que el temor sea la causa de nuestra acción. Lo que sobre todo quiero destacar es que el ejercicio de los derechos fundamentales debería estar inspirado por un decidido afán de concordia. Cuando esto no es así surgen los agravios, las rencillas, los conflictos en definitiva que poco a poco van minando la convivencia. Si sabemos que para mucha gente la religión es algo muy importante en su vida, ¿qué se gana guisando Cristos o dibujando a Mahoma con una bomba en el turbante? Hay que ir por la vida diciendo lo que uno piensa, pero procurando no ofender innecesariamente a los demás en lugar de estampar nuestros derechos en la cara de los otros.

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