Los últimos datos del paro son bastante significativos. Por una parte, como era previsible, se destruye ya más empleo público que privado, cosa que alegra a muchos porque constataría que verdaderamente -por si alguien lo dudaba- se están llevando a cabo los recortes encaminados a reducir el déficit público. Pero también sigue aumentando el paro en el sector privado, lo cual evidencia que todavía estamos en lo más hondo de la crisis -pese a que empiezan a aparecer algunos datos que invitan al optimismo-, y que la reforma laboral en buena medida ha sido un trágico fracaso. Cuando se aprobó, discutí vehementemente con algún colega sobre la misma. No veía mal algunas medidas encaminadas a flexibilizar las relaciones laborales y evitar que el despido fuera la principal opción del empresario ante las dificultades, pero me indignaba el abaratamiento del despido unido a la ampliación de las causas objetivas. Pensana que los EREs se iban a disparar, pero, sobre todo, que ese despido barato iba a cebarse con trabajadores fijos de cierta edad que serían sacrificados para ser sustituidos por trabajadores jóvenes con contratos precarios. Cualquiera que reflexionara un poco podía darse cuenta de algo tan evidente, pero nada. Pues bien, ya sabemos que esos temores se han hecho realidad y que ahora el gobierno busca la fórmula para evitar que las empresas aprovechen las posibilidades de la nueva norma para deshacerse de trabajadores mayores y caros. ¡A buenas horas! No hay remedio ni consuelo para todos esos trabajadores de más de cincienta años a los que se les ha arruinado la vida. Eso es lo que tiene legislar en el ámbito laboral sin tener suficientemente la realidad social española en las relaciones laborales.
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