En España siempre han estado
bastante arraigadas esas excelentes obras de misericordia que son dar de comer
al hambriento y dar posada al peregrino. Cuando llegaba a casa de mis padres el
cobrador de Finisterre o el señor que tenía que mirar el contador del gas mientras estábamos comiendo, mi madre siempre soltaba ese españolísimo “¿quiere
comer?”. Si en España te visitan familiares es habitual alojarles en tu casa antes que dejarles ir a un hotel. Las posadas y los hoteles
siempre han sido para los españoles establecimientos mercenarios de último
recurso. En los últimos tiempos las cosas han cambiado y la mayor parte de
nuestros hoteles suelen disponer de todo tipo de servicios y comodidades. Nada
que ver con las posadas, fondas y hostales de los años cincuenta que conoció el
filósofo del derecho francés Michel Villey, quien en su “Compendio de Filosofía
del Derecho” –si mal no recuerdo- bromea a lo Chiquito de la Calzada con que no sé qué
estaba más vacío que una pensión española. Sí, los tiempos han cambiado y está
muy bien que los hoteles hayan mejorado, pero, por favor, no perdamos nuestra
hospitalidad tradicional. Sigamos viendo el hotel como el lugar mercenario de
último recurso que en realidad es.
Este sentido de la hospitalidad
siempre me ha parecido genuinamente español, pero también lo he visto en
algunos franceses del sur que he tenido oportunidad de conocer y, pásmese
lector, he tenido la suerte de disfrutar de la hospitalidad alemana (no se
apure, luego le cuento). Ello me ha hecho pensar que quizá la razón radique en
que se trata de conductas profundamente ligadas a la religión. Muchos
despotrican contra la edad media dejándose llevar por prejuicios, pero durante
esa época en Europa estaba socialmente vigente la obligación de dar posada y comida al
peregrino. Eso, que sigue por cierto presente entre los musulmanes, lo hemos
ido perdiendo con la progresiva secularización de nuestra sociedad. Podría
decirse que a mayor secularización mayores posibilidades de que la visita de
uno acabe en un hotel.
Y les cuento la anécdota alemana
por dos razones. Primero, porque me he metido mucho con los alemanes en los
últimos tiempos y como sospecho que con la cumbre del fin de semana igual tengo que
volver a darles cera así compenso un poquito. En segundo lugar, porque la anécdota creo que ilustra bien esa
relación entre vivencia de la religión que se traslada a buenas acciones.
Bueno, quizá haya una tercera razón, y es que esto de ir en taparrabos en
verano me está resultando de lo más cómodo. Al grano. En el segundo curso de Derecho,
en el año 1990, formaba parte del equipo de fútbol de la Facultad de Derecho de
la Universidad de Valencia. Un día se incorporó al equipo un estudiante alemán
y charlamos un rato. Tampoco nos hicimos íntimos amigos.
En otoño yo iba a viajar a Dinamarca en tren, y tenía que pasar una noche en Hamburgo antes de tomar al día siguiente otro tren para llegar a Aarhus, mi destino. Se lo dije al
alemán y, como era de Hamburgo, aunque estudiaba en Salzburg, me dio su
dirección y teléfono para que quedáramos, si tenía tiempo y daba la casualidad
de que él estaba por allí. Guardé los datos mecánicamente con la convicción de
que no le iba a llamar. Total, se trataba de llegar por la tarde a la estación,
buscar un hostalillo para pasar la noche y partir a primera hora. No sospechaba
yo que cierto evento en Hamburgo iba a dejar la ciudad sin una habitación libre.
Deambulé con mi mochila de hotel en hotel recibiendo siempre la misma
respuesta: todo estaba completo. Se me pasaron por la cabeza varias soluciones hasta que reparé en que tenía la dirección del amigo
alemán. Había que intentarlo, así que telefoneé y
contestó su madre. Él no estaba allí y le expliqué a la buena mujer quién era
yo y cuáles eran mis circunstancias. Imagínense, un desconocido español que
dice ser amigo de su hijo. ¿Qué harían ustedes? La señora se separó un momento
del auricular para hablar con su marido y sólo tardó unos pocos segundos en
decirme que fuera a dormir a su casa. ¡Oh, qué maravillosa sensación saber que
había una cama para mí en una ciudad extraña! Llegué, conocí a sus padres, y estos me enseñaron la habitación de su hijo en la que pasaría la noche. Había dos grandes
fotos allí. Una de Helmut Kohl y otra del papa, Juan Pablo II. En
nuestras escasas conversaciones españolas habíamos hablado de política y de
religión y yo sabía perfectamente que él era un católico prácticamente fiel
partidario de la CDU (hoy defiende a Merkel). Y también supe después que su
familia era muy religiosa, aunque con una particularidad: su padre y él eran
fervientes católicos, mientras que su madre y su hermana eran protestantes
luteranos. La conversación con los padres de mi amigo Andreas (así se llama) durante
la cena fue muy agradable, aunque tuve que pagar un precio: no olvidaré los rábanos con sal crudos que comimos en la cena y que,
lógicamente, no iba a despreciar, pese a que me resultaban verdaderamente repugnantes. Dormí a pierna suelta y a la mañana siguiente
el padre de Andreas me llevó a la estación donde tomé el tren para Aarhus
dispuesto a vivir una nueva aventura.