viernes, 28 de junio de 2013

La noche de los rábanos salados

En España siempre han estado bastante arraigadas esas excelentes obras de misericordia que son dar de comer al hambriento y dar posada al peregrino. Cuando llegaba a casa de mis padres el cobrador de Finisterre o el señor que tenía que mirar el contador del gas mientras estábamos comiendo, mi madre siempre soltaba ese españolísimo “¿quiere comer?”. Si en España te visitan familiares es habitual alojarles en tu casa antes que dejarles ir a un hotel. Las posadas y los hoteles siempre han sido para los españoles establecimientos mercenarios de último recurso. En los últimos tiempos las cosas han cambiado y la mayor parte de nuestros hoteles suelen disponer de todo tipo de servicios y comodidades. Nada que ver con las posadas, fondas y hostales de los años cincuenta que conoció el filósofo del derecho francés Michel Villey, quien en su “Compendio de Filosofía del Derecho” –si mal no recuerdo- bromea a lo Chiquito de la Calzada con que no sé qué estaba más vacío que una pensión española. Sí, los tiempos han cambiado y está muy bien que los hoteles hayan mejorado, pero, por favor, no perdamos nuestra hospitalidad tradicional. Sigamos viendo el hotel como el lugar mercenario de último recurso que en realidad es.

Este sentido de la hospitalidad siempre me ha parecido genuinamente español, pero también lo he visto en algunos franceses del sur que he tenido oportunidad de conocer y, pásmese lector, he tenido la suerte de disfrutar de la hospitalidad alemana (no se apure, luego le cuento). Ello me ha hecho pensar que quizá la razón radique en que se trata de conductas profundamente ligadas a la religión. Muchos despotrican contra la edad media dejándose llevar por prejuicios, pero durante esa época en Europa estaba socialmente vigente la obligación de dar posada y comida al peregrino. Eso, que sigue por cierto presente entre los musulmanes, lo hemos ido perdiendo con la progresiva secularización de nuestra sociedad. Podría decirse que a mayor secularización mayores posibilidades de que la visita de uno acabe en un hotel.

Y les cuento la anécdota alemana por dos razones. Primero, porque me he metido mucho con los alemanes en los últimos tiempos y como sospecho que con la cumbre del fin de semana igual tengo que volver a darles cera así compenso un poquito. En segundo lugar, porque la anécdota creo que ilustra bien esa relación entre vivencia de la religión que se traslada a buenas acciones. Bueno, quizá haya una tercera razón, y es que esto de ir en taparrabos en verano me está resultando de lo más cómodo. Al grano. En el segundo curso de Derecho, en el año 1990, formaba parte del equipo de fútbol de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia. Un día se incorporó al equipo un estudiante alemán y charlamos un rato. Tampoco nos hicimos íntimos amigos. En otoño yo iba a viajar a Dinamarca en tren, y tenía que pasar una noche en Hamburgo antes de tomar al día siguiente otro tren para llegar a Aarhus, mi destino. Se lo dije al alemán y, como era de Hamburgo, aunque estudiaba en Salzburg, me dio su dirección y teléfono para que quedáramos, si tenía tiempo y daba la casualidad de que él estaba por allí. Guardé los datos mecánicamente con la convicción de que no le iba a llamar. Total, se trataba de llegar por la tarde a la estación, buscar un hostalillo para pasar la noche y partir a primera hora. No sospechaba yo que cierto evento en Hamburgo iba a dejar la ciudad sin una habitación libre. Deambulé con mi mochila de hotel en hotel recibiendo siempre la misma respuesta: todo estaba completo. Se me pasaron por la cabeza varias soluciones hasta que reparé en que tenía la dirección del amigo alemán. Había que intentarlo, así que telefoneé y contestó su madre. Él no estaba allí y le expliqué a la buena mujer quién era yo y cuáles eran mis circunstancias. Imagínense, un desconocido español que dice ser amigo de su hijo. ¿Qué harían ustedes? La señora se separó un momento del auricular para hablar con su marido y sólo tardó unos pocos segundos en decirme que fuera a dormir a su casa. ¡Oh, qué maravillosa sensación saber que había una cama para mí en una ciudad extraña! Llegué, conocí a sus padres, y estos me enseñaron la habitación de su hijo en la que pasaría la noche. Había dos grandes fotos allí. Una de Helmut Kohl y otra del papa, Juan Pablo II. En nuestras escasas conversaciones españolas habíamos hablado de política y de religión y yo sabía perfectamente que él era un católico prácticamente fiel partidario de la CDU (hoy defiende a Merkel). Y también supe después que su familia era muy religiosa, aunque con una particularidad: su padre y él eran fervientes católicos, mientras que su madre y su hermana eran protestantes luteranos. La conversación con los padres de mi amigo Andreas (así se llama) durante la cena fue muy agradable, aunque tuve que pagar un precio: no olvidaré los rábanos con sal crudos que comimos en la cena y que, lógicamente, no iba a despreciar, pese a que me resultaban verdaderamente repugnantes. Dormí a pierna suelta y a la mañana siguiente el padre de Andreas me llevó a la estación donde tomé el tren para Aarhus dispuesto a vivir una nueva aventura.

1 comentario:

Lanzas dijo...

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el tema toca (tangencialmente) la tradición española... Me pregunto si conoces a Miguel Ayuso, y que opinión te merece su obra. Un saludo.