Aquellos que piensan que la esencia de la democracia consiste en votar, en permitir que el pueblo se pronuncie, deberían replantearse esta idea a la vista de lo que está haciendo el PSOE de Pedro Sánchez. ¿Es legítimo aprobar leyes que únicamente responden al objetivo de mantenerse en el poder? A la eliminación del delito de sedición parece que se va a sumar la reforma del delito de malversación para favorecer a los independentistas y a los corruptos del PSOE andaluz condenados por los ERE. Por si no fuera suficiente, leo que también va a impulsarse la reforma de algunas leyes para desbloquear la renovación del Tribunal Constitucional y colocar así a los magistrados que propone el PSOE. Los socialistas pueden aprobar todo ello si cuentan con la mayoría parlamentaria necesaria, por lo que podría pensarse que son decisiones lícitas, desde un punto de vista legal, y legítimas, por ser el resultado de un procedimiento democrático.
Si la democracia consistiera únicamente en respetar lo que decida
la mayoría del pueblo a través de sus representantes podría pensarse que no hay nada que objetar respecto a su legitimidad. La
discusión se centraría en determinar cuáles son los mecanismos para elegir
proporcionalmente a los representantes y si basta una mayoría simple o
cualificada. También se podrían incorporar limitaciones a las decisiones de las
mayorías siempre y cuando dichas limitaciones tuvieran a su vez un respaldo
democrático: de ahí la tensión entre la voluntad del legislador democrático y la
Constitución, especialmente cuando la mayor parte de los votantes que eligen al
poder legislativo no tuvieron edad para votar esa Constitución democrática. Pero, incluso aceptando ese
condicionamiento, el funcionamiento de la democracia sigue presentándose como
una cuestión puramente cuantitativa: la mayoría tiene derecho a mandar. Eso es exactamente lo que demandan los independentistas catalanes cuando reclaman el referéndum
de autodeterminación: votar y separarse de España si son mayoría, una postura,
en su opinión, genuinamente democrática. Obviamente para ellos sólo deben votar
los catalanes, lo cual plantea otro problema en el que no me detendré. Sobre el
tema catalán he escrito numerosas entradas en el blog y de momento no tengo
nada más que añadir.
La cuestión es si la democracia es esencialmente una forma de gobierno que funciona a través de votaciones y mayorías. Y a ello hay que responder que no: en democracia los poderes emanan del pueblo y se deben ejercer en beneficio del conjunto de los ciudadanos. La democracia es mucho más que sumar votos y lograr la mayoría necesaria para gobernar. Por esta razón, quien ha alcanzado el poder en un régimen democrático debe gobernar para todo el pueblo, no solo para sus votantes, y mucho menos para el interés particular de los propios gobernantes, máxima expresión de la corrupción. Cuando los gobernantes impulsan políticas que descaradamente perjudican a determinadas minorías o benefician a otras sin ninguna justificación; y, todavía más, cuando se legisla en contra de los intereses de la mayoría para favorecer a unos pocos se está ante políticas antidemocráticas. El problema radica en que la valoración de esas políticas constituye una materia opinable, cualitativa, y, en cambio, los votos que han dado el poder al gobernante están cuantificados y verificados por los procedimientos democráticos. El déspota justifica sus medidas con argumentos falaces que, aunque puedan ser refutados, no amenazan su poder porque sigue gobernando con la fuerza de unos votos que utiliza contra la esencia de la democracia. La formas se imponen y el fondo se camufla con el apoyo de opinadores “oficiales”.
Este ejercicio de gobierno antidemocrático refleja buena parte de la política actual de Pedro Sánchez. Eliminar la sedición, rebajar la
malversación o asegurarse el control de las instituciones para lograr sus
objetivos no son medidas que beneficien al pueblo, aunque se adopten siguiendo los procedimientos
democráticos. Es evidente que la eliminación de la sedición o
la rebaja de la malversación no favorecen el bien común. Sánchez podría
argumentar que, si no se está de acuerdo con él, lo único que debe hacer el
ciudadano es no votarle en las próximas elecciones. Ciertamente, así es. En una
democracia es muy importante que se mantengan abiertos los canales del
cambio político. Sin embargo, hay muchas maneras de obturar
dichos canales, aunque los mecanismos electorales sigan funcionando. Esto
sucede, por ejemplo, cuando se politizan las instituciones, especialmente el
poder judicial, o se legisla de forma que directa o indirectamente se amenaza la libertad de expresión (y pasan muchos años hasta que el Tribunal
Constitucional -si sigue siendo independiente- pueda declarar
inconstitucionales estas leyes), o se adoptan medidas que condicionan la libre
elección de los representantes por parte de los ciudadanos (cuando, por ejemplo, una sociedad está subvencionada
en altísima medida por el partido del gobierno).
Pedro Sánchez no dará un golpe de Estado como el de Castillo en Perú, pero su concepción sectaria de la política es absolutamente antidemocrática. No basta respetar los resultados electorales para ser un demócrata. La democracia es mucho más exigente. Dejar que se impongan las tesis de los que simplemente la reducen a votar y contar votos para exigir respeto a la decisión de la mayoría es un grave error que degrada la democracia. Naturalmente que puede haber discrepancias muy acusadas entre los partidos políticos que solo se pueden dirimir en las urnas. Pero una cosa es votar para decidir entre todos adoptando la tesis mayoritaria y otra muy distinta es votar para imponer sin buscar puntos de acuerdo: la intención a la hora de actuar políticamente es decisiva, y en esto Rousseau tenía mucha razón. Sin ciudadanos debidamente educados en lo que representa y exige la democracia es muy fácil que este régimen degenere. Confío, quiero confiar, en que las medidas profundamente antidemocráticas de Sánchez sean mayoritariamente rechazadas por los ciudadanos en las próximas elecciones. Lo contrario sería muy preocupante.
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