sábado, 6 de febrero de 2010

Impresiones sobre la reforma laboral que (aparentemente) pretende Zapatero

Quienes esperaban que Zapatero pusiera sobre la mesa una reforma laboral con medidas claras es que todavía no conocen al personaje. Los analistas indagan por dónde irán los tiros y casi todos llegan a la conclusión de que la reforma zapateril consistirá básicamente en aumentar los supuestos que se podrán acoger al contrato de fomento del empleo, cuya indemnización en caso de despido es de 33 días por año trabajado, y en ampliar los casos de despido procedente por causas económicas, que tienen una indemnización de 20 días por año trabajado.

De las dos medidas apuntadas la verdaderamente importante es la segunda, porque es difícil extender mucho más los requisitos para acogerse al contrato de fomento del empleo (en la actualidad sirve para contratar a jóvenes entre 18 y 29 años, ambos inclusive, parados de larga duración que lleven al menos un año inscritos como demandantes de empleo, mayores de 45 años de edad y minusválidos). Sin duda se pueden introducir retoques, pero la repercusión práctica será escasa.

La segunda medida es Zapatero en estado puro. Zapatero no está dispuesto a presentarse ante la sociedad como un presidente que abarate el despido, así que parece que va a proponer que se amplíen los supuestos en los que se está ante un despido procedente por causas objetivas, lo cual se traduce lógicamente en abaratar el despido, ya que situaciones que antes se consideraban despido improcedente (indemnización de 45 días por año trabajado) ahora se considerarán despido procedente (indemnización de 20 días por año trabajado). ¿Qué les decía el otro día cuando hablada de la concepción que tiene Zapatero de los derechos de los trabajadores? Formalmente los conceptos siguen siendo los mismos aunque su aplicación varía, y ello le permite seguir afirmando que los trabajadores no pierden derechos. Lo cierto es que situaciones que ahora se considerarían despidos improcedentes en el futuro dejarían de interpretarse así. Sí, paciente lector, lo ha comprendido perfectamente: los trabajadores pierden derechos.

Pero no se vayan todavía porque aún hay más. ¿Quién determina en último término si un despido es procedente o improcedente? En efecto, los jueces. Esto significa que la ampliación de las causas de despido procedente sólo supone un menor coste para el empresario si luego un juez lo corrobora. Si se aprobara un contrato indefinido con un coste de despido de 20 días por año trabajado, el empresario sabría con certeza qué le costaría despedir a los trabajadores que contrate. En cambio, la medida a la que apunta el gobierno requiere la confirmación de un juez. Obviamente la redacción de la ley puede generar bastante certeza sobre cómo terminará el asunto, pero la distancia entre la ley y la sentencia siempre es mayor de lo que se piensa. Con esta reflexión quiero señalar dos cosas:

En primer lugar, si tienen hijos con edad de entrar en la Universidad, aconséjenles que estudien Derecho y que luego se especialicen en Derecho del Trabajo porque faena no les va a faltar. Una reforma de este estilo universalizará la judicialización de las relaciones laborales, lo cual incrementará los costes para los trabajadores, para las empresas y para el contribuyente.

En segundo lugar, una reforma de este estilo no ofrece al empresario certeza sobre el coste del despido, ya que será el juez el que en último término aprecie la existencia real de una causa objetiva. Esa incertidumbre puede desalentar la celebración de contratos indefinidos.

Finalizaré aclarando que no estoy en contra de una reforma laboral que prive de derechos a los trabajadores. Lo que no me parece de recibo es engañar, ser incapaz de decir las cosas con claridad. Sé que la política tiene miserias y servidumbres, pero la situación de España es lo suficientemente grave como para a estas alturas ir camuflando una reforma laboral y tener como único objetivo evitar el desgaste político.

jueves, 4 de febrero de 2010

La bolsa sentencia al gobierno

Hoy, mientras la bolsa se desplomaba, Zapatero endilgaba a los americanos una amasoneada ración de tolerancia acompañada de la correspondiente alianza de civilizaciones, y todo ello glaseado con una idílica visión de la historia España como ejemplo de convivencia entre diferentes culturas y religiones. Tratar de explicarle a este pobre hombre que España decidió combatir al islam y halla en esa lucha una de sus principales señas de identidad es pedirle peras al olmo.

El desplome de la bolsa evidencia que la desconfianza que genera este gobierno es absoluta. Rajoy puede seguir practicando su tancredil estilo de oposición y limitarse a disfrutar viendo que los socialistas bajan más que los populares en las encuestas (una buena noticia ver que los dos grandes partidos cada vez suman menos intención de voto). Pero aunque Rajoy no sea capaz de hacer un servicio a la nación y reclamar la convocatoria de elecciones anticipadas, es evidente que no queda otra salida ante la absoluta falta de credibilidad de este gobierno.

martes, 2 de febrero de 2010

Curiosidades gastronómicas

Hay que ver la repercusión mediática que ha tenido el cierre provisional de “El Bulli”, ya saben, el famoso restaurante de Ferran Adriá. Y es que últimamente aparecen muchas noticias y reportajes sobre la cocina de diseño, e incluso ya nos hemos familiarizado con algunos reputados cocineros patrios como Arzak, Berasategui y el mencionado Adriá. No me parece mal esta renovada atención por la gastronomía. Algunos insisten en que es todo un arte, y aunque sin duda admite ese calificativo, yo prefiero hablar de una manifestación cultural más.

En la gastronomía se incide en muchos aspectos, aunque lo más importante es el sabor, vamos, que la cosa sepa bien, porque poco importa la presentación si al invento no hay quien sea capaz de hincarle el diente. Pero dando esto por descontado, hay algo de la cocina que me fascina y que excita mi curiosidad. Hace unos años me regalaron un libro titulado “Las recetas de la abuela” en el que se recogían recetas tradicionales de abuelas de toda España para preparar postres caseros. Me puse manos a la obra y empecé a preparar torrijas bañadas en vino dulce, natillas, torta de tomate, etc. La primera receta fue una muy sencillita que ya conocía antes de que me regalaran el libro: leche merengada. Para los que no lo sepan, la leche merengada requiere hervir leche con la corteza de un limón. Mientras pelaba el limón pensé, “¿A quién se le ocurriría hacer por primera vez algo semejante?”. Porque coincidirán conmigo en que no tiene ningún sentido pelar un limón y ponerlo a hervir con leche. Y así sucede con miles de guisos.

Hoy he vuelto a pensar en ello mientras miraba las noticias de canal 9. Unos perros hozaban la tierra en busca de trufas, ese rico manjar que todavía no he tenido ocasión de probar. El perro hallaba la trufa y el dueño del perro enseñaba a la cámara el terroso hallazgo, mientras yo no podía evitar pensar cómo fue posible que a alguien le diera por buscar ese hongo y, sobre todo, por ver en ese bulto sospechoso algo comestible.

La historia de la gastronomía, que me parece verdaderamente apasionante, nos descubre el origen de muchos platos y tendencias culinarias. Pero es difícil que la historia de la gastronomía llegue hasta el detalle de precisar el origen concreto de un determinado plato. Lo habitual es que se generalice diciendo algo así como que “los españoles descubrieron pronto el papel del perejil en la elaboración de…”. Bien está, pero no me basta. Yo quisiera conocer al hombre que le dio por poner el vaso de vino blanco en la harina para hacer la masa, o dejar caer el limón en la leche. Intuyo anécdotas divertidas y auténticas barrabasadas en el origen de muchas exquisiteces gastronómicas.

domingo, 31 de enero de 2010

Zapatero y los derechos de los trabajadores

La propuesta del gobierno de reforma del sistema de pensiones pone de relieve una vez más que estamos en manos de un gobierno de incapaces. En abril pusieron de vuelta y media a Fernández Ordoñez –el gobernador del Banco de España- por proponer exactamente lo mismo que ahora intentan que la grey hispánica ingurgite dócilmente. No es de extrañar que Fernández de la Vega y Salgado tragaran saliva y agacharan la cabeza cuando una periodista les preguntó durante la rueda de prensa del último Consejo de Ministros si no pensaban que debían disculparse con Fernández Ordoñez.

Por fin se ha abierto el debate sobre el retraso de la edad de jubilación y sobre la reforma del sistema de pensiones. Y digo por fin porque se trata de un problema que implica decisiones que afectan a los pilares sobre los que se sostiene la estructura social. Se equivocan, pues, quienes deseen plantearlo desde una perspectiva puramente técnica.

Empiezan a escucharse las primeras declaraciones, y el orate monclovita no podía privarse de decir la primera tontería. Zapatero se ha apresurado a tranquilizar a los feligreses socialistas durante la homilía laica que les endosó en el comité federal de su partido: Lo que en ningún caso se hará será “mermar los derechos de los trabajadores”. Naturalmente todos se apresuraron a comulgar con el sumo pontífice pegando la cabotà, como diríamos los valencianos.

Es increíble la facilidad con la que este hombre habla de derechos sin ningún rigor, lo cual por cierto reafirma la tesis de quienes insistimos en que la apelación a los derechos constituye uno de los rasgos característicos del buenismo zapateril (no se pierdan el artículo de Andrés Ollero publicado en el libro “El fraude del buenismo” http://documentos.fundacionfaes.org/es/documentos/show/00001-00 ). En la última campaña electoral abogaba muy ufano por desarrollar una política de ampliación de derechos, como si el otorgamiento de un derecho fuera algo siempre positivo que no genera ninguna obligación por parte nadie.

¿Retrasar la edad de jubilación o modificar los años de cálculo no supone una merma de derechos para los trabajadores? La verdad es que semejante afirmación no hay por dónde cogerla. Es evidente que los derechos de los trabajadores dependen de la regulación legal de los distintos ámbitos del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, y de los convenios colectivos. Si la normativa de la Seguridad Social se modifica y requiere más años de cotización para acceder a una pensión, es claro que sigue existiendo un derecho a recibir una pensión, pero se ha perdido el derecho a recibir esa pensión a los 65 años. Retrasar la edad de jubilación y variar el sistema de cálculo modifica el contenido de los derechos que hasta ahora venían disfrutando los trabajadores, y es absolutamente evidente que esta modificación es perjudial, ya que los trabajadores nos vemos obligados a trabajar más años y probablemente vamos a cobrar menos pensión.

¿Qué demonios está queriendo decir entonces Zapatero? Podría pensarse que el temor a la reacción de los ciudadanos le conduce a refugiarse en su habitual discurso demagógico y mendaz. Pero quizá la explicación sea otra. En realidad Zapatero ha acreditado que para él un derecho es una entidad formal que existe aunque carezca de repercusión práctica. Sólo desde una concepción puramente formalista puede entenderse esa afición suya a ampliar derechos. Lo malo es que esa tendencia es contagiosa y los nuevos Estatutos de Autonomía han apostado por la moda del buenismo zapateril reconociendo nuevos derechos (eso sí, no se les ha dicho a los ciudadanos, por ejemplo, que el Tribunal Constitucional ha declarado que el derecho al agua de los valencianos no es un derecho en sentido estricto, ya que no existen mecanismos procesales para hacerlo valer). Políticamente es muy rentable: a los ciudadanos se les venden esos nuevos derechos, y si luego no se pueden ejercer se soluciona responsabilizando de ello a otros. Por esta razón Zapatero no tiene empacho en afirmar lo que afirma: los trabajadores siguen teniendo derecho a jubilarse. El tío es una lumbrera.

jueves, 28 de enero de 2010

La edad de jubilación, la familia y la política

A nadie debería extrañar que el retraso de la edad de jubilación se plantee como inevitable. Es una exigencia matemática: nacen menos niños y se vive más años. Hace tiempo que vengo diciendo (no recuerdo si lo he comentado en el blog) que el principal problema de España es la baja natalidad. Una vez participé en una encuesta de intención de voto, y a la pregunta de cuáles creía yo que eran los principales problemas de España situé en primer lugar la baja natalidad, lo cual me dio la impresión de que sorprendió a la entrevistadora. Lo primero que cualquier nación debe hacer es asegurar el reemplazo generacional. Sin esto no hay futuro. Y no se me diga que este problema se remedia con inmigrantes. Es cierto que en nuestro caso podemos acoger e integrar con más facilidad a nuestros hermanos hispanoamericanos, pero eso es un parche, no una solución.

Hablar de ayudas a la familia, que sin duda son muy necesarias, se está convirtiendo en un tópico; lo más importante es lograr que la gente desee formar una familia y tener hijos. Si ese deseo no existe, no hay ayudas que valgan. Pero a ver quién osa decir algo así, pese a que sea una verdad como un templo. Si tuviéramos auténticos políticos el primer gran pacto de Estado debería consistir en la defensa de la institución familiar por ser algo bueno y necesario que hay que convertir en atractivo. Pero hoy la política consiste en preocuparse más por el Estado que por la nación. Esta distinción fue expuesta por Ortega con su maestría habitual en “Mirabeau o el político”. Allí nuestro gran filósofo escribe: “El Estado no es más que una máquina situada dentro de la nación para servir a ésta. El pequeño político tiende siempre a olvidar esta elemental relación, y cuando piensa lo que debe hacerse en España, piensa, en rigor, sólo lo que conviene hacer en el Estado y para el Estado”. En efecto, desde la muerte de Franco, en España nos hemos dedicado a intentar –sin éxito- perfeccionar el Estado y nos hemos olvidado de la nación. Es curioso comprobar que en los debates sobre el estado de la nación la nación apenas cuenta, casi siempre se plantean problemas propios del Estado. No es casualidad que el nefasto zetapé haya supuesto la cima de esta perniciosa tendencia afirmando que la nación es un concepto discutido y discutible.

martes, 26 de enero de 2010

Pérez Galdós y el alma quijotesca

En el comentario al post sobre la Wii, Óscar comenta que ha adquirido "Gerona", uno de los episodios nacionales de Pérez Galdós cuya lectura recomendé en el blog. Celebro la elección que sin duda no le defraudará. Este comentario me ha animado a presentar a los lectores del blog un artículo que publiqué en Las Provincias (edición de Alicante) en 2003.

"Pérez Galdós y el alma quijotesca"

Desgraciadamente, tengo poco tiempo para disfrutar de la literatura. Por eso, en cuanto encuentro un huequecillo no puedo permitirme experimentos. Los autores noveles lo tienen crudo conmigo. Necesito clara confirmación de los críticos más exigentes o la autorizada recomendación de mis amigos o de mi padre antes de aventurarme con ellos. De ahí mi indisimulada sorpresa ante la retahíla de nombres desconocidos y predominantemente anglosajones que escuché en una tertulia veraniega cuando a alguien -quizá fui yo quien lanzó la piedra- se le ocurrió preguntar por las respectivas lecturas estivales. Llegó mi turno, y en tono reivindicativo pronuncié el nombre de Benito Pérez Galdós.

Sí señor, me confieso galdosiano hasta la médula. De hecho, a veces tengo la sensación de que mientras me quedan libros de Galdós por leer cualquier otro constituye un riesgo innecesario. Obviamente, estoy exagerando, pero daré por bien empleada la hipérbole si sirve para que alguno de ustedes se anime a comenzar los «Episodios Nacionales» al concluir este artículo.

Aquel verano metí en la maleta tres novelas galdosianas: «Miau», «Misericordia» y «Doña Perfecta». Las tres me entusiasmaron, y se las recomiendo. No obstante, me deslumbró «Miau» por la maestría con que Galdós dibuja la esencia del alma quijotesta en el personaje de Ramón Villaamil, el ímprobo funcionario del Ministerio de Hacienda cesado seis meses antes de su jubilación, pese a su abnegada vocación de servicio y sus amplios conocimientos sobre la Hacienda Pública.

Qué significa exactamente ser un quijote. El Diccionario de la Real Academia define "quijote" como aquel "hombre que antepone sus ideales a su conveniencia y obra desinteresada y comprometidamente en defensa de causas que considera justas, sin conseguirlo". En esta definición queda patente la grandeza de Don Quijote, ya que su extraña locura, lejos de quedar reservada a los orates, ha servido para caracterizar un determinado tipo de alma humana. Por paradójico que pueda parecer, la locura de Don Quijote le exonera de convertirse en un quijote, y, sin embargo, es tremendamente quijotesca la actitud de Sancho Panza tratando de gobernar la ínsula barataria. Sin embargo, me parece que es propio del alma quijotesca un detalle que no recoge la definición de la Real Academia: la clara percepción mayoritaria de la imposibilidad manifiesta de realizar o culminar con éxito la causa que persigue el quijote. Por ello, a mi juicio resultaría más apropiado definir al quijote como un soñador de alma pura que aspira a una buena causa tenida comúnmente por imposible.

Pues bien, Galdós conoce tan sumamente bien la psicología humana que logra algo extraordinario: presentar un quijote que se sabe quijote y que no puede evitar serlo mientras le quede un soplo de vida. Ramón Villaamil no pierde la esperanza de ser recolocado en el siempre inminente cambio de gobierno (la novela se desarrolla a finales del siglo XIX), pero lucha por no hacerse ilusiones, y reacciona displicentemente ante cualquier palabra de familiares o amigos encaminada a darle esperanzas de una próxima recolocación. Una esperanza que todos saben vana. El propio Villaamil es racionalmente consciente de ello, pero en el fondo de su corazón el lector percibe que late una pueril confianza en que se sabrán apreciar sus servicios y conocimientos.

Pero la maestría de Galdós va más allá de este excepcional retrato del alma quijotesca, al mostrar cómo es la realidad de España lo que hace que Villaamil se vea abocado a la amargura de tener que ser un quijote. A finales del siglo XIX, Villaamil propone cuatro pilares básicos para mejorar la Hacienda Pública. Entre ellos destaca la necesidad de que la moralidad sea el fundamento del orden administrativo, y su revolucionaria propuesta de Income Tax, lo que hoy es el impuesto sobre la renta. Resulta quijotesca la declaración presente en el sublime capítulo veintidós: "No es que sepa mucho (con modestia); es que miro las cosas de la casa [el Ministerio de Hacienda] como mías propias, y quisiera ver a este país entrar de lleno por la senda del orden".

Galdós refleja en su novela un mal endémico de la sociedad española: la postergación de los mejores por parte de una mayoría corrupta e inmoral. Ese es el abono perfecto para que en los lugares más insospechados de la piel de toro hayan brotado los quijotes, honestos, a veces brillantes, y casi siempre inadaptados.

Afortunadamente, el panorama español se ha transformado considerablemente. La lacra de la corrupción que amenazó la salud moral y democrática parece felizmente cosa del pasado. Sin embargo, no es posible bajar la guardia. La moralidad y la justicia son el principio básico sobre el que debe asentarse cualquier sociedad. Ojalá en España ninguna buena causa sea tenida por imposible, y los quijotes españoles del futuro lo sean como consecuencia de su afán de lograr que en otros países del mundo también impere la moralidad y la justicia. Galdós y el buen Villaamil descansarían tranquilos.

lunes, 25 de enero de 2010

El soplahojas

Cuando Fritz y Rita llegaron a Las Rotas eran las siete de la tarde. Reinaba una tranquilidad absoluta y el fresco olor a pino les confirmaba que habían acertado alquilando aquel apartamento. Se acostaron poco después de cenar rendidos del largo viaje en coche desde Alemania. Serían las ocho y diez de la mañana cuando les despertó el estruendoso ruido de un motor a escape libre. El motor aceleraba y desaceleraba como en los circuitos. Fritz se levantó para ver de qué vehículo se trataba, y descubrió a un hombre moreno que portaba en su mano una máquina con la que soplaba las hojas del jardín tratando de amontonarlas mientras el polvo se elevaba y dispersaba en todas direcciones. Pensó que habían tenido la mala suerte de llegar el día que tocaba arreglar el jardín.

Tras pasar un día muy agradable, se acostaron convencidos de que esta vez sí iban a poder descansar apaciblemente. No contaban con que era viernes y el vecino de arriba llegaría a las dos de la mañana y se pondría a limpiar y a mover los muebles del apartamento, ni con que el vecino de dormitorio, que también solía venir a pasar el fin de semana con su familia, tenía un niño al que empezaban a salirle los dientes. La noche fue infernal, pero además por la mañana el motor volvía a sonar. Esta vez el ruido provenía del jardín de varias casas de los alrededores. Les parecía absolutamente increíble: un lugar repleto de pinos, de jardines, de naturaleza se había convertido en un auténtico circuito de fórmula 1.

Preguntaron a los jardineros si no podían empezar más tarde, y éstos les respondieron el archiconocido “yo soy un mandao, señora. Tenemos que empezar a esta hora para hacer todo el trabajo del día”. Fritz y Rita se dieron cuenta de que iba a ser imposible disfrutar de las vacaciones que habían soñado, y decidieron que nunca regresarían a España. Para ellos y para tantos extranjeros nuestro país es un insoportable y enervante soplahojas, ese dichoso invento del demonio.