Miguel Ricart, uno
de los asesinos de las niñas de Alcacer, fue condenado por unos crímenes
cometidos hace veintiún años cuyo recuerdo todavía nos estremece. Parecía
destinado a permanecer en prisión treinta años, pero la sentencia del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, que ha considerado que la aplicación retroactiva
de la “doctrina Parot” efectuada por el Tribunal Supremo viola el art. 7 del
Convenio Europeo de Derechos Humanos, ha supuesto su excarcelación. No estamos
ante un caso como el de Bolinaga, cuyo cáncer terminal se esgrimió
para dejarlo en libertad y sigue vivito y coleando más de un año después.
Ricart ha cumplido su condena conforme a derecho. Pero es verdad, los ciudadanos somos muy libres de
seguir pensando que, aunque haya cumplido su condena, Ricart sigue siendo un
asesino. Podemos, si así lo deseamos, negarle la entrada en nuestro bar,
cerrarle la puerta del taxi, decirle que nuestro hotel no tiene habitaciones
para él, no darle empleo, mirarle con odio si lo reconocemos, y mil perrerías
más para que abandone España y, si fuera posible, este mundo. Nada nos impide
estigmatizarlo de por vida haciéndole sentir nuestro rechazo para prolongar su
castigo. Por su parte, los familiares de las niñas pueden negarse a perdonarle.
El derecho no puede impedir el odio (salvo supuestos extremos contemplados como
delito en el Código Penal), el desprecio y, por tanto, ninguno de los
comportamientos citados. ¿Pero es justo tratar así a Ricart, aunque haya
cometido terribles crímenes?
Cuando el
delincuente cumple la pena establecida por la sociedad no se hace acreedor a
ningún tipo de perdón. Ese cumplimiento por sí mismo no lo hace merecedor de ninguna consideración
especial, ni le protege, como antes decía, del odio y del desprecio. Podría
pensarse que se limita a saldar la deuda que tenía contraída con la sociedad en la
medida establecida por la propia sociedad, pero ni siquiera se puede
trazar una analogía completa entre el cumplimiento de una pena de cárcel por
crímenes brutales y el pago de una deuda, pues una deuda puede tener su origen
en acciones lícitas, que dejen fuera de lugar cualquier valoración moral del
deudor; e incluso si la deuda tuviera su origen en un comportamiento ilícito,
en muchos casos tampoco estaría justificada esa indagación moral (como, por
ejemplo, la deuda generada por una multa de tráfico). En la mayoría de casos,
cuando el deudor salda una deuda está justificado que se le deje tranquilo.
Esto es precisamente lo que parece que no puede admitirse en el caso de
crímenes brutales como el de las niñas de Alcacer. ¿Cómo ignorar que un
“monstruo” anda suelto? ¿No es absurdo pretender que la gente cierre los ojos
ante algo así? A Ricart debería bastarle con estar libre, que no nos pida más.
Esa sería la principal prueba de respeto, su libertad. ¿Qué opinan? El asunto es delicado. Les daré mi opinión.
De entrada me parece dudoso que la persecución y la información constante sobre la localización de Ricart no viole algún derecho fundamental. Dejando esto al margen, considero un espectáculo bochornoso ver a un periodista mendigarle unas declaraciones, o dar cuenta de todos sus movimientos hasta el detalle de referir si ha pasado la noche en las vías del tren de cierta localidad. Desde luego si Ricart tuviera un cierto afán por reinsertarse y enmendar los errores que cometió en su juventud se dará cuenta de que eso va a ser imposible. Sí, podemos odiar y despreciar a Ricart y a cualquier criminal, por mucho que haya cumplido su condena, pero al hacer eso nos convertimos en una sociedad incapaz de darle la posibilidad de redimirse. Y una sociedad así no me gusta nada. Se puede considerar que ciertos delincuentes no admiten reinserción y está justificado que la sociedad se proteja de ellos. Ahora bien, más allá de estos casos soy contrario a la cadena perpetua. Penas severas para delitos graves sí, pero debe permanecer abierta la posibilidad de reinserción. Por tanto, fijemos la "deuda" que genera el delito, pero luego respetémosla no ofreciendo espectáculos de persecución y acoso a quien ha cumplido su condena. Por otra parte, pienso que no se gana nada despreciando u odiando, pero allá cada cual con su conciencia. Alguno me objetará que quizá no diría lo mismo si Ricart se instalara en mi barrio, y mucho menos si mi hija hubiera sido una de sus víctimas. Es verdad, no me haría gracia tener a Ricart de vecino, pero ni organizaría una estrategia para hacerle la vida imposible con el fin de que hiciera las maletas, ni participaría en algo así. Antes me iría yo. Y en cuanto a que no diría lo mismo siendo víctima, con las reservas que implica tener que imaginar una situación tan dura, con sinceridad creo que si el asesino de mi hija viniera a mí, se mostrara sinceramente arrepentido y me pidiera perdón, le perdonaría. Nada más autodestructivo que vivir con odio.
De entrada me parece dudoso que la persecución y la información constante sobre la localización de Ricart no viole algún derecho fundamental. Dejando esto al margen, considero un espectáculo bochornoso ver a un periodista mendigarle unas declaraciones, o dar cuenta de todos sus movimientos hasta el detalle de referir si ha pasado la noche en las vías del tren de cierta localidad. Desde luego si Ricart tuviera un cierto afán por reinsertarse y enmendar los errores que cometió en su juventud se dará cuenta de que eso va a ser imposible. Sí, podemos odiar y despreciar a Ricart y a cualquier criminal, por mucho que haya cumplido su condena, pero al hacer eso nos convertimos en una sociedad incapaz de darle la posibilidad de redimirse. Y una sociedad así no me gusta nada. Se puede considerar que ciertos delincuentes no admiten reinserción y está justificado que la sociedad se proteja de ellos. Ahora bien, más allá de estos casos soy contrario a la cadena perpetua. Penas severas para delitos graves sí, pero debe permanecer abierta la posibilidad de reinserción. Por tanto, fijemos la "deuda" que genera el delito, pero luego respetémosla no ofreciendo espectáculos de persecución y acoso a quien ha cumplido su condena. Por otra parte, pienso que no se gana nada despreciando u odiando, pero allá cada cual con su conciencia. Alguno me objetará que quizá no diría lo mismo si Ricart se instalara en mi barrio, y mucho menos si mi hija hubiera sido una de sus víctimas. Es verdad, no me haría gracia tener a Ricart de vecino, pero ni organizaría una estrategia para hacerle la vida imposible con el fin de que hiciera las maletas, ni participaría en algo así. Antes me iría yo. Y en cuanto a que no diría lo mismo siendo víctima, con las reservas que implica tener que imaginar una situación tan dura, con sinceridad creo que si el asesino de mi hija viniera a mí, se mostrara sinceramente arrepentido y me pidiera perdón, le perdonaría. Nada más autodestructivo que vivir con odio.