Suelo utilizar el famoso caso del
niño testigo de Jehová, que falleció tras un periplo hospitalario en el que
nadie se decidió a aplicarle una transfusión cuyos padres no aprobaban debido a sus convicciones religiosas, para
analizar la diferente forma de encauzar el razonamiento jurídico por parte de
los distintos órganos jurisdiccionales que se pronunciaron sobre el asunto. Los
estudiantes dan por sentado que se asiste a un conflicto entre el derecho a la
vida y el derecho a la libertad religiosa, de acuerdo con el planteamiento de los propios tribunales. Y en esos términos la mayoría considera
que debía prevalecer el derecho a la vida y piensan además que los padres
tenían la obligación de convencer a su hijo de que aceptara la transfusión,
porque la vida está por encima de todo. Cuando explicas que no siempre que uno
se muere se lesiona el derecho a la vida y observas que los padres y el propio
niño no querían la muerte, sino que en realidad querían vivir, pero utilizando
un tratamiento compatible con sus creencias, alguno cambia de opinión, pero la
mayoría insiste en que había que transfundirle a la fuerza, y en que los padres tenían la obligación de convencerle para que cambiara de opinión.
Ayer veíamos en Orihuela, en la
asignatura “Deontología en la Administración Pública”, “Los intocables”, la
película de Brian de Palma protagonizada por Kevin Costner y Sean Connery,
entre otros, que recrea cómo Elliot Ness y su reducido equipo de colaboradores lograron
encarcelar a Al Capone. Junto a Ness, destaca el personaje de Mallone, el veterano
policía que decide arriesgar sus últimos años de servicio antes de la
jubilación para acabar con el famoso gánster que aterroriza Chicago. Mallone
sabe que ponerle el cascabel al “gato” Capone incluye un riesgo muy cierto de
zarpazo que le lleve a la tumba, como así sucede finalmente, pero tiene el
coraje de aceptar el reto porque ¡qué demonios! de algo hay que morir. ¿Valió
la pena su sacrificio? En este caso parece que sí. Y qué sucede cuando pensamos
en un hombre joven, casado y padre como Gregorio Ordóñez, que tuvo los arrestos
para dedicarse a la política en el País Vasco sin ceder al chantaje de ETA.
Dejó viuda y huérfano cuando fácilmente se podría haber ido a vivir
plácidamente a cualquier otro lugar. ¿Valió la pena? ¿Vale la pena arriesgar la
vida en tantas situaciones que nos exigen coraje cívico, jugársela como Gary
Cooper en “Sólo ante el peligro” sin mirar hacia otro lado? Mi respuesta es un
SÍ como una catedral, por muy difícil que sea, aunque soy el primero en
comprender que somos débiles y cagarse en los pantalones es lo más normal. Pero
precisamente porque pienso así y creo que es muy importante que haya gente
capaz de dar el paso cuando las circunstancias lo requieren abomino de esta
beatería animalizante en defensa de la vida.
¿La vida por encima de todo?
Quien así piensa renuncia a ver en el ser humano lo que nos es más propio,
nuestra condición de persona. Como ha destacado reiteradamente Julián Marías,
el ser humano, a diferencia de los animales, no sólo vive una vida biológica,
sino que sobre todo vive una vida biográfica, única e intransferible, como
corresponde a la persona. La vida personal implica proyectos vitales,
coherencia con los mismos, decisión, etc., con el fin de cumplir con nuestros objetivos y en
última instancia ser fiel a nuestra vocación. En nuestra vida pueden
presentarse situaciones, lógicamente no deseadas, en las que esa coherencia
vital biográfica ponga en riesgo nuestra vida biológica. Cuando eso sucede,
poner por encima de cualquier otra consideración la vida biológica es una
actitud animalizante y despersonalizadora. En ocasiones arriesgarse a morir es
la única manera de vivir (humanamente, se entiende, es decir, personalmente), y resulta embarazoso tener que recordar algo que debería ser elemental,
pero que tengo la impresión de que está olvidado. Creo que la formación en
deontología debe contribuir a paliar este inversión de valores luchando contra
las más diversas formas de despersonalización que se presentan en nuestra vida,
entre las cuales se halla esta beatería en defensa de
la vida que de ser interiorizada nos puede llegar a recluir en casita cuando la
dignidad exige, pongamos por caso, irse a la barricada y jugarse el pellejo.