La Corona es una institución de la máxima importancia para la estabilidad
política y por ello es necesario examinar con atención toda la polémica que se
ha generado alrededor de Juan Carlos I, la figura política más importante de
nuestra historia reciente. En su trayectoria hay luces y sombras, aunque el balance
global debería ser claramente positivo por su decisiva contribución a la
consolidación de la democracia. Esto no significa ni impunidad ante conductas
delictivas ni inmunidad de crítica por todos los errores y golfadas que haya
podido cometer, con la consiguiente exigencia de responsabilidad política. La
inviolabilidad del Rey no puede ser un escudo protector frente a conductas
ilícitas, pero si los tribunales consideran que no es posible juzgar las
acciones cometidas mientras era Rey, no hay más que respetar la decisión, sin
eximirla de la pertinente crítica, y legislar para otorgar un sentido diferente
a la inviolabilidad.
Durante décadas la prensa ha guardado silencio sobre la vida
privada del Rey, pero todo esto cambió y se divulgaron escándalos
protagonizados por él y por miembros de su familia. Ante la seguridad de que
iban a aparecer nuevas informaciones relacionadas con la fortuna que había
amasado merced a comisiones sobre las que no había declarado a Hacienda se vio
presionado para abdicar. No sé si nos damos cuenta de lo que para Juan Carlos I
representaba este paso, pero conviene reflexionar detenidamente sobre ello
estos días en que se cumple el 70 aniversario del reinado de Isabel II de
Inglaterra. Juan Carlos I era Rey de España, Jefe del Estado, y podía y quería
seguir siéndolo hasta el momento de su muerte, como es natural en el caso de
las monarquías más importantes. Se equivoca quien piense que estaba cansado de
reinar y cedía el testigo convencido de que su hijo estaba más capacitado. El
Rey Juan Carlos abdicó como consecuencia del escándalo que se cernía sobre él y
que podía comprometer a la propia monarquía. Con ello asumía la responsabilidad
política de su falta de ejemplaridad e imaginaba que a partir de ese momento los
dos grandes partidos le protegerían. Se equivocó. Su salida de la Jefatura del
Estado lo desnudaba frente a buena parte de la prensa y los partidos de
izquierda -también un PSOE con alma republicana y con acuerdos con Podemos- no
iban a desaprovechar semejante oportunidad para erosionar a la monarquía.
La indignación del Rey Juan Carlos, que se manifiesta en su comportamiento exhibicionista de estos últimos días y en esa frase “¿explicaciones de qué?” se debe a que piensa que su abdicación no está siendo debidamente valorada en un país en el que muchísimos políticos son incapaces de dimitir y asumir así su responsabilidad política. A la vista de lo que está sucediendo probablemente piense que abdicar fue un error, que si se hubiese mantenido como Jefe del Estado hubiera infundido más temor y, si la cosa iba a mayores, siempre podía salvar los muebles con la abdicación. Desgraciadamente tiene razón. A la izquierda no le ha bastado con la abdicación, desea una humillación pública.
Juan Carlos I abdicó y, críticas al margen, no tiene cuentas pendientes con la justicia. A partir de ahí, Felipe VI debería tratarlo con el respeto que merece quien es su padre e hizo muchas cosas buenas por España. Por esta razón lo pertinente era recibirlo en Zarzuela a la vista de todos los periodistas, con fotos demostrando filial cariño y permitiendo que durmiera en su casa, faltaría más. Avergonzándose de su padre y recibiéndolo a escondidas resta valor a la abdicación y se muestra como un Rey acobardado por la presión de los partidos de izquierda. Felipe VI debe tener confianza en el apoyo que sin duda le brinda mayoritariamente el pueblo español. Por eso, sin complejos, debería decirle a su padre que regrese a España y lleve una vida tranquila en el palacio de la Zarzuela, que siempre ha sido su casa.