La sentencia del Tribunal Supremo que ordena levantar las losas de mármol que sepultan el teatro romano de Sagunto me ha provocado un sentimiento de satisfacción, pero también de pena. La satisfacción se debe a que finalmente la justicia ha reconocido que lo que se hizo con el teatro de Sagunto nada tenía que ver con conservar fielmente el monumento. Aquello fue una cruel reconstrucción perpetrada por mentes cerriles que llevaron sus propuestas vanguardistas a un terreno que les debía haber sido vedado por los poderes públicos. Pero el gobierno socialista del nefasto Joan Lerma -¡qué lacra para Valencia!- pensó que eso de “conservar” monumentos no era muy progresista. Fue una verdadera barbaridad cometida ante la atónita mirada de muchos valencianos que, con honrosas excepciones –como la del abogado Juan Marco Molines, al que debemos agradecer su diligente lucha jurídica-, no nos movilizamos como exigía la ocasión. Yo tuve ocasión de conocer el teatro antes de que fuera enlosado. Iba de vez en cuando de visita hasta que se lo cargaron. Desde entonces, pasé por allí en una ocasión y me entró tanta pena que perdí por completo la ilusión de volver. Ese sentimiento de pena me ha vuelto a acompañar al conocer la sentencia. Me duele pensar en el proceso de exhumación del teatro. Y es que no confío en que sea recuperable. Me indigno cuando imagino cada losa arrastrando tras de sí los restos de lo depositado por los romanos. Ahora bien, hay que levantar las losas de mármol pase lo que pase. Leo por ahí que el Consell está valorando si ejecuta la sentencia. ¿Qué pasa, que Camps piensa hacer como Ibarretxe y dedicarse a pasarse las sentencias judiciales por el arco de triunfo? Todo fuera y que se le caiga la cara de vergüenza a todos aquellos que permitieron esa salvajada institucional.
viernes, 4 de enero de 2008
miércoles, 2 de enero de 2008
Ante la situación de empate técnico entre PSOE y PP
La encuesta de Sigma-Dos para El Mundo indica que PSOE y PP están en una situación de empate técnico. Ante semejante panorama, ambos partidos deberían alcanzar acuerdos con, al menos, tres fuerzas parlamentarias para lograr formar gobierno. Esta posibilidad la veo cada vez más remota. Por otra parte, en la antesala de una importante crisis económica, un gobierno en minoría no estaría en disposición de adoptar decisiones importantes para sortear tan grave escollo. Si el empate finalmente se produce, creo que es el momento de formar un gobierno de coalición entre los dos grandes partidos, lo cual permitiría a su vez renovar los consensos en materias de Estado que después de 30 años están cada vez más erosionados.
Etiquetas:
Actualidad política
El editorial de El País "Obispos en campaña"
Obispos en campaña
"Las decenas de miles de personas que respondieron ayer a la convocatoria del Arzobispado de Madrid en defensa de la familia cristiana recibieron los mensajes que ya se han convertido en una obsesión para la jerarquía católica española. En opinión de los representantes del episcopado que intervinieron en la plaza de Colón, el Gobierno socialista trabaja para destruir la familia, mediante leyes como la que regula el matrimonio entre homosexuales, el divorcio exprés, la Educación para la Ciudadanía o el aborto. Consideran que tales leyes son inicuas y, según el cardenal de Madrid, Rouco Varela, "una marcha atrás en los derechos humanos" y, por supuesto, niegan que exista otra familia que la heterosexual.
Todas las obsesiones generan una atmósfera malsana, porque excluyen la reflexión y la autocrítica. A pesar de las graníticas acusaciones lanzadas ayer por los oradores episcopales, las leyes sobre el divorcio, el matrimonio homosexual o el aborto responden a la necesidad de regular situaciones que se producen en una sociedad abierta y democrática. La insistencia en que sólo existe un tipo de familia reconocible y defendible es un comportamiento teocrático y que demuestra bien poco respeto a la independencia del poder civil o laico frente a las férreas posiciones de una confesión religiosa, muy respetables siempre que no traten de imponerse a todos.
Los obispos convocantes orientarían mejor sus esfuerzos si en lugar de cultivar la manía persecutoria analizasen las causas por las que su discurso religioso tiene cada vez menos crédito. Nadie ataca a la familia en España, y su crisis, de existir, se debería a la estrechez de miras con que sus defensores se han empeñado en negar que la sociedad acepta otras formas de convivencia basadas en principios de afectividad y respeto que la propia Iglesia dice defender. Mal Gobierno sería el que asfixiara esas otras expresiones de convivencia.
El encuentro de ayer tuvo las características de un acto político. La obsesión persecutoria, la repetición de mensajes poco articulados, como el de que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad o la ofuscada acusación al Gobierno de todos los males que aquejan a la Iglesia, confirman que fue un mitin electoral encubierto. Resulta chocante tanta contumacia contra un Gobierno, el de Zapatero, que ha adoptado medidas que tienen un impacto directo en la protección de la familia, cuando no en su fomento. Algunas, como la Ley de Dependencia o la iniciativa para universalizar la educación de 0 a 3 años, afectan de forma positiva en el bienestar de los hogares. El exabrupto del cardenal de Valencia, García-Gasco, de que el laicismo conduce a la disolución de la democracia ratifica la criticable calidad política de la convocatoria. Al contrario, la democracia se disuelve cuando quienes deben respetarla, como los obispos, irrumpen sin miramientos en tareas que no les corresponden".
Valoración crítica
A la luz de este editorial, es evidente que la concentración del domingo a favor de la familia y en contra de las medidas gubernamentales que la perjudican ha sido un rotundo éxito. Llama poderosamente la atención que ante un acto de semejante envergadura los argumentos del editorialista sean tan sumamente débiles.
En todo el artículo destaca la falta de respeto al ejercicio del derecho a la libre expresión por parte de los manifestantes. La defensa reiterada y plenamente democrática de unas ideas por parte de la Iglesia es calificada de “obsesión”. Añadiéndose más adelante que “todas las obsesiones generan una atmósfera malsana, porque excluyen la reflexión y la autocrítica”. Desde luego, pretender hacer creer a los lectores a estas alturas del siglo XXI que la Iglesia ni ha reflexionado ni ha hecho autocrítica en su posición en torno a la familia es alucinante. Una ojeada a las lúcidas y meditadas reflexiones sobre la familia presentes en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia retrata a quien desliza semejante acusación.
La Iglesia critica algunas leyes promovidas por el gobierno socialista como, por ejemplo, la ley que regula el matrimonio entre homosexuales o la ley del divorcio “express”. El editorialista sostiene que tales leyes obedecen a la necesidad de “regular situaciones que se producen en una sociedad abierta y democrática”. Se podría inferir que el gobierno no pretende juzgar moralmente la conducta de sus ciudadanos, sino que actúa neutralmente constatando que existe una determinada realidad social que hay que regular. Supongamos que el gobierno es neutral, ¿acaso no tiene derecho la Iglesia para calificar moralmente la regulación gubernamental? En modo alguno su supuesta neutralidad exime al gobierno de críticas. Pero ¿acaso el gobierno de una nación debe ser neutral a la hora de gobernar buscando el bien común? Precisamente debe trabajar a favor del bien común, no del mal común. Una sociedad abierta y democrática exige que se respeten los derechos fundamentales de todos los ciudadanos con independencia de su concepción del bien, pero eso no significa que el gobierno no tenga un proyecto político que defienda una determinada concepción del bien común. Dicho esto, ¿existe la necesidad de regular el matrimonio homosexual y el divorcio express? Los homosexuales tienen los mismos derechos que cualquier ciudadano. La Iglesia únicamente sostiene que las uniones homosexuales no son un matrimonio. Esta postura no implica restringir el derecho al matrimonio de los homosexuales. Tienen derecho a contraer matrimonio, sólo que dicho derecho, como sucede con cualquier persona, se ejerce uniéndose a una persona de sexo diferente con la que no existan vínculos de consanguinidad próximos. La Iglesia piensa, en mi opinión acertadamente, que llamar matrimonio a uniones de personas del mismo sexo desnaturaliza, pervierte la esencia de esta institución basada en la ley natural.
En cuanto al divorcio express el razonamiento del editorialista podría traducirse diciendo que dado que cada día se divorcia más gente, el gobierno se limita a facilitar los trámites. ¿Eso es neutralidad? Eso es banalizar el matrimonio que, por si el gobierno no se ha enterado, es la base sobre la que se asienta la familia. ¡Cómo no va a estar preocupada la Iglesia o cualquier persona con dos dedos de frente! Pero -se replicará- el gobierno no fuerza a nadie a divorciarse y también deja libertad a las personas para que elijan el sexo de su cónyuge a la hora de casarse. Parece que ni el gobierno ni el editorialista quieren darse cuenta de que la protección de determinadas instituciones sociales exige restringir determinados comportamientos.
Como decía al principio, la absoluta falta de respeto a la libre expresión de la Iglesia es constante en toda la editorial. El siguiente texto es suficientemente ilustrativo: “La insistencia en que sólo existe un tipo de familia reconocible y defendible es un comportamiento teocrático y que demuestra bien poco respeto a la independencia del poder civil o laico frente a las férreas posiciones de una confesión religiosa, muy respetables siempre que no traten de imponerse a todos”. Es alucinante que el editorialista interprete que respetar el poder político se traduzca en guardar silencio ante aquellas medidas que nos parezcan criticables. Ese silencio es la traducción práctica del relativismo moral. Sin duda ese es el camino que conduce a una sociedad de borregos en la que todo vale porque todo es relativo.
En el siguiente párrafo el artículo ya roza el ridículo. Nada menos que se sugiere a los obispos que analicen “las causas por las que su discurso religioso tiene cada vez menos crédito”, justo cuando han convocado a un millón y medio de personas en defensa de la familia. Sin duda, una genuina huida hacia delante del editorialista.
Y el último párrafo ya es de traca. Todo lo que sea reunirse para criticar determinadas medidas promovidas por el gobierno es un acto con fines políticos, es decir, electoralistas, pues no en vano lo califica nada menos que de “mitin electoral encubierto”. Y posteriormente mezcla churras con merinas destacando determinadas medidas sociales a favor de la familia. Sin duda esto de vivir adscritos a la facción política en cuestión impide a estos plumillas ver con claridad. En su ofuscación, piensan que si uno es del PSOE tiene que apoyar todo lo que haga el gobierno, mientras que lo contrario si es del PP. De ahí que en este maniqueísmo pierdan comba ante instituciones como la Iglesia que no están adscritas a ningún partido.
"Las decenas de miles de personas que respondieron ayer a la convocatoria del Arzobispado de Madrid en defensa de la familia cristiana recibieron los mensajes que ya se han convertido en una obsesión para la jerarquía católica española. En opinión de los representantes del episcopado que intervinieron en la plaza de Colón, el Gobierno socialista trabaja para destruir la familia, mediante leyes como la que regula el matrimonio entre homosexuales, el divorcio exprés, la Educación para la Ciudadanía o el aborto. Consideran que tales leyes son inicuas y, según el cardenal de Madrid, Rouco Varela, "una marcha atrás en los derechos humanos" y, por supuesto, niegan que exista otra familia que la heterosexual.
Todas las obsesiones generan una atmósfera malsana, porque excluyen la reflexión y la autocrítica. A pesar de las graníticas acusaciones lanzadas ayer por los oradores episcopales, las leyes sobre el divorcio, el matrimonio homosexual o el aborto responden a la necesidad de regular situaciones que se producen en una sociedad abierta y democrática. La insistencia en que sólo existe un tipo de familia reconocible y defendible es un comportamiento teocrático y que demuestra bien poco respeto a la independencia del poder civil o laico frente a las férreas posiciones de una confesión religiosa, muy respetables siempre que no traten de imponerse a todos.
Los obispos convocantes orientarían mejor sus esfuerzos si en lugar de cultivar la manía persecutoria analizasen las causas por las que su discurso religioso tiene cada vez menos crédito. Nadie ataca a la familia en España, y su crisis, de existir, se debería a la estrechez de miras con que sus defensores se han empeñado en negar que la sociedad acepta otras formas de convivencia basadas en principios de afectividad y respeto que la propia Iglesia dice defender. Mal Gobierno sería el que asfixiara esas otras expresiones de convivencia.
El encuentro de ayer tuvo las características de un acto político. La obsesión persecutoria, la repetición de mensajes poco articulados, como el de que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad o la ofuscada acusación al Gobierno de todos los males que aquejan a la Iglesia, confirman que fue un mitin electoral encubierto. Resulta chocante tanta contumacia contra un Gobierno, el de Zapatero, que ha adoptado medidas que tienen un impacto directo en la protección de la familia, cuando no en su fomento. Algunas, como la Ley de Dependencia o la iniciativa para universalizar la educación de 0 a 3 años, afectan de forma positiva en el bienestar de los hogares. El exabrupto del cardenal de Valencia, García-Gasco, de que el laicismo conduce a la disolución de la democracia ratifica la criticable calidad política de la convocatoria. Al contrario, la democracia se disuelve cuando quienes deben respetarla, como los obispos, irrumpen sin miramientos en tareas que no les corresponden".
Valoración crítica
A la luz de este editorial, es evidente que la concentración del domingo a favor de la familia y en contra de las medidas gubernamentales que la perjudican ha sido un rotundo éxito. Llama poderosamente la atención que ante un acto de semejante envergadura los argumentos del editorialista sean tan sumamente débiles.
En todo el artículo destaca la falta de respeto al ejercicio del derecho a la libre expresión por parte de los manifestantes. La defensa reiterada y plenamente democrática de unas ideas por parte de la Iglesia es calificada de “obsesión”. Añadiéndose más adelante que “todas las obsesiones generan una atmósfera malsana, porque excluyen la reflexión y la autocrítica”. Desde luego, pretender hacer creer a los lectores a estas alturas del siglo XXI que la Iglesia ni ha reflexionado ni ha hecho autocrítica en su posición en torno a la familia es alucinante. Una ojeada a las lúcidas y meditadas reflexiones sobre la familia presentes en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia retrata a quien desliza semejante acusación.
La Iglesia critica algunas leyes promovidas por el gobierno socialista como, por ejemplo, la ley que regula el matrimonio entre homosexuales o la ley del divorcio “express”. El editorialista sostiene que tales leyes obedecen a la necesidad de “regular situaciones que se producen en una sociedad abierta y democrática”. Se podría inferir que el gobierno no pretende juzgar moralmente la conducta de sus ciudadanos, sino que actúa neutralmente constatando que existe una determinada realidad social que hay que regular. Supongamos que el gobierno es neutral, ¿acaso no tiene derecho la Iglesia para calificar moralmente la regulación gubernamental? En modo alguno su supuesta neutralidad exime al gobierno de críticas. Pero ¿acaso el gobierno de una nación debe ser neutral a la hora de gobernar buscando el bien común? Precisamente debe trabajar a favor del bien común, no del mal común. Una sociedad abierta y democrática exige que se respeten los derechos fundamentales de todos los ciudadanos con independencia de su concepción del bien, pero eso no significa que el gobierno no tenga un proyecto político que defienda una determinada concepción del bien común. Dicho esto, ¿existe la necesidad de regular el matrimonio homosexual y el divorcio express? Los homosexuales tienen los mismos derechos que cualquier ciudadano. La Iglesia únicamente sostiene que las uniones homosexuales no son un matrimonio. Esta postura no implica restringir el derecho al matrimonio de los homosexuales. Tienen derecho a contraer matrimonio, sólo que dicho derecho, como sucede con cualquier persona, se ejerce uniéndose a una persona de sexo diferente con la que no existan vínculos de consanguinidad próximos. La Iglesia piensa, en mi opinión acertadamente, que llamar matrimonio a uniones de personas del mismo sexo desnaturaliza, pervierte la esencia de esta institución basada en la ley natural.
En cuanto al divorcio express el razonamiento del editorialista podría traducirse diciendo que dado que cada día se divorcia más gente, el gobierno se limita a facilitar los trámites. ¿Eso es neutralidad? Eso es banalizar el matrimonio que, por si el gobierno no se ha enterado, es la base sobre la que se asienta la familia. ¡Cómo no va a estar preocupada la Iglesia o cualquier persona con dos dedos de frente! Pero -se replicará- el gobierno no fuerza a nadie a divorciarse y también deja libertad a las personas para que elijan el sexo de su cónyuge a la hora de casarse. Parece que ni el gobierno ni el editorialista quieren darse cuenta de que la protección de determinadas instituciones sociales exige restringir determinados comportamientos.
Como decía al principio, la absoluta falta de respeto a la libre expresión de la Iglesia es constante en toda la editorial. El siguiente texto es suficientemente ilustrativo: “La insistencia en que sólo existe un tipo de familia reconocible y defendible es un comportamiento teocrático y que demuestra bien poco respeto a la independencia del poder civil o laico frente a las férreas posiciones de una confesión religiosa, muy respetables siempre que no traten de imponerse a todos”. Es alucinante que el editorialista interprete que respetar el poder político se traduzca en guardar silencio ante aquellas medidas que nos parezcan criticables. Ese silencio es la traducción práctica del relativismo moral. Sin duda ese es el camino que conduce a una sociedad de borregos en la que todo vale porque todo es relativo.
En el siguiente párrafo el artículo ya roza el ridículo. Nada menos que se sugiere a los obispos que analicen “las causas por las que su discurso religioso tiene cada vez menos crédito”, justo cuando han convocado a un millón y medio de personas en defensa de la familia. Sin duda, una genuina huida hacia delante del editorialista.
Y el último párrafo ya es de traca. Todo lo que sea reunirse para criticar determinadas medidas promovidas por el gobierno es un acto con fines políticos, es decir, electoralistas, pues no en vano lo califica nada menos que de “mitin electoral encubierto”. Y posteriormente mezcla churras con merinas destacando determinadas medidas sociales a favor de la familia. Sin duda esto de vivir adscritos a la facción política en cuestión impide a estos plumillas ver con claridad. En su ofuscación, piensan que si uno es del PSOE tiene que apoyar todo lo que haga el gobierno, mientras que lo contrario si es del PP. De ahí que en este maniqueísmo pierdan comba ante instituciones como la Iglesia que no están adscritas a ningún partido.
Etiquetas:
Sociedad
viernes, 28 de diciembre de 2007
La sombra de la misantropía
“El aprendizaje de la serenidad”, uno de los libros que más me han influido a lo largo de mi vida, escrito por el sacerdote jesuita Rafael Navarrete, comienza con una advertencia de su autor que en su día leí sin dedicarle ni siquiera un pensamiento, pero que sin embargo nunca ha sido engullida por el olvido. Navarrete precisa escuetamente que su libro puede ser leído por cualquier persona, salvo por aquellos que no creen en el hombre ni en la vida. ¿Acaso era necesaria esa aclaración? Si entonces hubiera intentado responder a esta pregunta que hoy me formulo, probablemente la advertencia me habría parecido absurda. Difícilmente un libro será aprovechado por unos pocos individuos que no constituyen ni siquiera una minoría. ¿Por qué entonces referirse a ellos? Ahora me doy cuenta de que el autor conocía el inmenso poder de la misantropía. Es un sentimiento que atrae con fuerza a las almas más nobles, a aquellas que han visto el mundo y se han dado cuenta de que sus buenos sentimientos y elevados ideales no tienen cabida en él a la escala que su espíritu reclama. No aman la vida, como les reprocha Nietzsche, porque no soportan su crueldad, porque anhelan un océano y no quieren beber el vaso de agua que se les ofrece. No teniendo estómago para tomar lo que pueden alcanzar, tampoco les entusiasma enaltecer el sufrimiento como vía de santificación en un mundo que saben irremisiblemente perdido. Hacer el bien sin esperanza de un mundo mejor aparece como un pasaporte hacia el cielo expendido por puro egoísmo, otra manifestación de crueldad. Y cuando no hay fe en una vida futura el panorama es todavía más desalentador.
El autor sabía muy bien de qué hablaba. En el libro enseña a mirar de frente el sufrimiento, no para superarlo mediante la eliminación de lo que creemos que lo causa, sino para acogerlo gozosamente, pues “si lo comprendes, las cosas son como son; si no lo comprendes, las cosas son como son”. El sufrimiento está en nuestra mente, como reitera la tradición oriental; la solución, pues, está en nosotros mismos. Esto está muy bien, pero casi inevitablemente conduce, cuando no a la misantropía, a la soledad. El personaje de Vasudeva en la novela “Siddharta”, de Hermann Hesse, es un claro ejemplo de ello. Quizá la soledad no sea el destino inexorable del santón oriental, pero su independencia –“no pongas en bolsillo ajeno la llave de tu felicidad”- y desconexión del mundo nos lo presentan como un maestro que vive alejado, allá en las montañas, y al que algunos acuden en busca de ayuda, como sucede con estas estrellas de Hollywood que marchan al Tibet para lograr esa sabiduría de la vida que podrían hallar en el párroco de un barrio de Los Ángeles. No negaré que la sabiduría oriental desconozca la caridad, pero no deja de ser llamativo que sean cristianos como las Hermanas de la Caridad, fundadas por Teresa de Calcuta, u hombres como Vicente Ferrer quienes se embarquen en un magno esfuerzo de combate diario contra la miseria, quizá porque piensan que las cosas pueden ser de otra manera, que hay que comenzar a edificar el reino de Dios en la tierra.
El autor sabía muy bien de qué hablaba. En el libro enseña a mirar de frente el sufrimiento, no para superarlo mediante la eliminación de lo que creemos que lo causa, sino para acogerlo gozosamente, pues “si lo comprendes, las cosas son como son; si no lo comprendes, las cosas son como son”. El sufrimiento está en nuestra mente, como reitera la tradición oriental; la solución, pues, está en nosotros mismos. Esto está muy bien, pero casi inevitablemente conduce, cuando no a la misantropía, a la soledad. El personaje de Vasudeva en la novela “Siddharta”, de Hermann Hesse, es un claro ejemplo de ello. Quizá la soledad no sea el destino inexorable del santón oriental, pero su independencia –“no pongas en bolsillo ajeno la llave de tu felicidad”- y desconexión del mundo nos lo presentan como un maestro que vive alejado, allá en las montañas, y al que algunos acuden en busca de ayuda, como sucede con estas estrellas de Hollywood que marchan al Tibet para lograr esa sabiduría de la vida que podrían hallar en el párroco de un barrio de Los Ángeles. No negaré que la sabiduría oriental desconozca la caridad, pero no deja de ser llamativo que sean cristianos como las Hermanas de la Caridad, fundadas por Teresa de Calcuta, u hombres como Vicente Ferrer quienes se embarquen en un magno esfuerzo de combate diario contra la miseria, quizá porque piensan que las cosas pueden ser de otra manera, que hay que comenzar a edificar el reino de Dios en la tierra.
Etiquetas:
Libros,
Reflexiones personales
jueves, 27 de diciembre de 2007
Misericordia
Hay personas que se enternecen al ver un perro abandonado. Lo recogen, se lo llevan a casa y lo cuidan hasta que dan con el dueño o lo ponen en manos de asociaciones protectoras de animales. Nada que objetar. Demuestran una ternura y sensibilidad digna de alabanza. Pero, aunque les suene a tópico, no puedo evitar comparar el trato cariñoso que se dispensa a los animales abandonados con el que tantas veces falta cuando se trata de una persona. Desde que concluyó el verano, apareció por mi barrio un inmigrante negro que se puso a vivir en la calle. Dormía tapado por unos cartones, aunque finalmente terminó “instalándose” en un parque. Por las mañanas, cuando caminaba hacia el trabajo, lo veía cepillarse los dientes y observaba algunos briks de leche y otros productos con los que se alimentaba. No pedía limosna ni molestaba a nadie. Simplemente vivía en la calle sin que nadie lo recogiera en su casa ni se preocupara por él. Cuando empezó a hacer frío, estuve tentado de regalarle un gabán que tengo guardado. No me decidí a dar el paso y el gabán sigue olvidado mientras que el inmigrante ha desaparecido y ya no atosiga nuestras conciencias.
Siempre podemos buscarnos excusas burdas para no atender a las personas y sí a los animales. Al fin y al cabo, los animales no mienten ni roban, ¿verdad? Es más seguro orientar nuestra sensibilidad hacia el perro y confiar en nuestro sistema de protección social para casos de necesidades personales. La racionalización de nuestra moderna sociedad ha desterrado de nuestra vida algunas de las obras de misericordia corporales propias de los cristianos, a saber, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino o vestir al desnudo. Hay gente que suele contraponer las luces de la modernidad ilustrada, de la que sería heredera nuestra sociedad, con el oscurantismo medieval. Mucho habría que decir sobre el tema, pero me conformaré con recordar un detalle que me llamó poderosamente la atención cuando leí la novela “Ivanhoe”, de Walter Scott. En la sociedad medieval que describe Scott, regía efectivamente la obligación de dar posada, comida y bebida. No diré que me parezca mal que exista la casa de la caridad, caritas u otras organizaciones destinadas a las obras de misericordia, pero de alguna manera su existencia facilita que sigamos viendo el sufrimiento ajeno sin que nos mueva a actuar.
Siempre podemos buscarnos excusas burdas para no atender a las personas y sí a los animales. Al fin y al cabo, los animales no mienten ni roban, ¿verdad? Es más seguro orientar nuestra sensibilidad hacia el perro y confiar en nuestro sistema de protección social para casos de necesidades personales. La racionalización de nuestra moderna sociedad ha desterrado de nuestra vida algunas de las obras de misericordia corporales propias de los cristianos, a saber, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino o vestir al desnudo. Hay gente que suele contraponer las luces de la modernidad ilustrada, de la que sería heredera nuestra sociedad, con el oscurantismo medieval. Mucho habría que decir sobre el tema, pero me conformaré con recordar un detalle que me llamó poderosamente la atención cuando leí la novela “Ivanhoe”, de Walter Scott. En la sociedad medieval que describe Scott, regía efectivamente la obligación de dar posada, comida y bebida. No diré que me parezca mal que exista la casa de la caridad, caritas u otras organizaciones destinadas a las obras de misericordia, pero de alguna manera su existencia facilita que sigamos viendo el sufrimiento ajeno sin que nos mueva a actuar.
miércoles, 26 de diciembre de 2007
Azorín y los ruidos de España
En su libro “Castilla”, Azorín, en medio de la descripción de una fonda, desliza la siguiente reflexión:
“A toda hora, de día y de noche, se perciben golpazos, gritos, canciones, arrastrar de muebles. Una charla monótona, persistente, uniforme, allá en el corredor, nos impide conciliar el sueño durante horas enteras. Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo –consiguientemente de civilización- se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria –en las fondas- más silencio, blandura y confortación”.
En pleno siglo XXI las palabras de Azorín siguen siendo una triste realidad: muchísimos españoles, pese a pagar enormes cantidades de dinero por nuestras viviendas, seguimos escuchando el televisor, los ronquidos, la música y las juergas de nuestros vecinos. ¡Qué vergüenza! No hace falta más que adentrarse en foros de arquitectura en Internet para comprobar que las normativas siguen sin resultar efectivas.
“A toda hora, de día y de noche, se perciben golpazos, gritos, canciones, arrastrar de muebles. Una charla monótona, persistente, uniforme, allá en el corredor, nos impide conciliar el sueño durante horas enteras. Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo –consiguientemente de civilización- se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria –en las fondas- más silencio, blandura y confortación”.
En pleno siglo XXI las palabras de Azorín siguen siendo una triste realidad: muchísimos españoles, pese a pagar enormes cantidades de dinero por nuestras viviendas, seguimos escuchando el televisor, los ronquidos, la música y las juergas de nuestros vecinos. ¡Qué vergüenza! No hace falta más que adentrarse en foros de arquitectura en Internet para comprobar que las normativas siguen sin resultar efectivas.
Azorín alude no sólo a las viviendas, sino también a las fondas y a los hoteles. También en este caso tiene más razón que un santo. Acabo de pasar una noche en el hotel Express by Hollyday Inn. Se trataba de un hotel de poco más de cinco años. El aislamiento entre habitaciones era penoso –afortunadamente las ventanas eran muy buenas-. Escuchaba perfectamente las toses de otras personas.
Nos reímos de estas historias, pero el problema es grave y me parece increíble que no podamos zanjarlo de raíz. Mientras no seamos capaces de decirle al mundo que en España cada cual puede vivir en paz en su casa, de poco sirve que en el producto interior bruto por habitante hayamos pasado a Italia.
sábado, 8 de diciembre de 2007
El informe sobre el nivel educativo en España
A ninguna persona que conozca medianamente la situación de la educación en España le pueden haber sorprendido los datos ofrecidos por el Informe PISA sobre el nivel educativo de los países de la OCDE. Pero, como leía en un artículo hace poco, incluso no hace falta trabajar en la educación, pues basta simplemente con ver y escuchar a los niños y jóvenes españoles para darse cuenta de que su nivel educativo es paupérrimo
Los datos han servido para que durante un día hagamos autocrítica a la española, es decir, echando la culpa a los demás cuando no frivolizando con los datos, y al siguiente nos olvidemos del tema, como siempre. Entre las declaraciones del día merece la pena que recordemos lo dicho por Zapatero. No ha responsabilizado directamente a los padres de los malos resultados de los hijos, pero ha dejado caer que la floja educación de los padres inevitablemente influye en los hijos. De ahí se colige que progresivamente los resultados irán mejorando con el paso del tiempo. El genuino optimismo antropológico del perfecto progre.
Es una lástima que ante un problema tan crucial para el futuro de la nación debamos conformarnos con análisis tan superficiales y, la mayor parte de las veces, sostenidos en burdas falsedades. Es el caso de lo que dice Zapatero. Si algo es particularmente preocupante de la situación de la educación en nuestro país es precisamente que las nuevas generaciones están peor formadas que las pasadas. Nadie mejor que los profesores universitarios con más de sesenta años para ilustrarnos sobre el particular. Y si le preguntamos, tengan por segura su respuesta: en los últimos tiempos están llegando a la Universidad alumnos que sencillamente son incapaces de escribir y hablar con propiedad y de leer un texto medianamente complejo. El fenómeno de los exámenes ininteligibles es cada vez más común. Consiste en que el profesor se siente incapaz de valorar si el alumno ha respondido correctamente o no, sencillamente porque le resulta ininteligible –no por la caligrafía, aunque también- la idea que, aderezada de faltas ortográficas, ha tratado de expresar.
Desconozco los proyectos del gobierno para mejorar la educación y no estoy en disposición de hacer un análisis exhaustivo para indicar el camino que debería seguirse para mejorar la educación en España en los primeros niveles –los más importantes- del sistema educativo. No obstante, parece claro que hay que estudiar más y mejor: cantidad y calidad. Dejaré a los expertos en pedagogía lo relativo a la mejora cualitativa de la educación, y me centraré en algo que dicta el sentido común: adquirir una buena educación requiere tiempo y esfuerzo. ¿Ustedes han reparado en el calendario escolar español? Entre fiestas y puentes nuestros niños y jóvenes pasan poco tiempo en el aula. No es adecuado en absoluto que las vacaciones estivales duren aproximadamente tres meses. Por ahí hay que empezar a poner remedio al desaguisado. Más tiempo en el aula y, a ser posible, potenciando la adquisición de habilidades de base: lectura, cálculo y expresión escrita y verbal. Con esta sencilla receta mucho mejor nos iría.
Los datos han servido para que durante un día hagamos autocrítica a la española, es decir, echando la culpa a los demás cuando no frivolizando con los datos, y al siguiente nos olvidemos del tema, como siempre. Entre las declaraciones del día merece la pena que recordemos lo dicho por Zapatero. No ha responsabilizado directamente a los padres de los malos resultados de los hijos, pero ha dejado caer que la floja educación de los padres inevitablemente influye en los hijos. De ahí se colige que progresivamente los resultados irán mejorando con el paso del tiempo. El genuino optimismo antropológico del perfecto progre.
Es una lástima que ante un problema tan crucial para el futuro de la nación debamos conformarnos con análisis tan superficiales y, la mayor parte de las veces, sostenidos en burdas falsedades. Es el caso de lo que dice Zapatero. Si algo es particularmente preocupante de la situación de la educación en nuestro país es precisamente que las nuevas generaciones están peor formadas que las pasadas. Nadie mejor que los profesores universitarios con más de sesenta años para ilustrarnos sobre el particular. Y si le preguntamos, tengan por segura su respuesta: en los últimos tiempos están llegando a la Universidad alumnos que sencillamente son incapaces de escribir y hablar con propiedad y de leer un texto medianamente complejo. El fenómeno de los exámenes ininteligibles es cada vez más común. Consiste en que el profesor se siente incapaz de valorar si el alumno ha respondido correctamente o no, sencillamente porque le resulta ininteligible –no por la caligrafía, aunque también- la idea que, aderezada de faltas ortográficas, ha tratado de expresar.
Desconozco los proyectos del gobierno para mejorar la educación y no estoy en disposición de hacer un análisis exhaustivo para indicar el camino que debería seguirse para mejorar la educación en España en los primeros niveles –los más importantes- del sistema educativo. No obstante, parece claro que hay que estudiar más y mejor: cantidad y calidad. Dejaré a los expertos en pedagogía lo relativo a la mejora cualitativa de la educación, y me centraré en algo que dicta el sentido común: adquirir una buena educación requiere tiempo y esfuerzo. ¿Ustedes han reparado en el calendario escolar español? Entre fiestas y puentes nuestros niños y jóvenes pasan poco tiempo en el aula. No es adecuado en absoluto que las vacaciones estivales duren aproximadamente tres meses. Por ahí hay que empezar a poner remedio al desaguisado. Más tiempo en el aula y, a ser posible, potenciando la adquisición de habilidades de base: lectura, cálculo y expresión escrita y verbal. Con esta sencilla receta mucho mejor nos iría.
Etiquetas:
Sociedad
Suscribirse a:
Entradas (Atom)