Como si de un temerario capitán
de submarino se tratara, Sánchez está llevando nuestra democracia a zona de
aplastamiento, a ese nivel donde las paredes se comban sin que sepamos a
ciencia cierta cuánto serán capaces de aguantar. Son muchos los ejemplos de
cómo estamos forzando las costuras del sistema político nacido de la
Transición. Con un lenguaje que recuerda al de finales de la II República,
Iglesias acusa maliciosamente a Vox de desear un golpe de Estado sin importarle
lo más mínimo que él sea vicepresidente gracias a los golpistas -condenados no
por sus intenciones, sino por sus actos- de ERC. Observamos como se suceden
escándalos políticos que no se saldan con la dimisión de Ábalos -en el caso
Delcy- o de Marlaska -mintiendo en sede parlamentaria sobre el cese de Pérez de
los Cobos-. Cada semana asistimos a las comparecencias televisivas de un
presidente que pretende camuflar su criminal gestión de la crisis del
coronavirus con una bochornosa publicidad institucional mientras presume de
medidas cuyo único mérito consiste en gastar un dinero que nos prestan. A la
evidente politización del Tribunal Supremo, sacándose de la chistera la teoría
de la “ensoñación” para blanquear el golpe del “procés”, es posible que se sume
el Tribunal Constitucional con una próxima renovación que facilite una mutación
constitucional a la medida de los independentistas. La Fiscalía pretende ser
tomada al asalto con el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General del
Estado para que siga la senda gubernamental que ya transita la Abogacía del
Estado. Por si todo esto no fuera suficiente, la monarquía se halla en serios
apuros tras las inquietantes noticias sobre el latrocinio cometido por Juan
Carlos I, y la economía amenaza ruina con un más que probable rescate que exigirá
subir los impuestos y recortes drásticos en una situación de pobreza no vista
en décadas. Incluso la amenaza que representa la “mesa de diálogo” acordada
entre el gobierno y los independentistas llega a parecer un problema
secundario. El panorama es verdaderamente desolador, y todavía se oscurecería
más si examináramos de cerca algunas características de nuestra sociedad. En
este post me centraré en la crisis política exclusivamente, en sus causas y los
posibles caminos para superarla.
Como es natural, no hemos llegado a este
punto de un día para otro. La crisis se venía larvando desde hace más de una
década, concretamente desde la llegada al poder de Zapatero. Con él comenzaron
las políticas de la discordia que han terminado por conducirnos a esta situación.
Esas políticas se concretan en la reforma del Estatuto de Cataluña en 2006 sin
el apoyo del PP, y en la elaboración de las leyes orientadas a la “recuperación
de la memoria histórica”. Esas medidas supusieron la revisión de los grandes
acuerdos nacionales forjados en la Transición, y fue lo que provocó la
aparición de nuevos partidos minoritarios de ámbito nacional.
Desde el triunfo del PSOE en 1982, que
puede verse como el final de la Transición y el comienzo de una fase de
estabilidad, la política española se había caracterizado por la presencia de
dos grandes partidos hegemónicos a la izquierda y a la derecha del panorama
político, el PSOE y el PP. Es verdad que tanto la IU liderada por Anguita como
el CDS de Suárez alcanzaron buenos resultados en algunas elecciones, pero el
CDS terminó desapareciendo en 1993 e IU fue perdiendo apoyos a partir del año
2000. Ninguno de estos partidos desempeñó un papel decisivo en la
gobernabilidad de España en aquellas ocasiones en que ni el PSOE ni el PP
alcanzaron mayoría absoluta, y hay que recordar que el apoyo que recibieron los
dos grandes partidos nunca bajó de los 150 escaños para el ganador ni de 110
para el perdedor (el PSOE en las elecciones de 2011). En aquellos casos en que
el partido que ganaba las elecciones no contaba con mayoría absoluta la
gobernabilidad dependía del apoyo de partidos nacionalistas. Así sucedió en las
elecciones de 1993, 1996, 2004 y 2008. Este permanente chantaje del
nacionalismo es lo que me llevó a considerar esencial una reforma del sistema
electoral que permitiera que volvieran a entrar en el escenario político
partidos minoritarios de ámbito nacional que pudieran sustituir a los
nacionalistas como socios de gobierno de PP y PSOE. Sin embargo, todo comenzó a
cambiar con Zapatero y el resultado de las elecciones de 2011 ya permitió
vislumbrarlo. Merece la pena detenerse a analizar lo que reflejaron las urnas
ese año.
España se hallaba inmersa desde 2008 en una
crisis económica pésimamente gestionada por Zapatero. Una errática política de
gasto público para estimular la economía seguida de recortes (a partir de mayo
de 2010) fueron la razón principal de la debacle electoral del PSOE en 2011,
pero no la única. Las políticas de la discordia impulsadas por Zapatero
empezaron a cuestionar algunos de los pilares básicos en los que se asentaba el
pacto de la Transición. En lugar de ver la reconciliación entre españoles de
ambos bandos de la Guerra Civil como un logro, se decidió que había que
condenar el franquismo y designar a uno de los bandos como superior moralmente.
La II República se presentó como un régimen democrático -sin tener presente
todo lo vivido a partir de 1934-, y lo que para muchos españoles fue un
levantamiento militar justificado se empezó a calificar como “golpe de Estado”.
Se insistió en reivindicar la memoria de las víctimas del bando republicano,
que se entendió que habían sido injustamente olvidadas por el régimen
franquista y por una Transición que adoptó una posición de inaceptable
equidistancia. Las consecuencias de esa política son fácilmente visibles en
nuestros días, y no hay que referirse únicamente para ello a la exhumación de
Franco del valle de los caídos. La descalificación del régimen del 78 ha ido en
aumento desde la irrupción de Podemos.
El otro gran factor que generó una
gravísima discordia fue el cuestionamiento de la nación española como
fundamento del orden constitucional. El PSOE de Zapatero aprobó una reforma del
estatuto de Cataluña sin contar con la aprobación del PP. El texto del estatuto
dio una vuelta de tuerca más en la consideración de Cataluña como una nación, lo que, en consecuencia, permitía referirse a España como un Estado
plurinacional. Zapatero, en un acto más de absoluta irresponsabilidad, admitía
que la nación era un concepto “cuestionado y cuestionable”. El nacionalismo
catalán aprovechó la sentencia del estatuto dictada en 2010 como pretexto para
consumar la deslealtad y comenzar a transitar la vía hacia la independencia. Los
resultados de ese camino son hoy también claramente visibles: el “procés” ha
sido un golpe al orden constitucional que ha conducido a los dirigentes
independentistas a la cárcel por sedición y a la huida de España del presidente
de la Generalitat que promovió la declaración de independencia de Cataluña. Por
otra parte, el discurso de Podemos sostiene sin ambages que la solución para el
problema catalán es la autodeterminación en el marco de la consideración de
España como un Estado plurinacional. Pero aparquemos también esta cuestión y
regresemos a 2011.
Con esas políticas en marcha, el PSOE se
presentó a las elecciones de 2011 cosechando una estrepitosa derrota, pese a
que su candidato era el moderado Rubalcaba. Obtuvo poco más de siete millones
de votos y 110 escaños, el peor resultado de su historia hasta ese momento. Por
su parte, el PP alcanzó el mejor resultado de su historia con casi once
millones de votos y 186 escaños. Una mayoría absoluta que ponía en manos de
Rajoy la posibilidad de hacer reformas imprescindibles para España. Pero siendo
destacables estos resultados, lo más importante, en mi opinión, fue la
irrupción de un nuevo partido nacional, UPyD (Unión, Progreso y Democracia) con
más de un millón de votos y cinco escaños. Su líder, Rosa Díez, antigua
dirigente del PSOE, ya había obtenido representación en 2008, pero UPyD pasaba
de ser testimonial a lograr grupo parlamentario propio. Si el PP había
alcanzado 186 escaños y casi once millones de votos parece poco probable que la
base electoral de UPyD se nutriera de votantes de derechas. En mi opinión, UPyD
representaba la esperanza de un partido “progresista” basado en la lealtad a la
nación española y el compromiso con la igualdad entre españoles, en clara
beligerancia con la política de chantaje propia de los partidos nacionalistas.
El flanco abierto por las veleidades del PSOE con los nacionalistas catalanes
se traducía por fin en una alternativa nacional de izquierdas.
Los cambios acontecidos desde
2011 a 2015 fueron decisivos. Por una parte, Rajoy defraudó a sus votantes.
Aunque en materia económica evitó el rescate, fue incapaz de liderar algunas de
las reformas que necesitaba España, en especial la reforma de la
Administración, y la subida de impuestos y recortes que aplicó tuvieron un
fuerte impacto entre los ciudadanos. Por otro lado, su respuesta a los desafíos
del independentismo catalán fue vista por parte de su electorado como una
tibieza inaceptable. Artur Mas celebró una consulta por la independencia en
noviembre de 2014 que el gobierno del PP no fue capaz de impedir. La tensión
fue en aumento en Cataluña y los bandazos del PP en dicha comunidad permitieron
que una formación decididamente beligerante con el nacionalismo, Ciudadanos, se
abriera paso en Cataluña. Si en 2012 el PP recibía casi medio millón de votos y
quedaba por delante de Ciudadanos en las elecciones autonómicas catalanas,
en 2015 Ciudadanos arrebataba a PSC y PP el liderazgo de la
oposición al nacionalismo, esta vez con Inés Arrimadas como líder del partido
en Cataluña tras el salto de Albert Rivera a la política nacional.
Con
un discurso basado en la defensa de una nación de ciudadanos libres e iguales Ciudadanos pretendía ocupar el mismo espacio político que UPyD. La pugna entre
estos dos partidos se hizo evidente a partir de las elecciones europeas de
2014, en las que UPyD todavía quedó por delante de Ciudadanos obteniendo cuatro
eurodiputados, el doble que Ciudadanos. El cabeza de lista de UPyD en aquellas
elecciones, Francisco Sosa Wagner, insistió en la importancia de que ambos
partidos unieran sus fuerzas, pero Rosa Díez y Albert Rivera no alcanzaron
ningún acuerdo. Ante esa situación, la juventud de Rivera hacía fácilmente
previsible saber qué partido resultaría vencedor. Ciudadanos tomaba el relevo
de UPyD como partido nacional galvanizador de la defensa sin complejos de
España como nación de ciudadanos libres e iguales. El mensaje era muy claro y
su posición en Cataluña permitía visibilizarlo con claridad. Pero Rivera no se
conformaba con hacer de Ciudadanos un partido nacional minoritario, como se
vería en los siguientes comicios. Rivera se desmarcó de la línea
socialdemócrata de UPyD y presentó su formación como un partido centrista de
corte liberal, un espacio que hasta entonces había ocupado el PP, que
aglutinaba el voto liberal-conservador. Era un movimiento que dejaba entrever el
deseo de su líder por captar votos del PP.
Paralelamente al auge de
Ciudadanos, el malestar con la política de recortes aplicada en España por el
PSOE provocó un movimiento de protesta en mayo de 2011. Se trataba de un
movimiento internacional, pero en España el 15-M fue utilizado por un grupo de intelectuales de la Universidad Complutense para lanzar el
mensaje de que era posible superar la división izquierda/derecha y presentar
una alternativa transversal en la que por un lado estaría la “casta” de unos
políticos y poderes fácticos que dominaban los resortes del poder y, por otro
lado, la “gente”, los ciudadanos que pagaban las consecuencias de las políticas
irresponsables del capitalismo. Podemos surgió así como una izquierda
neocomunista camuflada con el fin de expandir la base de su electorado.
Recuperar la participación ciudadana como raíz de la democracia y la ayuda a
los más desfavorecidos golpeados por la crisis eran sus señas de identidad.
Pero esa idea inicial necesitaba concretarse en una manera de entender España. Las elecciones europeas de 2014 fueron un éxito para
esta formación que logro alcanzar cinco eurodiputados contra todo pronóstico.
Es cierto que Podemos nació
como consecuencia de la crisis económica, pero tuvo que posicionarse ante la
crisis nacional que había abierto Zapatero, y lo hizo con toda claridad. Por
primera vez un partido nacional declaraba abiertamente que la Transición fue un
proceso tutelado por el franquismo que había dado lugar a una democracia
imperfecta. Incluso Pablo Iglesias se refirió a la Constitución como un “candado” que impedía los cambios que necesitaba España. Podemos abogaba por
impulsar unas políticas de memoria histórica en abierta ruptura con cualquier
equidistancia: la democracia española debía declararse heredera de la auténtica
tradición democrática que se hallaba en la II República. Se recuperaba el
término “antifascista” como una de las señas de identidad de la formación, que
implicaba la beligerancia rotunda contra el franquismo y todo lo que pudiera
provenir de él, incluida por supuesto la monarquía.
En las elecciones generales de
2015 los dos grandes frentes de discordia abiertos por Zapatero habían sido aprovechados por Ciudadanos y Podemos para irrumpir en la arena política. Ambos reclamaban para sí la etiqueta de la
“nueva política” frente a los viejos partidos cuyos proyectos parecían
agotados. Había temor en el PSOE por la pujanza de Podemos, y en el PP se daba
por descontado que Ciudadanos entraría en el parlamento. El resultado fue el
fin del bipartidismo y el comienzo de una nueva fase de inestabilidad política.
El PSOE liderado por Pedro Sánchez cosechó el peor resultado de su historia con
90 escaños, mientras que el PP, tras una legislatura en la que contaba con 186
escaños, veía como se quedaba en 123. Podemos irrumpía con gran fuerza, 42
escaños, que eran menos de los que les pronosticaban algunas encuestas.
Ciudadanos, por su parte, se hacía con 40 escaños y superaba en votos a
Podemos. La situación era inédita. El PSOE se negó a facilitar la investidura
de Rajoy y se desmarcó de Podemos, partido al que veía como una amenaza.
Sánchez buscó rápidamente y logró un acuerdo con Ciudadanos. Pero Rajoy no
cedió a la presión de Sánchez y Rivera abocando al país a nuevas elecciones en
2016. El electorado no valoró positivamente la capacidad del PSOE y
de Ciudadanos para alcanzar un acuerdo y ambas formaciones retrocedieron frente
al PP (el PSOE se quedó en 85 escaños y Ciudadanos en 32), que mejoró sus
resultados y logró 137 escaños. Ante el riesgo de permanecer en el bloqueo al
que conducía la negativa de Sánchez a permitir la investidura de Rajoy, hubo un
movimiento interno en el PSOE que acabó con la dimisión de Sánchez y la
creación de una gestora que decidió abstenerse y dejar que Rajoy fuera
investido presidente.
Pero Sánchez no se dio por
vencido, se presentó a las primarias de su partido y recuperó la Secretaría
General en 2017, siendo por tanto líder de la oposición durante el golpe de
Estado que dio el independentismo catalán en octubre de aquel año. El regreso
de Sánchez supuso un vuelco en la línea que en adelante iba a seguir el PSOE.
De haber sido defenestrado pasó a convertirse en presidente del gobierno tras
una moción de censura que triunfó merced al apoyo de Podemos, los
independentistas catalanes e incluso el PNV que acababa de aprobar los
presupuestos de Rajoy. Utilizando como pretexto la sentencia del caso Gürtel,
Sánchez llegaba a la Moncloa cuando el PSOE contaba con tan solo 85 diputados,
la cifra más baja de su historia. Su debilidad parlamentaria se hizo evidente
al ser incapaz aprobar los presupuestos en febrero de 2019 y convocó elecciones
para el mes de abril, las primeras que se iban a celebrar después del golpe de
Estado asestado por el independentismo catalán. Pero el panorama iba a
complicarse todavía más.
En julio de 2018, el PP debía
elegir un nuevo líder que sustituyera a Mariano Rajoy. Parecía que la favorita
era Soraya Sáenz de Santamaría, una política con experiencia y con una edad
semejante a la de Pedro Sánchez. Sin embargo, en el PP se había abierto paso la
idea de que en un tiempo en el que se debatían los pilares de nuestra convivencia
era necesario un rearme ideológico para afrontar la nueva etapa. Pablo Casado,
claramente apoyado por Aznar en la trastienda del partido, realizó un discurso
en esa línea y se alzó con la victoria. El relevo generacional en la primera
línea de la política seguía adelante. A Pablo Iglesias (n. 1978) y Albert
Rivera (n. 1979) se le unía Pablo Casado (n. 1981), políticos nacidos entre
1976 y 1991. A estos se uniría inmediatamente Santiago Abascal (n. 1976)
liderando Vox.
El independentismo catalán
había aumentado la preocupación de los españoles por la unidad de España. El
espíritu de la Transición estaba seriamente cuestionado cuando un partido como
Podemos era apoyado por más de tres millones de votantes. Por otra parte, la
ideología de género y el ataque a símbolos de la cultura española como la
tauromaquia generaba cada vez mayor rechazo en algunos ciudadanos. La discordia
que había puesto en marcha Zapatero permitía cuestionar todo aquello que antes
parecía sólido e incuestionable. La defensa de la nación española, de su
historia y de sus señas tradicionales de identidad, el rechazo del Estado
autonómico y la defensa de las fronteras y de una inmigración controlada se
tradujo en el surgimiento de Vox, que inmediatamente fue calificado por sus detractores
como un partido de ultraderecha populista. En contra de todo pronóstico, Vox
alcanzó doce escaños en las elecciones autonómicas andaluzas de diciembre de
2018 y propició un cambio histórico al desbancar (la suma de PP. Ciudadanos y Vox) del poder al PSOE tras más de
tres décadas gobernando Andalucía.
Por primera vez desde la época
de la Transición cinco partidos de ámbito nacional concurrían a las elecciones
de abril de 2019 con la seguridad de que alcanzarían representación
parlamentaria. Esta situación por sí misma dejaba en evidencia que nos hallamos inmersos en una crisis política y nacional sin precedentes. El resultado en escaños de estos cinco
partidos fue el siguiente: PSOE 123, PP 66, Ciudadanos 57, Podemos 33 y Vox 24.
Cualquier ciudadano que hoy reflexione sobre este panorama volverá a pensar que
los políticos fracasaron estrepitosamente al no conformar un gobierno y abocar
a los españoles a unas nuevas elecciones pocos meses más tarde. A Rivera esa
repetición electoral le costó, con toda la razón, la carrera política.
Ciudadanos no supo entender la situación política y pecó de ambición queriendo
convertirse en el principal partido de la oposición superando al PP. Su
orientación hacia el centro liberal ya había dejado claras sus intenciones, y
la crisis abierta en el PP con el enfrentamiento entre Casado y Soraya le daba
esperanzas. El PP recibió un fuerte castigo: perdió votos de su electorado más
conservador que sintonizaba con los claros mensajes de Vox, y su electorado más
centrista veía en Rivera un liderazgo más solvente y, quizá, más posibilidades
de desbloquear la situación en caso de que fuera necesario pactar. A Ciudadanos
le faltaron seis escaños para alcanzar su objetivo, pero Rivera no se dio por
vencido, la ambición le cegó y no supo anteponer el interés de la nación al
suyo. En lugar de lanzar un mensaje inequívoco de disposición a entablar
conversaciones y alcanzar pactos con PP o PSOE, se enrocó en la insensata
promesa electoral de no pactar con Sánchez en ningún caso, una cerrazón
incomprensible a la vista de los resultados que se habían producido. Era
aritméticamente posible un gobierno entre PSOE y Ciudadanos, dos partidos que
apenas cuatro años antes habían sido capaces de cerrar un acuerdo de gobierno.
Ambos sumaban 180 escaños, una mayoría suficiente para conformar un gobierno
que transitara cómodamente una legislatura de cuatro años y pudiera afrontar la
tarea de recuperar la concordia rompiendo con una política de coaliciones
frentistas. Sólo cuando vio que el PSOE no iba a pactar con Podemos y que la
repetición electoral era inevitable Rivera ofreció un pacto a Sánchez, pero ya
era tarde, porque también el PSOE estaba instalado en el error.
Rivera no fue el único
responsable de la repetición electoral, pero sí el máximo. Es verdad que desde
el primer momento Sánchez pareció escuchar a aquellos que le gritaban “¡Con
Rivera, no!”, pero la actitud de Rivera le facilitó muchísimo enrocarse en esa
posición. El error de Sánchez fue pensar que, al igual que había sucedido en
las segundas elecciones celebradas en 2015, que reforzaron al PP de Rajoy, el
PSOE aumentaría sus apoyos, sobre todo entre los electores de izquierda que
votaron a Podemos. Su estrategia fue lograr la investidura con el apoyo de
Podemos, pero con las manos lo suficientemente libres. Iglesias no cedió y
ambos aceptaron medir fuerzas en unas nuevas elecciones. También Sánchez
pensaba antes en sus intereses que en el bien de España.
Casado también podía haber
realizado un movimiento que facilitara la formación de un gobierno, pero en su
caso quizá era pedirle demasiado. Es verdad que todos los partidos debían haber
priorizado el interés general, pero el resultado le había situado como líder de
la oposición y podía interpretar que a Ciudadanos le correspondía desempeñar el
papel que ya había intentado representar en 2015. Por otra parte, parecía
bastante evidente que una repetición electoral solo podía beneficiarle, como
así fue.
Podemos intentó en todo momento
formar un gobierno de coalición con el PSOE exigiendo un peso proporcional a
las fuerzas de cada partido. Se trataba de una postura lógica y razonable,
aunque luego había que dilucidar en qué se traducía ese peso razonable. El PSOE
creía que la oferta a Podemos era más que digna, pero Podemos no estuvo de
acuerdo, pese a aceptar el veto de Sánchez a que Iglesias fuera vicepresidente.
El electorado de izquierdas debería juzgar quién era el mayor responsable de
esa falta de acuerdo, y Sánchez creyó erróneamente que su oferta parlamentaria
a Podemos dejaría a esta formación en evidencia.
Las elecciones celebradas en
noviembre de 2019 dejaron unos resultados muy interesantes para entender cuáles
son las estrategias que deben seguir los partidos para superar la crisis
política. En apenas seis meses, los españoles castigaron a los dos partidos que
señalé como principales responsables de la repetición electoral: Ciudadanos y
PSOE. El primero pasó de haber logrado más de cuatro millones de votos a
conformarse con poco más de un millón y medio y 13 escaños. Con un resultado
así, Rivera solo podía dimitir. Su fracaso era clarísimo, la torpeza,
mayúscula. Me resulta muy difícil entender cómo no se dio cuenta de que su
estrategia de fiarlo todo a un acuerdo PSOE-Podemos y erigirse en líder de la
oposición era un triple salto mortal sin red. El PSOE, que confiaba en aumentar
sus apoyos y poder elegir socio de gobierno en una posición ventajosa, perdió
setecientos mil votos y se quedó en 120 escaños. El hundimiento de Ciudadanos
sólo le dejaba al PSOE la posibilidad de intentar una improbable gran coalición
con un PP que salía reforzado, o lo que finalmente aconteció: un gobierno de
coalición con Podemos apoyado por nacionalistas vascos, independentistas
catalanes y otras fuerzas minoritarias. El resultado de Podemos, que sumó más
de doscientos mil nuevos votantes -pese a que a estas elecciones concurría
Errejón con Mas País- y obtuvo 35 escaños propició que Sánchez tuviera claro
desde esa misma noche que su supervivencia política -que es lo único que le
importa- pasaba por el apoyo de Podemos. Poco importa lo que hubiera dicho o
callado en la campaña electoral, iba a hacer lo necesario para ser investido.
Lo logró y España tiene un gobierno de izquierda cuya acción política amenaza
con romper los grandes acuerdos de la Transición -modelo de Estado,
reconciliación nacional sin vencedores ni vencidos y hasta la propia
monarquía-, y la propia ortodoxia económica de la Unión Europea si finalmente
se impone Iglesias a Calviño.
PP, Podemos y, sobre todo, Vox
aumentaron sus apoyos. El PP recuperó setecientos mil votos que le valieron
aumentar en 23 escaños sus apoyos hasta los 89. Su posición como alternativa al
PSOE quedaba fuera de duda y suponía un alivio para Casado. Vox lograba más de
tres millones y medio de votos -más de los obtenidos por Podemos- y 52 escaños.
La subida de Vox y del PP hace pensar que el votante de Ciudadanos se refugió
en estos partidos que en ningún caso estaban dispuestos a facilitar a Sánchez
la formación de un gobierno. ¿Cómo se explica, pues, el hundimiento de
Ciudadanos? ¿Es plausible pensar que sus votantes desearan que Ciudadanos
cumpliera una función de “bisagra” cuando luego apoyaban a partidos que en
ningún caso iban a desempeñar una función transversal? No es fácil responder a
esta pregunta, pero es importante hacer un esfuerzo por comprender qué ha
pasado. Para el votante de Ciudadanos la defensa de la nación y la oposición al
nacionalismo es esencial, al igual que en su día para UPyD. Su posición
inequívoca en este punto le valió crecer a costa del PP. Es razonable pensar
que, en vista de la inutilidad de la posición política de Rivera -cuyos 57
escaños no sirvieron para nada- muchos votantes, ante la gravedad de los
desafíos que el independentismo catalán estaba planteando decidieran que podía
resultar más útil reflejar su profundo malestar votando a Vox, un partido que
en la defensa de la nación española estaba abogando incluso por la desaparición
de las comunidades autónomas, al margen de una beligerancia radical contra el
independentismo. Otra parte de los votantes de Ciudadanos pensarían que ante el
riesgo de que Sánchez pactara con Podemos y no con Ciudadanos lo más útil era
agrupar el voto de centro-derecha en el PP, lo cual explica el ascenso de este
partido. Tampoco hay que descartar que otra parte de los votos de Ciudadanos se
fueran a la abstención. Lo que parece fuera de duda es que no se fueron al
PSOE. A la vista de este panorama, ¿cuál puede ser el camino para superar la
crisis política retornando a la concordia y a la estabilidad política?
Responder a esta pregunta exige
no perderse en ensoñaciones que confundan los deseos con la realidad, y tener
muy claro si lo que se pretende es superar la crisis política o simplemente
desbancar a Sánchez del poder. Es verdad que puede parecer que la crisis sólo
se superará si Sánchez es derrotado, pero no hay garantía de que el PSOE se vea
libre de seguir escorado a la izquierda más radical y dispuesto a pactos de más
que dudosa constitucionalidad con los independentistas. En cualquier caso,
desbancar a Sánchez del poder sería bueno para España. Ahora bien, ¿qué posibilidades hay de que eso suceda en el
actual contexto político?
Hemos visto que en abril de
2019 Ciudadanos, PP y Vox superaron los once millones de votos y obtuvieron 147
escaños, es decir, se quedaron a 29 de la mayoría absoluta. Es evidente que el
centro-derecha dividido en tres partidos muy difícilmente reproducirá en el
conjunto de la nación el éxito de Andalucía. El sistema electoral lo dificulta
enormemente. Mientras no haya cambios en ese espacio electoral Sánchez puede
seguir durmiendo tranquilamente en la Moncloa. ¿Cuáles podrían ser esos
cambios? La coalición electoral PP-Ciudadanos aglutinaría a bastantes votantes
del centro-derecha y mejoraría sus resultados. Habría que ver si resulta
atractiva para el votante de derechas que se ha ido a Vox, pero que puede darse
cuenta de que si no se agrupa el voto no hay alternativa a Sánchez. Es una
opción interesante, pero mientras Vox tenga una intención de voto superior al
10% no garantiza la victoria y, por otra parte, tiene un elevado coste: la
desaparición de Ciudadanos como partido independiente capaz de desempeñar una
función de “bisagra”. Si dicha coalición saliera adelante lo más probable es
que fortaleciera al PP y diluyera a Ciudadanos. El otro camino es una coalición
entre PP y Vox. No veo ninguna posibilidad de que esto se produzca con el
actual discurso de Vox. Esa coalición terminaría por desdibujar el mensaje del
PP, que se vería absorbido por Vox. Muchos votantes del PP que se consideran
centristas abandonarían este partido.
Pero si el castigo de los
ciudadanos a las políticas del PSOE-Podemos llegara a tal extremo que se diera
un triunfo del centro-derecha deberíamos preguntarnos si ello supondría el fin
de la crisis política. Es razonable pensar que en el PSOE habría movimientos
que advertirían de que la derrota se debe a su coalición con Podemos y a los
pactos con los independentistas. Ahora bien, si en un futuro el nuevo PSOE
volviera a ganar las elecciones con un discurso moderado, pero no pudiera sumar
suficientes apoyos para gobernar, probablemente necesitaría de nuevo pactar con
los partidos minoritarios de izquierda y con los nacionalistas, a no ser que ya
se hubiera abierto paso la convicción de que es necesario ensayar un pacto
transversal entre PP y PSOE que desgraciadamente hoy es una utopía. No siendo
sensato contemplar dicha hipótesis, sin Ciudadanos es muy complicado que el
PSOE realice una política distinta porque sus opciones para gobernar son la
gran coalición con el PP o el apoyo de partidos radicales. Además, la presencia
de un partido como Ciudadanos puede que haga pensar en el PSOE que su
radicalización puede tener un coste electoral por la fuga de votantes a
Ciudadanos y no solo a la abstención. El trasvase de votos entre PSOE y PP
parece mucho menos probable.
Por consiguiente, me parece que
la solución más plausible para superar la crisis política es una rectificación
del PSOE que renueve la concordia de la Transición y termine arrinconando a
Podemos. Para lograr este objetivo el hundimiento de Ciudadanos sería la peor
noticia para España. Es fundamental que este partido se presente como una
propuesta de centro -liberal o progresista- capaz de llegar a acuerdos con el
PSOE y el con el PP, un partido comprometido con la defensa de la nación y de
la igualdad entre españoles que quizá resulte atractivo para votantes
socialistas, justo la esperanza que albergaba yo con la llegada de UPyD. Esta
parece ser la estrategia que está emprendiendo la actual líder de Ciudadanos,
Inés Arrimadas. Se ha abierto a pactar los presupuestos y otras políticas con
el gobierno, lo cual siempre será mejor para los españoles que someterse al
chantaje de ERC. Sin embargo, en algunos medios de comunicación de
la derecha esto se ve como un error, en el propio partido muchos han dimitido y
criticado esta estrategia de dar oxígeno a Sánchez. Creen que Ciudadanos por
ese camino desaparecerá e incluso me ha parecido leer que algún antiguo
dirigente lamentaba que el partido pudiera terminar convirtiéndose en una
“bisagra” cuando es justo lo mejor que podría sucederle al partido y a España.
Quizá en Ciudadanos algunos
desconfíen de esa estrategia al ver que el electorado castigó el acuerdo entre
PSOE y Ciudadanos en las elecciones de 2015. No es comparable la situación de
2015 con la que se produjo en abril de 2019. En 2015 el partido más votado fue
el PP de Rajoy, que obtuvo 123 diputados. El pacto entre el PSOE y Ciudadanos,
al margen de no sumar una mayoría suficiente para gobernar (130 escaños),
posiblemente fue visto por la opinión pública como una maniobra de dos partidos
perdedores para desbancar al ganador de las elecciones. Aunque no me sorprendió
en absoluto que el PP mejorara sus resultados, mi lectura de lo acontecido era
muy distinta y creo que el pueblo español se equivocó al castigar a Ciudadanos
en las siguientes elecciones. Sólo unas líneas para explicar la razón antes de
continuar con el análisis. Tras su pírrico triunfo electoral, Rajoy se instaló
en la pasividad, como ha sido frecuente en su comportamiento político. No buscó
un acuerdo con Ciudadanos. Su mensaje simplemente fue que debía dejarse
gobernar al partido más votado, como siempre había sucedido. Así había sido, en
efecto, en 1993, 1996, 2004 y 2008. Rajoy seguía anclado en esa visión política
sin admitir que habíamos entrado en una nueva situación. Probablemente muchos
ciudadanos pensaban lo mismo y sintonizaron con el sencillo -más bien
simplista- mensaje de Rajoy. No valoraron en absoluto que en la nueva etapa que
se abría iba a ser fundamental la capacidad de los partidos para llegar a
acuerdos con los adversarios políticos, algo que hoy sí se percibe con
claridad. PSOE y Ciudadanos demostraron que tenían capacidad para entenderse y
sumaban 130 diputados, más que los 123 diputados del PP. En mi opinión, al no
haber sido capaz de lograr el apoyo de Ciudadanos, el PP debía haberse
abstenido dejando gobernar al PSOE y a Ciudadanos, que sí habían sido capaces
de pactar.
La situación en abril de 2019
era muy distinta. En estos comicios el partido más votado había sido el PSOE y,
por consiguiente, el apoyo que le hubiera dado Ciudadanos se hubiera
interpretado en clave de facilitar la gobernabilidad de la nación. Otro tanto
sucedería si Ciudadanos se aviene a pactar con el PSOE actualmente. ¿Le está
dando Arrimadas oxígeno a Sánchez o más bien contribuye a evitar que se vea
obligado a pactar con independentistas y a ceder a las presiones de sus
compañeros podemitas de coalición? Quizá muchos piensen que Ciudadanos no
debería seguir ese camino y forzar que Sánchez rectifique o pague en las urnas
el haber pactado con podemitas e independentistas. Sí, sería muy deseable y
justo que Sánchez fuera castigado en las urnas, y probablemente reciba cierto
castigo, pero no parece probable pensar en su hundimiento electoral. No hay que
olvidar que Sánchez es presidente del gobierno con uno de los peores resultados
de la historia electoral del PSOE desde la Transición, y que jamás un
presidente ha sido investido con menos diputados de su propio partido, tan solo
120 escaños tiene el PSOE. Y ni siquiera menciono el control de los principales
medios de comunicación.
Plantear que votar a Ciudadanos
es la mejor opción para superar la crisis política y nacional que vivimos puede
parecer una postura resignada y entreguista. Se asume que Ciudadanos, PP y Vox
no suman y por ello no hay otra opción que encaminar a Sánchez hacia la
moderación. Es verdad que el PSOE puede recibir un castigo tan importante que
quizá no bastaría con el apoyo de Ciudadanos, que probablemente tampoco tendrá
un buen resultado electoral. Por supuesto, todo está muy abierto, pero hay
algunas cosas que parecen bastante claras. La crisis nacional que vivimos no
puede superarse con una polarización política que cada vez se identifique más con
las dos Españas. El frentismo se basa en derrotar al adversario y así es
imposible el regreso a la concordia. El objetivo, insisto en ello, no es tanto
derrotar a Sánchez como recuperar al PSOE de la Transición y de Felipe
González, figura que podemitas, nacionalistas e independentistas han puesto en
la diana con toda la intención. Solo hay dos formas de acabar con el frentismo.
O el PSOE y el PP se entienden o, dado que el PP no se ha movido del respeto
escrupuloso al orden constitucional, se debe contar con un partido nacional que
pueda desempeñar el papel de bisagra, no solo para pactar con el PSOE (con el
PP será difícil mientras Vox siga en escena), sino para recibir los votos de
los votantes desencantados del PSOE por sus cesiones ante nacionalistas y ante
el revanchismo podemita respecto a la historia reciente de España. Ese partido
a día de hoy solo puede ser Ciudadanos. Ojalá la nueva estrategia de Arrimadas
le ayude rectificar el funesto “error Rivera”.
Hasta aquí el análisis y su
conclusión. Solo una reflexión más a modo de epílogo. Vox es una bendición para
el PSOE, y lo peor paradójicamente es que tienen un magnífico líder. Abascal es
un buen parlamentario, un líder aureolado de dignidad que convence a muchos
votantes de derecha. Ante el freno que el sistema electoral representa para los
tres partidos de centro-derecha, la única opción de Vox para derrotar al PSOE
pasa por hundir al PP y convertirse en el partido hegemónico de la derecha.
Esto es muy complicado mientras no modere su discurso. Ni el PP es UCD, ni Vox
se asemeja a Alianza Popular, ni las circunstancias actuales son las del año
1982. Cualquier ciudadano preocupado por la deriva de Sánchez en el poder con
ayuda de podemitas e independentistas debería reflexionar y preguntarse a qué conduce
votar a Vox. Los líderes de Vox presentan su partido como una herramienta al
servicio de España, y es posible que lo crean con la máxima sinceridad, pero es
una opción política que sólo beneficia a Sánchez, de ahí que los medios de
izquierda y el propio PSOE estén encantados con su consolidación. No dudo de la
legitimidad de las propuestas de Vox, y comprendo la reacción visceral que a
muchos votantes les lleva a votarles y a saborear su ascenso como una prueba
palpable de la vitalidad de la nación. Sin embargo, la cruda realidad de
nuestro sistema electoral es clara: Vox beneficia a los intereses electorales del
PSOE.