Si las encuestas no se hubieran equivocado, en este
momento estaríamos ilusionados con la posibilidad de que Feijóo conformara un
gobierno que revirtiera todos los desmanes cometidos por Sánchez y sus aliados.
Muy probablemente hubiéramos mirado hacia otro lado y seguiríamos ignorando el
grave problema que aqueja a nuestra democracia: el actual sistema electoral no es capaz de evitar que la estabilidad política esté en manos de partidos
independentistas que sólo desean erosionar el Estado para alcanzar sus
objetivos. Ante esta situación, todo depende de la responsabilidad, el
patriotismo y el sentido de Estado de los líderes políticos. Demasiado
arriesgado: la capacidad y la moralidad de los políticos es muy importante para
que la democracia funcione adecuadamente, pero el engranaje institucional debe
ayudar a blindarnos frente a políticos como Pedro Sánchez, capaces de todo para
seguir en el poder. Como no hay mal que por bien no venga, debemos dejar a un
lado la decepción por el resultado electoral y examinar la situación con
realismo y radicalidad, es decir, yendo a la raíz del problema. Apunto esto
porque parece que en el PP están debatiendo si la estrategia de la campaña fue
correcta o no. Algunos piensan que desmarcándose de Vox se contribuyó a su “demonización”
y por ese camino se movilizó al votante de izquierda. Otros, por su parte,
creen que no había que haber ofrecido ningún pacto al PSOE y que todo hubiera
ido mucho mejor para el PP si se hubiera seguido el camino de Mazón en la
Comunidad Valenciana. Todo este debate puede tener cierto interés desde la perspectiva
de la lucha partidista, pero me interesa relativamente poco a la vista de que
la investidura de Sánchez depende de Bildu, ERC y Junts, y la de Feijóo del PNV,
algo absolutamente inaceptable que requiere ser examinado con detenimiento y
volver sobre temas que el lector de este blog sabe que me preocupan desde hace
mucho tiempo.
No puedo evitar volver a recordar lo que sucedió el 20
de noviembre de 2011, una de las fechas más importantes de la historia reciente
de España. Tras una segunda legislatura de Zapatero plagada de mentiras sobre
la situación económica de España, que condujeron en 2010 a congelar las
pensiones (lo que negó Sánchez a Feijóo en el debate) y a bajar el sueldo de
los empleados públicos, entre otros muchos recortes, los ciudadanos castigaron
severamente al PSOE en las urnas. La crisis económica situaba a España al borde
de la catástrofe y los ciudadanos confiaron mayoritariamente en el PP de
Mariano Rajoy. Pero me gustaría recordar hasta qué punto llegó este apoyo,
porque creo que no se es consciente de la importancia de lo que sucedió ese
día. Con una participación del 68,94%, es decir, casi cinco puntos más baja que
en 2008, el PP obtuvo nada menos que 10.866.566 millones de votos, el 44,63%.
Podría pensarse que este partido recibió muchos votos socialistas y
probablemente fuera así, pero hubo otro partido socialdemócrata, UPyD, que
recibió 1.143.225 millones de votos, el 4,70%, y obtuvo 5
diputados, que le permitían tener grupo parlamentario propio. El PP y UPyD sumaron más de doce
millones de votos y representaban casi el 50% de los votos emitidos. Era el
momento idóneo para abordar las grandes transformaciones que necesitaba el
sistema político español, incluyendo reformas constitucionales. El programa
electoral con el que UPyD concurrió a dichas elecciones (https://e00-elmundo.uecdn.es/elecciones/elecciones-generales/2011/programas/pdf/upyd.pdf)
tenía como primer punto la reforma de la ley electoral y como segundo la
reforma de la Constitución y del Estado, justo lo que ahora vemos que se tenía
que haber puesto en marcha.
Rajoy no hizo nada para evitar que la gobernabilidad de España dependiera de los partidos que
buscan la destrucción del Estado. Para él lo único importante era la economía, hacer frente a la crisis de deuda soberana que comprometía
nuestra viabilidad. Pero ese no era el único problema, al margen de que las
reformas imprescindibles de la Administración y del modelo de Estado podían haber ayudado a sanear las finanzas españolas. La inacción política de Rajoy llegó a
tal extremo que, pese a tener semejante apoyo popular, fue incapaz de impedir la
consulta soberanista que puso en marcha Artur Mas en noviembre de 2014. Un año
más tarde, en las elecciones generales de 2015, el PP pasaba a tener 123
escaños, UPyD daba paso a Ciudadanos, que con Rivera al frente alcanzaba los 40
diputados, y entraba en la escena política Podemos. Empezaba una nueva etapa en
la que el gran problema del chantaje de los partidos independentistas quedaba
pendiente de resolver. La presencia de dos nuevos partidos minoritarios de
ámbito nacional podía hacer pensar que el problema del sistema electoral no era
tal, pero el tiempo ha demostrado que la reforma era absolutamente necesaria.
La propuesta de UPyD consistía en aumentar el número
de diputados y que 200 de ellos se eligieran en una circunscripción única para
toda España. Además, proponían listas abiertas y una reforma de la Constitución
para suprimir posteriormente la circunscripción provincial para sustituirla por
la de las Comunidades Autónomas. Con todo ello se buscaba evitar la desproporción
entre el número de votos que unos partidos y otros necesitaban para alcanzar
representación parlamentaria. Me parece que era una propuesta excesivamente
compleja porque entrañaba una innecesaria reforma constitucional.
El Congreso de los Diputados debe ser una cámara a la
que accedan partidos que acrediten una implantación nacional. No hace falta
cambiar la democracia parlamentaria y sustituirla por un sistema
presidencialista como el de Francia. Es más, tampoco es necesario acabar con la
circunscripción provincial y sustituirla por una circunscripción única que
requeriría la reforma de la Constitución, tal como en parte proponía UPyD. La
ley electoral debería establecer una serie de requisitos para poder acceder al
Congreso de los Diputados cuya justificación sea razonable. En las elecciones
autonómicas algunas comunidades autónomas exigen alcanzar un 5% del total de
votos emitidos para poder tener representación parlamentaria. Esto responde a evitar
la excesiva fragmentación del parlamento y favorecer así la estabilidad
política. Se podría incorporar la misma barrera a la ley electoral nacional apelando
a la misma justificación. Pero, junto a esta, yo incluiría otra barrera que
considero plenamente justificada: cualquier formación que desee acceder al
Congreso de los Diputados debería obtener representación parlamentaria en
provincias -no se altera la circunscripción prevista en la Constitución- de seis
o siete comunidades autónomas diferentes. Con ello se garantiza que la
formación en cuestión acredite la suficiente implantación nacional. Un partido o
coalición que carezca de implantación nacional puede buscar directamente el
interés particular en lugar del general, y eso debe combatirse, aunque sea a
costa de dificultar la puesta en marcha de nuevos proyectos políticos que difícilmente
pueden lograr semejante representación en el comienzo de su andadura. En todo
caso, lo más importante es no aparcar este debate por más tiempo. Quizá esta
sea la única ventaja de este resultado electoral. Estas barreras que deberían
introducirse en la ley electoral no son una garantía absoluta, pero hay que
hacer frente al problema con toda claridad. Sin duda los partidos
independentistas protestarían y responderían en la calle, pero su lugar no es
el Congreso de los Diputados, sino una cámara de representación territorial,
papel que debería desempeñar el Senado y que sí exigiría una reforma constitucional.
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