miércoles, 27 de junio de 2007

"La montaña mágica" y el tiempo

La ansiedad pudo conmigo y me acosté a las cuatro de la madrugada terminando de leer "La montaña mágica", la gran novela de Thomas Mann. Más de una vez he estado tentado de comentar en el blog algunas cuestiones filosóficas que se abordan en esta novela, principalmente la tesis de la imposibilidad de medir el tiempo. Cuando leí las reflexiones del protagonista, Hans Castorp, sentí como si Mann me hubiera leído el pensamiento. Verán, he pensado mucho sobre la aceleración del tiempo vital conforme vamos cumpliendo años: el tiempo parece que pasa más deprisa, aunque los segundos, minutos, meses y años con que intentamos medir objetivamente el tiempo duran lo mismo. Pero la duración, el tiempo, no es algo que se pueda medir objetivamente porque la vida humana es estrictamente personal e intransferible. Esto significa que 50 años para una persona puede considerarse una larga vida que, sin embargo, es corta para otro. Mi reflexión sobre el tiempo me llevaba a rebelarme contra su aceleración. Me preguntaba, ¿por qué no puedo lograr que los veranos vuelvan a ser vividos como cuando tenía 10 años?, ¿cómo debo vivir para lograr expandir el tiempo? Efectivamente, el tiempo depende de nosotros, de nuestra manera de vivir, como magistralmente muestra Thomas Mann. ¿Y cómo debo vivir para vivir más? ¿Acaso con especial intensidad? ¿Acaso renunciando a la rutina? Puede pensarse que la rutina acelera el tiempo, pero ¿qué es la rutina? ¿La repetición invariable de unos mismos hábitos y comportamientos? He aquí el punto clave. No, una vida ordenada y monótona -sin sentido peyorativo- puede no ser en absoluto rutinaria si se vive con intensidad, y este concepto esta ligado a nuestro mundo interior, a vivir dándose cuenta de todo, a hacer de la vida una experiencia que nos enseña a crecer espiritualmente. Estaba -y estoy- firmemente instalado en esta idea cuando en la página 773, en una conversación entre Madame Chauchat y Hans Castorp, Mann introdujo una idea harto zozobrante. Escuchémosla:

"- Sí, claro, de eso siempre estoy bien provisto. ¿Cómo podría uno vivir sin tabaco? Es una verdadera pasión. Pero he de confesar que no soy un hombre apasionado, aunque sí tengo pasiones... pasiones flemáticas.
- Eso me tranquiliza completamente -dijo ella, soltando el humo de su cigarrillo-, me tranquiliza oír que no es un hombre apasionado. Si fuese apasionado, no podría ser lo que es. La pasión significa vivir por amor a la vida. Y ya sabemos que usted vive por las meras experiencias que la vida pueda proporcionarle".

La respuesta de Chauchat me dejó boquiabierto. El hombre que vive intensamente la vida como experiencia no es un hombre apasionado, sino un ser espiritual, como Hans Castorp. El apasionado ama la vida por sí misma, no por las experiencias de crecimiento espiritual que proporciona. Llegamos así a una formidable paradoja: si mi tesis es correcta, el espiritual hace de la vida una experiencia que va enriqueciendo a diario, y logra dar a su vida profundidad y duración. Por el contrario, el apasionado ama la vida, pero siente que se le marcha entre los dedos, a toda prisa... ¿Observan la paradoja? Amar la vida no significa vivir más, sino más bien lo contrario.

Al valiente que haya leído este post le ruego comprenda que acabo de terminar "La montaña mágica". Si algún día lee esta magna obra que deja una impronta indeleble me comprenderá...

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