El ataque terrorista de Hamas que ha desencadenado la guerra con Israel es un paso más en la escalada de la humanidad hacia un escenario de barbarie que no sabemos dónde acabará. La raíz de casi todos los males del mundo radica en la soberbia, en el desmedido amor por nosotros mismos y por lo nuestro, unido al desprecio por el punto de vista de los demás. Pienso en naciones o grupos humanos cuya prioridad no es tanto vivir en paz satisfaciendo sus necesidades como recibir un reconocimiento internacional, aunque vivan en la miseria. Es pueril el comportamiento de todas aquellas regiones que disfrutando de una generosa autonomía que protege su cultura y tradiciones no se conforman con ello y son capaces hasta de llegar a una guerra por la independencia. ¿Realmente les importa tanto conseguir ese reconocimiento internacional? Pues sí. Así me lo confesó un profesor independentista catalán al que conocí en cierta ocasión, y lo justificó diciendo que era algo sentimental, pero que esos sentimientos eran muy importantes. No, no lo son. La vanidad que conduce a la soberbia no debe ser satisfecha. El nacionalismo que no funda su reivindicación en auténticas injusticias es como un niño caprichoso cuya mala educación no augura nada bueno en el futuro.
Es verdad que muchos pueblos oprimidos creen que la solución
a sus males pasa por constituirse en un Estado soberano que les ayude a
consolidar su posición en el mundo, a defenderse de los enemigos y a satisfacer
las necesidades de sus ciudadanos. En estas amenazas veía Carl Schmidt la raíz
de la política. Quizá los judíos representen el ejemplo paradigmático. Una vez
finalizada la Segunda Guerra Mundial, creyeron necesario tener su propio Estado
como forma de ocupar un lugar en el mundo y de defenderse del antisemitismo que
les amenaza secularmente. Y es comprensible su planteamiento, y el de otros pueblos
oprimidos o injustamente invadidos, como sucede con Ucrania. Es justa su lucha, porque se trata de defenderse de una agresión. Pero un mundo que se organice sobre la base de exaltar el "nosotros" difícilmente alcanzará una paz duradera. La dicotomía nosotros/ellos da lugar a la vanidad, al sentimiento de agravio que conduce al conflicto y a la guerra.
La raíz de la paz que anhela el mundo debe venir por el
camino del derecho y de la justicia. Las relaciones humanas deben partir del
reconocimiento y la protección de los bienes humanos en los que se fundamenta
una convivencia justa, y del respeto a las normas provenientes del poder
legítimo que sirven para ajustar debidamente los comportamientos. También las
relaciones internacionales deben basarse en estos principios, pues de lo
contrario nos movemos en el ámbito de la fuerza. La única forma de asentar la
paz es protegiendo los derechos humanos y el respeto a la ley. Con todos sus
defectos, es admirable observar el proceso de consolidación de la Unión
Europea, que se define como una comunidad política de derecho. Los Estados
europeos desean incorporarse a esta comunidad de derecho en la que, siendo
importante la identidad de cada nación y sus intereses, se otorga especial
importancia al respeto a los principios jurídicos en los que se basan las
relaciones entre los Estados miembros. La Unión Europea progresará en la medida
en que se afiance el respeto a los derechos fundamentales y se garantice el
respeto a unas normas que sean el resultado de una preocupación solidaria por
los intereses de todos los Estados.
La defensa del derecho y de la justicia debe ser la prioridad de todos los que deseamos la paz. Por eso me preocupa tanto que se admita la posibilidad de lesionar o restringir los derechos fundamentales como núcleo del bien común, y la falta de respeto a la ley como expresión máxima de la igualdad entre los ciudadanos. Y sí, voy a volver sobre lo mismo, cuando los intereses del poder son los que priman frente al derecho, no sólo estamos quebrando las bases del régimen constitucional, sino que dejamos que la dinámica de la fuerza marque la pauta de la convivencia con evidente riesgo de conflictos a los que el derecho sea incapaz de dar respuesta. Ver el derecho como una simple manifestación de la política, como tantas veces sucede, destruye los puentes que conducen a la convivencia. La norma, lejos de ajustar las conductas, se convierte en simple instrumento de opresión del poderoso. Si deseamos acabar con la guerra luchemos con inteligencia por el derecho y la justicia desterrando la soberbia y la vanidad. Para ello, como suele suceder, el mejor camino es empezar por lo más próximo, nuestra comunidad política, España. Así que no hay mejor manera de trabajar por la paz que impedir que Sánchez destroce nuestro Estado constitucional de Derecho consagrando la impunidad de los golpistas y la desigualdad, porque cuando triunfa el derecho triunfa la humanidad entera, como supo ver con singular clarividencia Sergio Cotta al destacar el universalismo del derecho frente al particularismo de la política.