La expresión “empezar una nueva vida” refleja una oportunidad que, bien mirada, resulta maravillosa. Quizá se piense que es un tanto exagerada, puesto que no es posible esa novedad radical que quizá alguien podría desear: conservamos nuestro cuerpo, nuestro nombre, e irremisiblemente no podemos desprendernos de nuestro pasado. Pero, en realidad, nuestro cuerpo es lo menos importante cuando se trata de empezar una nueva vida. ¿El nombre? Hasta uno podría cambiárselo. En cuanto al pasado, es circunstancia con la que contamos, sí, pero no resulta determinante si uno aprende a elegir libremente, es decir, a no actuar por impulsos, y a decidir quién quiere ser. Sí, es posible empezar una nueva vida. Es más, algunas personas se pueden encontrar con esa experiencia a poco que hayan alcanzado cierta edad y vean cómo el transcurso de la vida lleva a que ciertos compañeros de viaje sean sustituidos por otros. En algunos casos, los que se van dejan un vacío, o un espacio, según se interprete la ausencia.
Hay personas que necesitan anclajes permanentes en forma de
personas y cosas por las que sienten un enorme apego. Es así como se sienten
seguras. Las pérdidas pueden sumirles en la zozobra. Por el contrario, otras
cambian de lugar de residencia y se dan cuenta cuando miran atrás que han
partido todas las personas que en su día eran la base de su existencia. En estos
casos uno deja de engañarse y experimenta que nuestra vida, como decía Ortega,
es radical soledad, aunque estemos muy felizmente acompañados. Es entonces
cuando uno puede llegar a preguntarse qué queda de aquel que un día fue y que
sin embargo hoy parece tan lejano que incluso le da la impresión de ser otra persona.
Porque cuando de verdad se ha desarrollado una nueva vida se puede tener la
sensación de ser alguien distinto. Y no es tan solo una sensación, sino la pura
verdad. Todo cambia, incluidos nosotros mismos. Pensar lo contrario porque
permanecen determinadas expresiones o formas del carácter que llevan a frases
tales como “genio y figura hasta la sepultura” es quedarse en la superficie.
A veces los cambios son tan profundos que pueden dar vértigo
y alguno puede tener la necesidad de hacer pie con un anclaje que le resultaba
seguro. Eso es la nostalgia. Entonces se siente el deseo de saber qué fue de
tal persona, de reunirse con los amigos del colegio o de visitar el pueblo en
el que uno veraneaba y que tiene idealizado como el lugar feliz de la infancia.
Son trampas, y conviene no olvidarlo. Se equivocará si piensa que va a
recuperar la amistad con un antiguo compañero de colegio con el que ha
recordado los “viejos tiempos” en una noche de camaradería, o si vuelve a
veranear en aquel lugar creyendo que sigue siendo el mismo que le vio disparar
las flechas del arco con el que jugaba con sus amigos. El ser humano es “futurizo”
incluso cuando buscamos los recursos en el pasado. Hay que atreverse a vivir y
disfrutar de la experiencia del cambio, de la partida y de la llegada de las
personas a tu vida, de los nuevos lugares o de los actuales, porque todo cambia
cuando comienza un nuevo día, cuando tienes la oportunidad de darte cuenta de
que sigues vivo y de que todo es posible.
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